El librero de Santiago Fernández Caleya
05 de abril de 2020
Fabián V. Escalante
El librero de Santiago Fernández de Caleya es un ser dual, un minotauro que muestra las obras publicadas por Turner y los pocos volúmenes que a él le interesa conservar. “A nivel editorial tenemos medio millón de ejemplares distribuidos entre América y Europa, pero a nivel personal no creo que posea más de trescientos o cuatrocientos”, dice con una serenidad casi sorprendente… ¿Por qué razón un editor tiene un librero minimalista? La duda, creo, está mucho más que justificada y, por supuesto, marca el inicio de esta conversación.
—Yo soy un buen lector —afirma Santiago Fernández—, pero me niego a ser un fetichista del libro. Me gustan las historias que se muestran en las páginas y sin enfrentar ningún problema puedo volver a ellas en varias ocasiones. Leo todo lo que puedo y todo lo que me gusta; sin embargo, tengo que confesar que me cuesta mucho trabajo conservar los libros. Lo que más me importa es su circulación, que anden por el mundo y puedan llegar a las manos precisas, que no necesariamente son las mías. Por eso mismo, cada vez que termino uno, solo puedo pensar en quién es la persona adecuada para tenerlo, y se lo regalo en cuanto puedo. Pero esto no es todo: también presto libros sin ánimo de que vuelvan, tengo una mano muy ligera con ellos. Por esta causa, mi librero es sui generis; yo diría que es más una lista de lecturas pendientes que una muestra de lo leído. Si quiero releerlos prefiero volver a comprarlos.
Sea una lista de pendientes o una colección que se guarda y se protege, los libreros de los editores también pueden mirarse como una suerte de radiografía de lo que publican o de cómo guían sus decisiones. En alguna ocasión, Joaquín Díez-Canedo me decía que prefería leer a los clásicos, pues de esta manera podía conservar una mirada serena y capaz de comparar con justicia los manuscritos que revisaba; en el caso de Santiago Fernández de Caleya la situación también tiene sus peculiaridades:
—El género que ocupa un lugar muy menor en mi librero es la poesía; por más que intento e intento leerla hay algo que no me atrapa. Posiblemente esto se debe a que no formó parte de mis lecturas de juventud. Yo me inicié como lector cerca de los siete años con una Biblia ilustrada en tres volúmenes. A partir de ese momento me atraparon las palabras y hasta hoy forman parte de mi vida cotidiana, de mi labor como editor.
En los pocos ejemplares que tengo hay una mezcla casi equitativa: más o menos la mitad son de ficción y la otra son de no ficción; dentro de estos últimos, una buena parte están dedicados a la actualidad política y la historia. Un hecho que sin duda se refleja en los libros publicados por Turner. Como seguro ya lo supones, la gran mayoría son nuevos, porque no me esfuerzo por conservarlos. A pesar de esto, también es cierto que uno u otro pueden escapar de este destino. Las ediciones que guardo de la Eneida, la Odisea y la Ilíada son muy especiales, todas están ilustradas por grandes artistas y, justo por eso, son más libros-objeto que materiales de lectura.
El motivo por el cual conservo estas joyas es justamente porque están publicadas por Turner. Sin embargo, leerlas en este formato no es tan simple, su peso y sus dimensiones pueden derrotarte… creo que es mejor hacerlo en una tablet o en una buena edición de tamaño ‘normal’, que en los grandes volúmenes que ocupan un lugar en este librero. Yo asocio la lectura de distintas maneras: la electrónica está vinculada con el trabajo y la que hago en el papel con el placer. No hace mucho me leí medio libro en el celular por placer; jamás lo había hecho.
Para muchos fetichistas del libro —da igual si son bibliófilos o bibliofílicos— los tomos antiguos tienen un encanto del que no se puede huir. Ellos se transforman en imanes poderosísimos. Tal vez, en algún lugar casi oculto, Santiago Fernández de Caleya guarda algunos de estos ejemplares y los contempla como algo que puede escapar a su mano floja.
—Es verdad que de cuando en cuando, al entrar a una librería de viejo, compro algún ejemplar. Pero su destino es el mismo que tienen los que adquiero en una librería de novedades. No creo que tenga ningún libro del siglo xix o de tiempos anteriores, los únicos ejemplares casi antiguos son de los años veinte o treinta que heredé de mi abuelo y que se publicaron en el siglo pasado.
¿Quién puede dudarlo? En el librero de Santiago Fernández hay una lista de lecturas pendientes, ¿pero qué es lo que lee y relee?
—Ahora mismo —me dice con calma— estoy releyendo El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince. Volver a sus páginas es un asunto muy personal: la muerte de alguien muy cercano me llevó a este reencuentro. En términos de gusto prefiero la literatura rusa, aunque también disfruto la anglosajona, tanto la inglesa como la estadounidense, y algo muy parecido me ocurre con la española. Además, prefiero los clásicos a las novedades, justo como sucede con Cormac McCarthy o con los libros históricos de Benito Pérez Galdós que leí por primera vez cuando era joven.
Por esa razón, cerca de mí, se encuentra una edición de Ana Karenina, de Tolstói. Este es un libro del que aún no puedo desprenderme, tal vez porque no he encontrado el momento de tranquilidad que me permita volver a una obra tan extensa.
Posiblemente, entre los libros que más me han impacto se encuentra Guerra y paz, de Tolstói, y El idiota, de Dostoyevski, sobre el que me reflejo una y otra vez. Uno de mis libros de referencia sería El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; por esta causa, en mi librero de pendientes también están otras de sus creaciones: Corazón de perro y La isla púrpura. También tengo apego por Los Buddenbrook, de Thomas Mann, la Divina comedia y hay otro que constantemente ojeo y leo a fragmentos: Una historia de la lectura, de Alberto Manguel, pues es un libro maravilloso.
A pesar de todas estas filias, mi libro más querido es El maestro y Margarita; me entusiasma releerlo. Cada vez que vuelvo a él descubro algo nuevo, sus elementos reales y toscos, aunados a la búsqueda de la espiritualidad, siempre me ofrecen una lectura distinta.+