AL LADO VIVÍA UNA NIÑA, la infancia no es un juego de niños
La imagen que hemos creado de la niñez tiene más que ver con chicos inocentes tomados de la mano, dando vueltas y vueltas a ritmo de una pieza de Raúl Di Blasio, y no con el campo de batalla que en no pocas ocasiones fue. Al lado vivía una niña, el sorprendente debut novelístico del alemán Stefan Kiesbye, devuelve a la infancia esas dosis de crueldad y abuso, a través de un estilo que Charles Baxter no pudo definir mejor: “lacónico y enfebrecido”.
Moritz, el protagonista de esta novela, pertenece a una banda llamada Los Tejones, integrada por chicos cuyos padres trabajan en una fábrica de dulces en Esge (Alemania). Los Tejones tienen como enemigos naturales a Los Zorros, hijos de los empleados de la fábrica de hule. Uno de los pasatiempos preferidos de estos infantes es tirarse de las bicicletas unos a otros y trazar planes para darle al grupo antagónico su merecido. El otro es irse a un viejo búnker y hablar de las niñas de Esge (no es que haya muchas chicas sobre las cuales platicar, por eso, en algún momento terminan trayendo a cuento a la hermana de Moritz, la sexual Karen, de 14 años).
El mundo que rodea a estos muchachos no es menos perturbador que sus propios códigos de crecimiento. Por ahí ronda el señor Henne, jefe del matadero local, que un día lleva a los chicos a contemplar cómo ejecuta a un becerro con una pistola de pernos. O la señora Frieda, una gorda que se la pasa mendigando café y que protagoniza con el señor Henne desagradables escenas de atracción y repulsión. O los Alders, a quienes los Tejones acostumbran espiar desde el armazón de un columpio, cada que los esposos mantienen relaciones coitales (una noche la pareja se acuesta sin siquiera tocarse; los muchachos no entienden qué sucede hasta que al día siguiente les llegan noticias de que los Alders habían intentado suicidarse).
En el mundo de Moritz todo es sexualmente ambiguo, como si la infancia significara por definición estar más allá de la escala que va de lo sano a lo enfermo. El papá que obliga al hijo a ponerle crema en sus peludas piernas mientras indaga si ya le interesan las niñas (tampoco disimula ciertos gemidos con cada frotamiento: “Deberías buscarte una novia. Una que puedas conservar. Para que seas el primero cuando cojan”). La mamá que inspecciona si el chico se ha lavado correctamente por todos lados a la hora del baño (y le frota el glande mientras le dice: “Te podría dar una infección. Sabes que lo tienes que tocar”). Karen que habla con su hermano sobre las vacaciones que quiere pasar con su nuevo novio (“Si mis papás no me dejan ir, entonces –te lo juro– te voy a desvirgar”). La señora Alders que le dice palabras tiernas al chico mientras le aprieta el rostro contra sus pechos (“Eres tan dulce. Y estás ya tan grande. Tan grande”).
Y por supuesto, está Anna, la niña que atrae a Moritz. Un personaje clave en el desarrollo de la historia, en tanto seduce a Moritz (“¿Has visto alguna vez cómo usa la gente la lengua?”, le dice una tarde), y mantiene de modo simultáneo una relación con Oliver, integrante de los Zorros.
Son todos esos ingredientes, narrados sin juicios morales de por medio y a través de filosas estampas, como Kiesbye logra un relato que es a la vez absorbente y desconcertante. Retrato crudo de una edad definitoria para enterarse del horror del mundo y tener el tiempo justo para ser parte de ese mismo horror. Uno quiere seguir leyendo este libro, aunque tenga la certeza de que sólo aspiramos a ver más y más problemas. Un efecto que, a falta de una mejor palabra, seguimos llamando “seducción”.
Por: Eduardo Huchín
Imagen: Portada de Al lado vivía una niña de Stefan Kiesbye.
Mascultura 20-Abril-12