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El Librero de Juan Villoro

El Librero de Juan Villoro
03 de marzo de 2020
José Luis Trueba Lara

Capuchino mira a su dueño con cierta extrañeza. Un gato como él sabe que absolutamente todo el universo gira a su alrededor; es indudable su felinocentrismo. Posa ante la cámara con cierta paciencia mientras Juan Villoro habla sobre sus libros.

“Yo empecé a reunir volúmenes con mis primeras lecturas. Al principio se los pedía prestados a mis padres, ellos eran buenos lectores aunque no siempre tenían los que me interesaban. En muchas ocasiones no se los devolvía, eran de literatura y ellos no deseaban atesorarlos. Sus bibliotecas estaban marcadas por otros intereses: la de mi padre por la filosofía y la de mi madre por el psicoanálisis; sin embargo, para mi fortuna, ella también había cursado la carrera de letras.

”Ya después, a medida que los fui comprando, empecé a crear una biblioteca que se ajustaba a mis intereses. Sin embargo, no he tenido una vocación de bibliófilo. Nunca he tenido esa capacidad de acumulación de lecturas, pero inevitablemente los he juntando. A mí me gusta mucho esa frase de Rodrigo Fresán: ‘las raíces de un escritor no están en el piso, sino en los muros. Los libros son lo que definen su familia, su genealogía’. En muchas ocasiones esa genealogía está unida con su país; por eso, en mi librero hay muchos libros de literatura mexicana. Evidentemente, en ellos también hay una geografía imaginaria que se nutre de las letras latinoamericanas, rusas, japonesas o alemanas.

”Mis libros más viejos no lo son tanto. Tengo algunos que compré en los años sesenta, y también guardo algunos que mis padres adquirieron en los cuarenta y cincuenta; por esa razón, soy dueño de una de las primeras ediciones de los libros de Rulfo. También tengo una cierta manía por ir a las librerías de viejo a comprar libros no muy antiguos: me interesan los que quise leer cuando era adolescente y no pude por falta de dinero, o los que dejé pasar por falta de tiempo o, simplemente, porque no los conseguí. Así compré muchas novelas de Cesare Pavese, de Miller, de Alberto Moravia o de Heinrich Böll. En el fondo, quizá los compro para recuperar una parte de ese pasado incompleto. En ellos no busco el pasado de la literatura, sino el mío.

”La disposición de mi biblioteca es un poco casual. Quería que la luz estuviera cerca de mi escritorio. El azar del alfabeto sólo marca la cercanía de algunas obras. Lo que no puedo es tener frente a mí algo que sea maravillosamente estético. Los escritores que escriben sin problemas ante el Mediterráneo me parecen envidiables; si yo estoy delante de la belleza no puedo escribir.

”Entre mis libros preferidos no puede faltar uno de Jorge Luis Borges. Volumen entrañable: Obras completas, a las que curiosamente le faltan algunas. En este tomo no están muchas de sus páginas de juventud, pues él las canceló y, después de que se editó el libro, siguió escribiendo. Por asociaciones del alfabeto, muy cerca de las Obras completas está un libro entrañable y muy poco leído. Una pequeña joya: Borges a contraluz, de Estela Canto, la novia de Jorge Luis. A ella le dedicó ni más ni menos que El aleph. La relación entre ellos era como le gustaban a Borges, muy platónica, aunque Estela deseaba algo mucho más físico, mucho más mundano.

”También aquí están las obras periodísticas de García Márquez. Son textos que leo y consulto. El escritor colombiano decía que a él le gustaba leer algunos libros con el desarmador en la mano para sacarles sus secretos como si fueran un mecanismo. Yo he tratado de hacer esto con sus Textos costeños, escritos en su juventud —tenía 16 o 17 años— para periódicos de Cartagena y Barranquilla. Él empezó a escribir notas sobre la vida diaria. A partir de una aparente simpleza fue descubriendo y mostrando el mundo que se revela como el sustrato de Cien años de soledad.

“En mi librero no faltan las obras de Ricardo Piglia, un autor maravilloso al que tuve la fortuna de tratar. Él decía: la historia la escriben los vencedores, pero la narran los vencidos. La diferencia que él señala es clara: el discurso oficial es unívoco, sólo quiere ser entendido de una manera, pero sus narraciones son múltiples, se abren a muchas interpretaciones. Muy cerca de Pilglia, tengo los libros de mi gran maestro y mi gran amigo: Sergio Pitol, su Tríptico de carnaval tiene una condición de talismán.

”El ejemplar de Rayuela me lo regaló un amigo queridísimo, tiene una dedicatoria casi tan larga como uno de sus capítulos. Sus palabras son una suerte de declaración de fe en nuestro futuro. Cuando estábamos en la preparatoria dudábamos entre estudiar medicina o literatura. Él se dedicó a la medicina, yo a la literatura. Dejamos de vernos porque la medicina es muy absorbente. Con el paso del tiempo escribí una novela que le quise regalar: El disparo de argón. Lo busqué y me enteré que había muerto haciendo guardia en la sección de ginecología del Hospital General en el terremoto de 1985. Esta Rayuela es para mí una especie de caja negra que tiene las últimas palabras de un amigo muy querido. Y es lo primero que empaco cuando me he mudado de país. Es un libro fetiche, no necesariamente lo releo, pero siempre lo necesito cerca. Es una prueba de que la lectura y la literatura son formas de la amistad”.

Capuchino apenas reacciona al clic de la grabadora. Con movimientos de pantera se acerca a Juan y juntos se preparan para la fotografía definitiva.+