Hace ya unos cuantos años, 159 para ser exactos, Charles Dickens sorprendió a los lectores de la revista All the Year Round con la publicación de Historia de dos ciudades, un relato singular en el que dos naciones, Francia e Inglaterra, representaban para el autor las caras opuestas de unos tiempos agitados por el cambio inminente. Parte del legado de su obra consiste en esa imagen, un tanto impostada, en la que ambas naciones nos resultan siempre contrapuestas, siempre en pugna.
Pero resulta que uno de sus contemporáneos, el más maldito poeta entre los poetas malditos, Charles Baudelaire, tenía una óptica distinta que no se atenía a las diferencias impuestas por las fronteras. Baudelaire fue una de las voces que dio forma, sin saberlo, a lo que tiempo después se conocería como ‘decadentismo’; una peculiar corriente que se desarrollaría con similares trazos bajo las banderas supuestamente tan disímiles: la de Francia y la de Inglaterra.
Asegurar que el llamado decadentismo es una corriente como tal -es decir, con cánones bien definidos y autores que se aglomeraban tras ellos-, resultaría demasiado fácil, pues más que una propuesta unitaria, el decadentismo revela las condiciones de una época y las inquietudes de una generación desencantada. De hecho, el propio mote les fue impuesto, como señaló Anatole Baju, retomado en el prefacio de El Lector Decadentede Jaime Rosal: “Era un verdadero contrasentido, que nos vino impuesto. Por ello lo adoptamos. Hacía un tiempo que los cronistas parisinos, en particular Félicien Champsaur, motejaban a los escritores de esta nueva escuela como decadentes. Para evitar el mal propósito que esta palabra poco afortunada podía generar en nuestra estima, preferimos tomarla como bandera.”
Así fue como el periódico Le Décadent se convirtió en la trinchera de un grupo variopinto de escritores que buscaban el desarrollo de ‘el arte por el arte’, liberando a la literatura de ese carácter prescriptivo que otras corrientes, como el romanticismo o el acérrimo enemigo de los decadentes, el naturalismo, le habían adosado.
Muchos autores que coincidieron con la visión desencantada de Baudelaire pasaron a la historia como parte de las ‘grandes plumas’ de ambos países y, también, como insignes representantes del arribo de la modernidad: Gautier, Huysmans y Mallarmé, en la veta francesa; Crowley, Wilde y Stenbock, en la británica. Pero no fue así en su momento. Provocadores, eruditos y experimentales, este grupo de autores es hoy reivindicado en El lector decadente, una deliciosa antología preparada por Jaime Rosal y Jacobo Siruela bajo el sello de Atalanta.
Pero no se equivoque el lector si piensa que esta es una antología más sobre alguna corriente literaria, de esas que pretenden generalizar tras conceptos duros a un manojo de estilos. No. El lector decadente es más bien un boleto para viajar en el tiempo y situarnos justo en el fin del siglo XIX, a través de una cuidadosa selección de los textos más representativos de la visión decadentista. Más que una suma académica, un muestrario que se analiza con instrumentos de disección literaria, esta obra es un estuche repleto de sensualidades e invitaciones poco recomendables.
Por si fuera poco, la navegación no se hace a ciegas. Tanto los prefacios de Rosal y Siruela como sus atinados retratos de cada autor elegido, nos permiten salir a respirar un segundo antes de sumergirnos de nueva cuenta en la ola de las sensaciones causadas por el hachís, la sexualidad y los excesos. Acompañan a los relatos aquellas ilustraciones con que se dieron a conocer o que les rindieron homenaje: los trazos de Odilon Redon y Aubrey Beardsley. El ojo del lector reparará en que ya antes los había visto, pero puestos en contexto, adquieren un peso brutal.
Traducciones impecables y fotografías de la época completan los artilugios del estimulante estuche de Atalanta: una cápsula de tiempo que nos invita a desmentir la artificiosa antagonía de dos naciones, a valorar los aportes de un atado de escritores soterrados por la crítica y, sobre todo, a dejarnos atrapar por la voluptuosidad de sus líneas. En palabras de Siruela: “lejos de tratarse de una peculiar rareza retrógrada del pasado –como solía tipificarlo la crítica literaria de casi todo el siglo XX-, el decadentismo es más bien uno de los primeros movimientos artísticos genuinamente modernos, que reflejó en el espejo de la literatura el otro rostro (siempre variopinto) de la modernidad, tal como había empezado a hacer Baudelaire a mediados del siglo XIX.” Una exquisitez de libro, una suculencia ilustrada.