Diseñando bibliotecas de autor; ENTREVISTA con Felipe Leal

Como pocos, el arquitecto Felipe Leal ha podido establecer relaciones cercanas con un grupo de escritores entre los que se incluye un premio nobel. Por medio de su oficio ha diseñado los sitios donde novelistas, ensayistas y filósofos pasan muchas horas, frente a la computadora o la máquina de escribir, construyendo sus textos e historias, rodeados por los libros que van atesorando a lo largo de la vida.

Un puente entre la arquitectura y la literatura
En la biblioteca de Felipe Leal abundan los libros de arte y arquitectura, aunque también se notan decenas de novelas, ensayos y libros de poesía. Durante su época de adolescente y los años de formación como arquitecto entre la década de los setenta y los ochenta, leyó mucha poesía —con Efraín Huerta y Jaime Sabines a la cabeza—, así como a los exponentes más clásicos de la literatura latinoamericana, como Gabriel García Márquez, Mario Benedetti o Alejo Carpentier. “Después pasé a Milan Kundera…”, cuenta Felipe Leal, “…que me llevó a un pensamiento de otro tipo; disfruté mucho la poesía de Václav Havel, la literatura centroeuropea, luego la parte mediterránea como Claudio Magris y José Saramago. Me gusta mucho Paul Auster y, recientemente, Sándor Márai, escritor de una historia muy dramática. Me atrae mucho por la profundidad humana de sus libros”.

A la pregunta sobre la relación entre la arquitectura y la literatura, el arquitecto no duda en su respuesta: “Como disciplinas artísticas hay un vínculo importantísimo entre ellas. De qué manera podríamos imaginar o conocer muchísimas ciudades si no fuera desde la literatura. A través de los libros hemos viajado mucho, gracias a esas narraciones la humanidad ha podido conocer lugares recónditos que de otra forma hubiera sido imposible. Uno no puede pensar en El cuarteto de Alejandría sin imaginarse ese mundo, o en Las mil y una noches, parte de la construcción del mundo árabe, las azoteas, los minaretes, una serie de espacios laberínticos. En Proust, entre todos esos recuerdos del pasado, de lo perdido en el tiempo, está siempre una narración de lo cotidiano donde aparece el comedor, la cocina, el ambiente doméstico, el ambiente familiar. Otros narradores han escrito sobre la arquitectura, sobre los espacios arquitectónicos o sobre las ciudades, como Italo Calvino con Las ciudades invisibles, o Paul Valéry con Eupalinos o el arquitecto, donde hace una oda de la arquitectura, una elegía sobre las virtudes de la construcción, del paso del tiempo, de la memoria material. Simplemente la construcción o la idealización de mundos, Comala de Juan Rulfo o Macondo de García Márquez, siempre hay una referencia física, urbana, de la villa, del pueblo, de la arquitectura. No hay literato que no se refiera siempre a un espacio físico, arquitectónico; no me puedo imaginar Nueva York sin Paul Auster, su gran escenario; o a Cortázar y Rayuela con la Maga y Horacio perdiéndose por París. No podemos dejar de lado a La región más transparente, de Carlos Fuentes, y hay muchos otros como Gonzalo Celorio o Vicente Quirarte que se vinculan entre la crónica y la narración urbana. Yo veo un vínculo indisoluble entre la literatura y la arquitectura y quizá quienes mejor han descrito los espacios arquitectónicos no hemos sido los arquitectos —nos corresponde diseñarlos y construirlos— sino los escritores. Hay una reflexión preciosa de Octavio Paz que dice que al recorrer todo el patrimonio arquitectónico de México, fatigó sus piernas mas no su pensamiento. Este tipo de referencias maravillosas subliman lo que la arquitectura y los espacios han hecho a lo largo de la historia de la humanidad”.

Barragán, un Rulfo de la arquitectura
Para ejemplificar las relaciones entre la arquitectura y la literatura, nada como apoyarse en dos de los máximos referentes de uno y otro campo, cuyo reconocimiento ha sobrepasado el ámbito nacional: Luis Barragán y Juan Rulfo, ambos nacidos en Jalisco. “Hay un texto que hice sobre Luis Barragán en donde digo ‘Barragán, un Rulfo de la arquitectura’, por esa capacidad sintética de tocar lo esencial de una cultura, los dos hicieron muy pocas obras, de escala pequeña, pero de una gran dimensión universal porque ambos fueron capaces de crear universos. Sí hay un vínculo enorme entre ellos dos”.

Arquitectos como personajes literarios
Por las vidas que llevaron, hay algunos arquitectos que de no haber existido hubieran encontrado un lugar dentro de las páginas de una novela, como Frank Lloyd Wright, quien no tenía ningún empacho en decir que era el mejor arquitecto del mundo, al tiempo que se fugaba con la esposas de sus clientes. A ese respecto, Felipe Leal propone un par más de grandes personajes: “Otro arquitecto de la calidad de Wright, no tan difundido, fue Louis Kahn, asentado en Filadelfia, extraordinario, uno de los más famosos, realizador de uno de los edificios más bellos de Estados Unidos, el Museo Kimbell, en Dallas Fort Worth. Tuvo una vida azarosa: tenía tres mujeres a la vez, su mujer oficial, de la cual nunca se divorció, una paisajista que trabajaba en su despacho y otra más, aunque se presupone que ellas lo sabían. Un día, regresando de Bangladesh donde hizo el Parlamento (un edificio que le dio identidad a una nación), como su vida era muy incógnita —nunca decía a dónde iba, ninguna de sus mujeres los sabía—, en Penn Station, la central de trenes de la ciudad de Nueva York, entró al baño y ahí le dio un infarto, cayó colapsado en el mingitorio y un policía lo descubrió después. Estuvo tres días en la morgue, nadie lo reclamaba porque como no comunicaba a dónde iba, ninguno de sus familiares sabía dónde estaba. Fue muy dramática la muerte de uno de los grandes arquitectos y pensadores”.

