LA GUERRA DE LOS ROSES: Antes de Angelina y Brad
Judicialmente sencillo de definir, prácticamente complicado de ejecutar, el divorcio en el mundo del cine de los años ochenta era una cuestión de risa: desear la muerte de tu esposa y ayudar a que ocurriera, o intentar que tu marido muriera en un “accidente” en la cocina, no era mal visto. Ahora que los años ochenta encontraron un segundo y hasta un tercer aire, y que las fórmulas de la comedia típicamente americana se han revuelto tanto en búsqueda de un olor ya no tan fresco sino diferente, quizá lo mejor sea volver a las ideas que, si bien no eran completamente novedosas, al menos nos sorprendían por su ejecución menos proclive a exprimirnos el bolsillo, y mayormente pensadas para que pasáramos una tarde alegre.
Antes de que este tipo de comedias se convirtieran en películas de acción, como esas donde el señor y la señora Smith quieren apantallarnos porque sí, por el puro gusto de hacerlo, y antes de que Hollywood se volviera tan diplomático, La guerra de los Roses, trata de un divorcio a la americana —no existían los insípidos acuerdos prenupciales que tanto sabor le quitan a los divorcios, a menos que nos lo cuenten los hermanos Coen)— con todo aquello que uno se imagina de la odiada pareja materializado por un genio malicioso y sanguinario. Sumen la presencia de Michael Douglas y Kathleen Turner (pareja que además ya había jugado en otra cancha, la del romance de aventuras dirigido por Robert Zemeckis), y es cuando vemos que todas las reglas se han quebrantado en nuestro beneficio. Dirigida con esa mano tan característica de Danny DeVito, que transmite a sus comedias cierto aroma a desastre, como las primeras películas realizadas en el entonces pueblo conocido como Hollywood.
La guerra de los Roses no es sólo una buena comedia. Es de esas películas que, utilizando los juguetes que Hollywood ahora mantiene escondidos en el clóset, iba en contra de esa ley no escrita llamada “corrección política”.
Por: Erick Estrada www.cinegarage.com