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Editar las decisiones

Editar las decisiones
28 de marzo de 2020
Itzel Mar

El destino como asignación divina es una idea en desuso. A costa del cuerpo y la intensidad, aprendemos que el único sino existente es el trazado por las decisiones. Una decisión es la posibilidad de escoger, incluso cuando no hay opción. Esa es nuestra más grande prerrogativa: la libertad que nos humaniza. Trascendentes, lúbricas, miedosas, proscritas, las decisiones nos definen. Sin embargo, ellas no siempre son guiadas por la lógica. Gran parte de nuestra vida mental es inconsciente.

La historia de las decisiones dicta que —para los filósofos griegos— la razón era vista como la cualidad humana más elevada; gracias a ella se creía que era posible discernir. Esta idea fue el gran principio de la cultura occidental por mucho tiempo. Ya en el siglo xvii, influenciado por los clásicos, el filósofo y matemático René Descartes dicta al mundo su famosa frase: “Pienso, luego existo”. Más tarde vendrían otros filósofos, como el alemán Immanuel Kant, a insistir —por si no hubiera quedado claro— que sólo es posible acceder al conocimiento a partir de la razón y los sentidos.

Ya en el siglo xxi las neurociencias han aportado más información sobre esa caja negra que es el cerebro, para entendernos todavía mejor. Tres zonas cerebrales se activan químicamente ante las emociones y están relacionadas con la función de decidir: la amígdala, el núcleo accumbens y, por supuesto, la corteza prefrontal.

La amígdala se encarga del reconocimiento y la respuesta ante estímulos percibidos como amenazantes o peligrosos. Dispara una acción rápida, casi automática cuando sentimos dolor, miedo u otras sensaciones de alarma.

El núcleo accumbens es un conjunto de neuronas que forma parte de nuestro sistema de placer y recompensa; se encarga de traducir la voluntad en acciones y promover la motivación. Tiene un papel esencial en el aprendizaje, la memoria, el miedo, la agresión, el sexo, la ingestión de comida y la risa.

La corteza prefrontal es la estructura más vinculada con la toma de decisiones, se encuentra en la parte del cerebro más cercana al rostro y tiene gran importancia para explicar la modulación de la conducta, la personalidad y muchas capacidades cognitivas. También coordina la información proveniente de otras estructuras cerebrales.

Así es como la bioquímica afecta la razón, el inconsciente trastorna la bioquímica, etc. Nuestra existencia parece ser, entonces, un cruce permanente de varios caminos en la carretera, señalado por infinitud de flechas que conducen a quién sabe dónde. Sea cual sea el mecanismo utilizado al tomar una decisión, hay que aprender a vivir con las consecuencias. Sí, porque toda decisión impone cicatrices.

Existen historias, vidas enteras definidas por una sola decisión. Ahora, me llega el recuerdo de una obra exquisitamente dolorosa en torno al tema: La decisión de Sophie (Editorial Navona), de William Styron. Sophie es una bella joven polaca que vive con su amante Nathan, un encantador y delirante científico judío obsesionado con el pasado, en una casa de huéspedes del Brooklyn de la posguerra. Ahí conocen a Stingo, un joven aspirante a escritor, quien entablará con ellos una relación de íntima complicidad en medio de la libertad sexual y una falsa algarabía. Stingo se convertirá en el escuchante de los horrores que padeció Sophie en Auschwitz y de la inenarrable decisión que le obligó a tomar un médico nazi. Elección terrible por el acto mismo de elegir. Libro de una enorme fuerza narrativa que desvela los sótanos de la naturaleza humana y, al mismo tiempo, el deseo de insistir en la vida.

La versión cinematográfica, realizada por Alan J. Pakula en 1982, y estelarizada por Meryl Streep, Kevin Kline y Peter MacNicol, obtuvo varios premios y fue muy bien recibida por el público. Por su parte, William Styron (1925-2006) fue uno de los mejores escritores estadounidenses de su generación. Con Las Confesiones de Nat Turner (Editorial Capitan Swing) obtuvo el Premio Pulitzer en 1967. La decisión de Sophie se publicó en 1979 y fue un éxito de ventas a nivel internacional.

Así pues, si al igual que Sophie me contemplo en el espejo, puedo descubrir que ciertas decisiones han dejado surcos en mi rostro. Nunca existe el tiempo suficiente para elegir lo mejor posible. La idea de editar minuciosamente las decisiones sólo es una quimera. +