La vida de Ludwig Mies van der Rohe también merecería una novela: “Un hombre que se vestía de blanco y negro, saco negro y pañuelo del lado izquierdo, nunca cambió su estética en ningún momento. También acabó viviendo en Estados Unidos, fue director de la Bauhaus, famosa escuela de arquitectura y diseño alemana, proscrita por Hitler. Mies emigró a Chicago donde forma toda una nueva escuela, hace grande sobras con el mit, edificios de departamentos, emblemáticos, considerados patrimonio cultural de la ciudad de Chicago. Tuvo un gemelo que se quedó en Alemania y aunque no veía muy bien, era un hombre muy preciso en sus trazos. Le gustaba el whiskey con pasión, trabajaba arduamente por las mañanas, y después de las dos de la tarde, cuando el whiskey le hacía efecto, abandonaba toda actividad y permanecía en un estado tranquilo. Al día siguiente continuaba con su trabajo obsesivo. En los tres hay una constante, una obsesión por el vestir: Frank más estrambótico con sus grandes capas, sombreros, se sentía más un actor de cine, mucho más arrogante; en el caso de Kahn, siempre vestía de negro, muy austero, poco comunicativo, y Mies con su propia estética, vestido siempre de la misma manera”.

Bibliotecas de autor
Dentro de la producción arquitectónica de Felipe Leal, la creación de estudios y bibliotecas para un buen grupo de escritores se ha convertido en un sello distintivo de su despacho. “Ha sido de esos maravillosos accidentes de la vida”, dice cuando se le preguntan las razones de tales encargos. “Me ha tocado la fortuna de hacerles no sólo las bibliotecas sino los estudios, donde trabajan creadores de gran prestigio con quienes he establecido relaciones muy cercanas. Quizá los primeros con quienes trabajé fueron Carmen Boullosa y Alejandro Aura, en la calle de Tiepolo, en Mixcoac. Hice la casa pero había que hacer el estudio de Carmen y el de Alejandro; ella necesitaba de más aislamiento y Alejandro, en cambio, como era muy histriónico, podía escuchar que llegó el del gas, el de la basura, el mandado, se iba al mercado, regresaba y continuaba escribiendo. En algún momento Ángeles Mastretta fue a ese estudio y les preguntó quién lo había hecho. Le hice su estudio, y por consecuencia a su marido, Héctor Aguilar Camín. Después diseñé la biblioteca de Alberto Ruy Sánchez, la hice dos veces porque a los pocos años se desbordó por tantos libros. Después apareció Juan Villoro, luego José María Pérez Gay, amante de la literatura alemana. En una de esas visitas, Gabriel García Márquez fue a su casa y le encantó la biblioteca, entonces me habló el Gabo para hacerle la suya, ya que una parte de sus libros estaba en Cuernavaca, pero como ya no se podía desplazar tanto quería concentrarla. Quedó tan satisfecho con el trabajo que después me decía ‘Soy una de tus víctimas, porque me tienes aquí encerrado’.

A la par apareció Alejandro Rossi, que conoció la biblioteca de Pérez Gay y me dijo ‘quiero que la mía sea mejor’, entonces le hice tanto su casa como la biblioteca, incluyendo el estudio de su esposa, la filósofa Olbeth Hansberg. Como Rossi era muy competitivo me preguntaba que cómo iba quedando la del colombiano, con esa ironía”.

¿Cómo diseñar estudios y bibliotecas de autor?
Cada biblioteca o estudio, aunque en esencia parecidos, son diferentes porque Felipe Leal se ha tomado el tiempo por comprender el trabajo de cada uno de sus clientes, sus gustos y aficiones para poder crear algo de acuerdo con su manera de ser y sobre todo con su forma de trabajar. A ese respecto, el arquitecto Leal ofrece su visión: “Hay un trabajo fundamental y eso les ha gustado a mis clientes. Hay la idea de querer imponer acríticamente una noción de un espacio independiente de la persona. En el caso de los artistas hay que entender su mundo. Por ejemplo, García Márquez tenía una Macintosh grande, todo lo hacía en computadora, a sus espaldas tenía todas sus obras por las referencias que buscaba en ellas, y su colección de vallenato. Carlos Fuentes, poco antes de morir, me pidió que le ayudara a organizar su casa. Tenía un escritorio y escribía a mano, y a un lado había un sofá donde se recostaba y luego volvía a escribir.

Antes de diseñar convivo mucho con ellos, hay una dinámica, casi como una terapia para saber más de ellos, conocer sus hábitos, conocer cómo trabajan. Dialogo mucho con ellos y hago una interpretación y a lo largo del proceso hay una participación del cliente. Sorprende mucho cómo trabajan, algunos en escritorios pequeños, o en un rincón. ¿Cómo traduces eso? No puedes imponer un criterio de que todas las bibliotecas son iguales”.

Por Jorge Vázquez Ángeles

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