La mujer que brotó de la tierra

Maries Ayala nació en Ciudad Juárez, Chihuahua. Ha vivido en distintos países europeos, así como en Estados Unidos y Egipto -país en el que pasó cinco años-, actualmente reside en México. Estudió ciencias de la comunicación e inició su actividad literaria escribiendo poesía. Sus colaboraciones han aparecido en diversos periódicos y antologías, incluyendo el Anuario de Poesía del INBA y tiene tres libros publicados Extravíos, poemario; Ferragosto, novela; y El secreto de la casa del Cairo.

La mujer que broto de la tierra

El tiempo y el espacio se confunden constantemente en esta novela: ¿son visiones o realidades las que vive Ana? 2007: Ana Torres entra a una tienda de antigüedades de Nueva York. Mientras curiosea con un astrolabio, se abre un portal entre el tiempo y el espacio: despierta en El Cairo, Egipto, dentro del cuerpo de otra Ana: Ana Mizrachi, año 1950. Maries Ayala, con su particular estilo de narrativa fantástica, consigue, una vez más, que muchas historias confluyan en este maravilloso universo femenino: la de Lydia, la de Lea Mizrachi y la de Yamila. La delgada línea entre sueño y realidad estará siempre presente en esta novela que relata la vida de una familia, la tragedia de una niña musulmana y la capacidad de percepción de la propia protagonista. En La mujer que brotó de la tierra el umbral entre la magia y la realidad se diluye, todo es posible: viajes en el tiempo, la trasmigración de cuerpos, las visiones de otras vidas, la brujería, las pócimas, los pasadizos, los cuarzos con poderes de vaticinio.magia; viajes en el tiempo; trasmigración de cuerpos; otras vidas; brujería; pócimas; vaticinio; novela de fantasía; historia de fantasía; narrativa fantástica; nueva york; el cairo; ana torres; Ana Mizrachi;

A TRAVÉS DEL AGUJERO DE GUSANO

La imagen en el espejo es exacta a la del pasaporte. Tengo el pelo largo, como hace mucho no lo llevaba, y la expresión de alguien muy joven. Me cubro el rostro con las manos, y al descubrirlo, el reflejo no cambia. Hago una mueca y obtengo lo mismo por respuesta. Quiero gritar, pero temo despertar al desconocido que duerme cerca.

En una pequeña mesa descubro las horquillas que me he retirado antes de ir a la cama. ¿Cómo puedo acordarme de ellas? ¿Cómo sé que son mías o habían estado en mi cabeza? Asustada, las arrojo al suelo, segura de que son una alucinación y, al caer, desaparecerán. Pero las horquillas se esparcen, con un sonido metálico, preciso.

Miro a mi alrededor. Todo sigue exactamente igual. La bandeja y la jarra de cerámica adornadas de flores azules, el encaje en las cortinas, la plata labrada en el espejo. ¿Y si fueran reales? ¿Y si no estuviera soñando y éste fuera en realidad un baño de 1950? Pero ¿dónde? ¿Y quién era esta extraña yo que ostentaba otro apellido y otra nacionalidad?

Miro los artículos sobre el tocador; un espejo de mano, una polvera abierta con una gran mota dentro, un cepillo de carey. Hacía días, antes de subir al barco que me había traído hasta aquí, mi madre me peinaba con un cepillo muy similar.

—En la bolsa de tus cosas de baño metí las pastillas para el mareo. Si sientes náuseas durante el viaje te tomas una y te acuestas… No, mejor vas y comes algo. Esos mareos con el estómago vacío son espantosos.

¿Mi madre? ¿A qué madre estaba recordando? La mía, la verdadera, había muerto cuando aún era muy chica. Muy diferente a esa mujer de bata color encendido y un enorme rulo sobre la cabeza que, con acento italiano, me aconsejaba.

—Mamma mia! Ma que bella ragazza sara andata in viaggio! —re­pro­duzco su voz, cuando escucho un sonoro bostezo proveniente de la recámara.

—Ana, ¿dónde estás? Ven, ven a que te vea…

Un escalofrío me recorre de pies a cabeza. Por primera vez interactuaría con un personaje de mi sueño, plenamente consciente de que lo hacía, aunque todavía tuviera la esperanza de que iba a despertar.

Sentada en la cama, Lydia, la hija del Pachá Mizrachi, abre los brazos en señal de bienvenida. La reconozco por las fotos que había visto en su diario, por su pelo, entre castaño y rojizo, que entonces recogía en dos trenzas que le caían por la espalda, por sus mejillas arreboladas y cubiertas de pecas.

Al abrazarla me estremezco. Con su mejilla pegada a la mía siento la temperatura de su cuerpo, el olor de su cabello. ¡Esto no era un sueño! Pero ¿cómo diablos había accedido a ese lugar y qué agujero de gusano me había transportado al tiempo de Lydia y del Pachá?

Con la reclusión, el Pachá se sienta largas horas en la biblioteca sin dirigir la palabra a nadie y Lydia fuma a escondidas más de la cuenta. Con los nervios de la carcomen, decidió convocar a un grupo del sótano a sesiones emergentes que se llevan a cabo todos los días. Mda mas en empieza a caer la noche, sus amigos llegan y se acomodan como combatientes en una trinchera. Sin embargo, tan pronto inicia otro día, la inquietud se calma un poco y pasamos la mayor parte del tiempo en el jardín. Lydia pintando o escribiendo (porque ha empezado el famoso diario, que ella cataloga como “documento histórico”) y yo acabando de leer Madame Bovary.

MasCultura  08-may-17