Una mitología atea
Hilario Peña
Los subgéneros son fachadas con la capacidad de invitar a un público atraído por su estética —las mansiones tétricas y el cielo eternamente nublado en el caso de la literatura gótica; el contraste de sombras y luz en el film noir— y sus elementos superficiales —la fedora del detective, los colmillos del vampiro, el revólver del comisario, el traje del astronauta—.
Si el subgénero es la fachada que cubre la historia, entonces el arquetipo es la estructura que lo sostiene todo. Jung creía que los arquetipos forman parte del inconsciente colectivo que gobierna nuestra existencia. “Los arquetipos están en nosotros, y son eternos”, nos dice Frank Hamel.
Cada mitógrafo reconoce una cantidad diferente de arquetipos pero en lo que estamos todos de acuerdo es en que estos provienen de un arquetipo principal: el monomito. La madre y el padre de todas las historias que nos hemos venido contando los seres humanos desde que somos conscientes de nuestro ser.
La existencia del monomito —término tomado por el mitógrafo Joseph Campbell de la novela de James Joyce Finnegan’s Wake de 1939 (Oxford)— sugiere que, desde los inicios de la humanidad, tan solo hemos narrado una historia.
En el monomito el protagonista abandona su cotidiana mundanidad para ingresar a un mundo fantástico y lleno de desafíos. Una región de prodigios sobrenaturales, donde el héroe se enfrenta con fuerzas fabulosas. El héroe regresa de su aventura siendo un ser más sabio, honorable o valiente, y que servirá de guía moral o espiritual para su pueblo, luego de establecer un estándar de conducta.
La vida de Jesucristo se ajusta a este molde milenario que es puesto de cabeza por H.P. Lovecraft en “El horror de Dunwich” (1929), donde la albina y deforme Lavinia Whateley le da un hijo a la entidad cósmica Yog-Sothoth. El engendro producto de la demoniaca concepción es Wilbur Whateley, un prodigio de lo perverso que a los once meses de edad ya es capaz de conversar con adultos.
No pasa una década cuando el hijo de Lavinia alcanza los dos metros de altura. Los perros en Dunwich lo detestan al punto de atacarlo a la primera oportunidad que se les presenta. La misión de Wilbur es abrir un portal que permitirá la entrada a la Tierra de los seres primigenios que esclavizarán a la humanidad.
Wilbur tiene todo para invocar a Yog-Sothoth, excepto la página 751 de su maltratada copia del Necronomicon —las escrituras sagradas en este cristianismo a la inversa—. Una noche de agosto los pastores alemanes que resguardan la biblioteca Miskatonic atacan a Wilbur, quien intentaba hurtar el grimorio prohibido. La muerte del engendro provoca que su hermano gemelo, quien dependía de Wilbur para alimentarse, salga de la granja para saciar su apetito. Esto es una referencia a la Resurrección de Jesucristo.
El hermano de Wilbur propaga muerte y caos en Dunwich hasta que es detenido por tres eruditos de la Universidad Miskatonic.
Antes de morir, el gemelo pronuncia algo parecido a lo dicho por el nazareno en la cruz (“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”, Salmos 22:1): “¡Socorro, socorro, p… padre, padre, Yog-Sothoth!”
El color que cayó del cielo nos remite al Antiguo Testamento. En este relato publicado por la revista Amazing Stories en 1927 un meteorito se estrella en las tierras del granjero Nahum Gardener. Ese año los Gardener cosechan frutos de gran tamaño y abundantes. A pesar su apetitosa apariencia, peras, manzanas, melones y tomates tienen un sabor amargo, podrido y desagradable. Al parecer, el meteorito contaminó el agua y la tierra del granjero. El asteroide no sólo envenena los cultivos sino también a la vacada, a la caballada e incluso a la esposa y los hijos de Nahum. El granjero le refiere a su amigo Ammi Pierce un lamento que parece extraído del Libro de Job: “La maldición que pesa sobre mí debe ser una especie de castigo pero no me imagino por qué, ya que siempre caminé derecho por los caminos del Señor.”
Ammi Pierce y otros vecinos acuden a la granja de los Gardener pero huyen luego de atestiguar los cadáveres putrefactos de la familia. Ammi Pierce es el único que voltea hacia atrás para ver la siniestra luz que emerge del pozo de agua, lo cual afecta su mente para siempre, en un pasaje que nos recuerda a la destrucción de Sodoma y Gomorra, cuando la esposa de Lot voltea a hacia atrás y queda convertida en sal.
Las parodias que el Príncipe Barroco del Terror hace de las leyendas bíblicas resultan más blasfemas que el mismo Cthulhu. Luego de que Nietzsche anunció la muerte de Dios, autores como Lord Dunsany —con sus dioses de Pegāna— se dieron a la tarea de crear su propia mitología, una mitología atea. A diferencia de la literatura fantástica de C.S. Lewis, la de Robert E. Howard y Clark Ashton Smith parece una gaya ciencia dedicada a celebrar la imaginación secular.
El ateísmo militante del Círculo Lovecraft perduró incluso después de la muerte de su fundador. El primer biógrafo de Howard Philips, el escritor de ciencia ficción L. Sprague de Camp, perteneció al Comité para la Investigación Escéptica (CSI, por sus siglas en inglés); S.T. Joshi, autor de la biografía total Soy Providence (2010), escribió también el libro Defensores de dios: en qué creen y por qué están equivocados (2003). August Derleth —el primer editor en compilar los relatos de Lovecraft en forma de libro— se atrevió a mezclar los mitos de Cthulhu con su maniqueísmo cristiano y recibió el repudio de gran parte de la comunidad lovecraftiana por ello.
Cuando el protagonista de El que acecha en la oscuridad (1936) busca el Templo de la sabiduría estelar, un policía irlandés le informa que los “sacerdotes italianos” le aconsejaron mantenerse alejado de esa iglesia. ¡Lovecraft pone “sacerdotes italianos” con tal de no escribir “católicos”! En El llamado de Cthulhu (1928) hay referencias al vudú de Luisiana y a cultos en China y Groenlandia, pero jamás a las religiones abrahámicas. Este deslindamiento vuelve más verosímil la literatura escrita por el Profeta de la Futilidad.
El problema que tengo con los vampiros no es la idea de que un no-muerto habite eternamente la noche gracias al consumo de sangre humana sino que sus debilidades sean símbolos cristianos como los crucifijos y el agua bendita. El Copérnico del Terror —como le llamó Fritz Leiber— sabía que el lector moderno estaría más dispuesto a creer en el fin de nuestra civilización a manos —o, mejor dicho, a tentáculos— de un pulpo gigante, alado y antropomorfo, que en el Arca de Noé o en la multiplicación de los panes y los peces. +
@hilariopenia