Cuando se terminen los días

El mundo se nos ha terminado tantas veces que esto que habitamos hoy en día, no es ni de cerca el planeta en el que nacimos. Desde las sequías prolongadas hasta el ataque del AH1N1, el mundo se ha terminado muchas veces. Desde la enigmática fotografía de Sarah Connor en Terminator, el día del Juicio Final (1991), hasta esos chistes de hipertecnología y ciencia ficción de animación por computadora que evidenciamos con Armageddon (1998), no nos hemos cansado de imaginar la explosión final. Más allá de Plutón han existido, sin embargo, otros finales, más intensos, más dolorosos, menos coloridos.

Una memoria ocre y fría, de planos rígidos se ha quedado en mi cerebro con uno de los fines del mundo menos aparatosos y más electrizantes de mi existencia. La película es soviética (lo que le agrega por supuesto un sabor salado y violento) y ello, entre otras cosas, sugiere que fue filmada y estrenada antes del fin de la Guerra Fría; trágicamente el mismo año del accidente de Chernobyl.

El nombre de la película: Cartas de un hombre muerto (1986). Un error en las computadoras ha provocado que los misiles nucleares, que se supone defenderían a la URSS de un ataque similar, exploten. El mundo, ahora lleno de polvo y de oscuridad, frío y con vientos cortantes, está hundido en el post-apocalipsis. Un premio Nobel, quien ha llevado el mundo hasta esos oscuros días, queda varado en algún sótano a espera de ser trasladado a un búnker donde los privilegiados sobrevivirán.

En un orfanato, los niños reclaman a los científicos con los que se han quedado encerrados, el abrupto fin de los tiempos. El científico solitario solamente puede consolarse escribiendo cartas a su hijo, que poco a poco dibujamos como una más de las víctimas de la hecatombe. Erik, el hijo muerto, nunca leerá las cartas; a pesar de cierta esperanza depositada en los huérfanos enviados a un final quizá más piadoso, poco a poco nos damos cuenta que al conocer el contenido de las cartas, tomamos el lugar del hijo fallecido. Es el final también para nosotros.

El fin del mundo también puede ser interno, aislado. Somos lo que hay (2010), de Jorge Michel Grau, es una película apocalíptica no sólo por lo que evidencia, sino por el mundo que traza en silencio, al interior de la casa del vecino. En un México tan contemporáneo como sus crisis, un jefe de familia está seguro que el universo colapsará. Confundida en el mar de información y desigualdad en que se ha convertido el mundo, su mente encuentra una única solución para mantener todo en su sitio: realizar en el momento preciso, y con la periodicidad necesaria, un rito caníbal en el que se ve involucrada su esposa, sus dos hijos varones y su hija adolescente.

En el momento en que el ritual falle el mundo se acabará. Hay por supuesto un aroma a ese otro filme que rozaba un fin del mundo parecido, el de Arturo Ripstein en El castillo de la pureza (1973), donde un hombre mantiene a su familia encerrada para protegerla del pecaminoso mundo más allá de sus paredes.

Sin embargo, en la cinta de Jorge Michel Grau, la presencia del fin del mundo es más evidente, más notoria, no porque veamos los cielos caer sino porque en el momento en que el padre de familia (y en cierto sentido el sacerdote de esta secta) falta, el universo que sus hijos y su esposa conocen se desgaja violentamente. Las preguntas hacia adentro de la casa en cuestión adquieren un sentimiento milenarista y las respuestas que llegan del mundo exterior, lejos de confirmar que el mundo sigue girando, parecen decir que efectivamente el Apocalipsis comenzó hace tanto tiempo que ya nos acostumbramos a él. Poco a poco las piezas en la dislocada cabeza de este hombre encajan y la salida de su castillo se tapa con ellas.

#TBT  Año 3, Núm. 28, Agosto 2011

Por Erick Estrada

MasCultura 02-mar-17