El librero de Adriana Romero-Nieto

El librero de Adriana Romero-Nieto
09 de julio de 2020

Adriana Romero-Nieto es editora y traductora. Dos quehaceres que se entrelazan a la perfección con una vocación lectora que se inició cuando era niña. Recorrer sus libreros implica adentrarse en su vida, en los recuerdos de las obras de infancia, en el descubrimiento de la literatura francesa y las letras hispánicas; en el hallazgo de las preferencias que tomaron su rumbo y, por supuesto, en una biografía que se revela en las obras que se muestran en sus entrepaños. Adriana, sin necesidad de acicates, comenzó a platicarnos de esta parte de su mundo. Esto fue lo que nos contó.

Esta es mi biblioteca y aquí estamos para hablar de mis libros. Una de las preguntas que casi siempre se hacen cuando se muestran los libreros es sobre el número de ejemplares que se han acumulado a lo largo del tiempo. En mi caso no puedo darlo, nunca los he contado y, además, están divididos aquí y allá: unos conmigo, otros en casa de mi madre y unos más permanecen guardados en cajas. Los que me acompañan son los que más uso, los que más me interesan. La razón de esta dispersión es fácil de explicar: remodelé el departamento en el que vivo; cuando volví, había comprado más y, por supuesto, ya no cabían.

Mi colección de libros, como la de muchas personas, comenzó con mis libros infantiles, con los que mi mamá me leía en las noches cuando regresaba de trabajar. En especial me gustaba una colección que se llamaba Serendipity, cuyos personajes casi siempre eran animales y tenían una moraleja al final. Hay uno que recuerdo mucho: sus personajes eran una especie de bolas de pelos que no querían dormir porque no querían perderse la belleza del mundo. Se encontraron con una serpiente ciega que les enseña que la belleza del mundo no solo puede vivirse con la mirada.

Hay otro libro de aquellos años que siempre recuerdo: trataba de una niña que un día amaneció con un nido en la cabeza. Al principio eso le incomodaba, pero después aprendió a convivir con él y con los pájaros. Yo me lo aprendí de memoria antes de saber leer y, un día, mi maestra nos pidió que lleváramos un cuento a la escuela. Y, sin ningún problema, lo repetí mientras pasaba las hojas con una precisión perfecta. La maestra estaba fascinada porque decía que yo había aprendido a leer sola, pero mi mamá le explicó que yo no sabía, que solo me lo sabía de memoria.

Después, cuando estaba en la preparatoria del Liceo Franco Mexicano me adentré en la literatura francesa. Recuerdo que estudiábamos el realismo y el naturalismo. Eso me permitió conocer a Émile Zola, a Guy de Maupassant y otros autores. Ellos comenzaron a poblar mi librero en las ediciones de bolsillo que Éditions Gallimard ha publicado desde hace muchos años. Y, cuando estudié la licenciatura en letras empecé a comprar los libros que formaban parte del programa. Así llegaron los clásicos, como las obras de sor Juana o las del Siglo de Oro, y lo mismo me sucedió con la literatura clásica de Grecia y Roma.

Desde que estaba en la universidad, los libros de las clases y los libros que leía por placer comenzaron a reunirse en mis libreros. En sus entrepaños, los libros del deber —como los que utilizo como traductora o editora— conviven con los libros del placer. Justo como sucede con El libro y sus orillas de Roberto Zavala Ruiz, que me parece esencial para cualquiera que ejerza mi oficio. Y lo mismo podría decir de la colección Libros sobre libros, que dirigió Tomás Granados y que coeditó con el Fondo de Cultura Económica.

En cambio, en los libros del placer, la novela es el género que más espacio ocupa en mis libreros, aunque también tengo una buena colección de poesía, novela gráfica, libros de arte y ensayo. Con el tiempo también he ido conformando una pequeña colección de teoría feminista. Creo que estos serían los ejes que marcan a mi biblioteca. Tan es así que se encuentra dividida de esta manera, aunque también está dividida por lenguas: español, francés y una pequeña sección en inglés y, por supuesto, están ordenados alfabéticamente por el apellido de su autor. Evidentemente esto último no es tan severo, pues constantemente encuentro algunos intercalados.

Creo que tengo autores cuya obra marca mi biblioteca: casi tengo todos los libros de Margaret Atwood, algunos en español y otros en inglés. Incluso, en algunos casos, los tengo en las dos lenguas. Lo mismo sucede con Octavio Paz, cuya obra tengo completa y que tuve la suerte de participar en su reedición en 2014, cuando aún trabajaba como editora en el Fondo de Cultura Económica. Además, soy fanática de la literatura de los autores del Magreb que escriben en francés, de la obra de Chloé Delaume, que tengo casi completa, y de los libros de Yuri Herrera.

Y lo mismo me ocurre con Shakespeare, a quien descubrí en la universidad gracias a un maravilloso profesor de teatro que nos enseñó a leerlo… hoy tengo toda su obra en las ediciones de Cátedra, cuyas notas a pie son muy útiles para una lectura académica. Yo prefiero leer libros físicos, los libros electrónicos que utilizo casi siempre son de consulta. No tengo tablet… prefiero comprar en la librería.

Los libros más antiguos de mi biblioteca son del siglo XIX. Eran de mi abuelo, que acaba de fallecer, y que me cedió. También tengo dos ediciones de los años sesenta: una de Los recuerdos del porvenir de Elena Garro, y lo compré en Guadalajara durante una de las visitas que hice a la FIL, y compré el otro –La casa en la playa de Juan García Ponce– en La increíble librería de Selva Hernández y Alejandro Magallanes. Otro de los más viejos que tengo me lo regaló mi madre: es La vorágine de José Eustasio Rivera, y es de 1978. Yo lo leí de adolescente y quedé fascinada con él.

Hay algunos a los que vuelvo incesantemente: El segundo sexo de Simone de Beauvoir siempre se hace presente cuando estoy trabajando en el feminismo, y lo mismo se ocurre con La cocina mexicana de Socorro y Fernando del Paso, que yo edité y diseñó Alejandro Magallanes. Fernando del Paso me firmó en Guadalajara mi ejemplar. También le tengo mucho cariño a la novela gráfica que hicimos de El complot Mongol, pues yo le aposté muchísimo a este proyecto. Evidentemente, los libros a los que más cariño les tengo son los que he traducido o editado. Yo no presto libros o, por lo menos, casi nunca lo hago: tengo la idea de que si los presto ya nunca regresarán. En este sentido soy bastante egoísta.

Esta es mi biblioteca, pueden verla, pero estén seguros de que no les voy a prestar ninguno de sus libros. +