De androides y centenarios

“Todo cuanto se nos ocurre aunque sea de la manera más efímera, existe. Aun cuando no exista quizá en el momento presente, ha existido en algún instante del pasado o existirá en algún momento del futuro”. Yukio Mishima, El sol y el acero

De pequeños nos gusta imaginar cómo será ese tiempo que llamamos futuro, sin saber siquiera que es el instante siguiente, la próxima hora, el día de mañana. Lo imaginamos lejano y promisorio, lleno de avances tecnológicos, y capaz de hacer realidad nuestras fantasías más insólitas. Dada la situación actual, es fácil pensar que dentro de cien años habrá más y mejores máquinas que simplifiquen algunas tareas, que acorten distancias, que aceleren procesos. Sin embargo, una pregunta que siempre ha rondado a los escritores de ciencia ficción es qué es aquello que no cambia dentro de nosotros, lo único —si es que lo hay— que nos hace ser humanos y nos distingue de los androides o de otras criaturas que alcancen un nivel de comportamiento similar o superior al nuestro.

En Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift, a manera de utopía, crea el país de los Houyhnhnms, caballos que siguen un estilo de vida sabio, vegetariano, racional y justo, y que gobiernan a los Yahoo, una especie de hombres con vicios como la avaricia, la violencia, el egoísmo y la mentira. En esta fábula, Swift plantea si existe algo como la naturaleza humana, y si ésta puede implicar la racionalidad, respondiendo en una carta a Alexander Pope que más que animale rationale somos rationis capax, es decir, que podemos tomar decisiones basadas en la razón, aunque no siempre lo hagamos.

Para Isaac Asimov, en El hombre bicentenario, no era esta facultad o la acumulación de conocimiento y cifras lo que definía a un humano, quien podía en ese sentido ser semejante a un robot, sino su deseo de sentir, de expresarse, de vivir. Ray Bradbury en Farenheit 451 realza esta capacidad de soñar como una característica humana. Mantener encendida la luz, “llenar los ojos de asombro” ante lo que sucede en el mundo y no limitarse a acatar lo establecido

Philip K. Dick, en su novela Sueñan los androides con ovejas eléctricas, que inspirara la película Blade Runner, describe un escenario donde la guerra nuclear ha llevado a la extinción a casi todas las especies animales. Los supervivientes no son un símbolo de riqueza, sino que simbolizan que quien cuida de ellos está dotado de empatía. En el ejercicio de distinguir a un androide de un humano los sospechosos son sometidos a una prueba que consiste, entre otras cosas, en mostrar respuestas emocionales en relación con el gozo, el sufrimiento y la presencia de los animales.

En El planeta de los simios, Pierre Boulle destaca una visión pesimista del género humano, y se deja ver lo que hoy sería un claro ejemplo de especismo: la discriminación en función de la especie, invertida en este caso a favor de los simios, quienes someten a lo humanos por considerarlos salvajes, inferiores, autodestructivos y peligrosos para la supervivencia en general. En esas circunstancias, ¿qué es entonces lo que nos separa de otras formas de vida, sean naturales o artificiales? ¿Cuál es la característica exclusivamente humana que no está presente en otras especies y a la que hemos otorgado tanto valor, en ocasiones arbitrariamente?

Plantearse cómo será la vida dentro de cien años nos lleva a descubrir cómo imaginaron el futuro algunos escritores, cómo lo hemos imaginado nosotros mismos, y lo relevante ahora no es responder cómo será el escenario, sino cómo serán los actores.

Seremos capaces de almacenar cada vez más datos, acceder a más lugares, ampliar el conocimiento y el manejo de la información, viajar más rápido, envejecer más lento. Sin embargo, si no conservamos la capacidad de asombro, de soñar, de perseguir un anhelo, seremos máquinas precisas pero poco empáticas. Lo relevante, creo yo, no es descubrir lo que nos hace únicos, sino lo que tenemos en común con el resto, ponernos en su lugar y desde ahí elegir qué clase de futuro comenzaremos a escribir para los siguientes cien años. Los centenarios no son sólo para conmemorarse, sino para proyectar cómo queremos vivir: podemos dejar paisajes apocalípticos o conservar los pocos paraísos que quedan aún.

La escritura ayuda a visionar y replantear aquello que no queremos perpetuar, inspirándonos a construir lo que está en nuestras manos.

@leonoraesquivel

www.AnimaNaturalis.org

MasCultura 15-mayo-17