Juan Ramón Jiménez: el poeta ambientalista

El escritor J. M. Coetzee escribió un ensayo sobre Platero y yo, el libro emblemático de Juan Ramón Jiménez, en el que encuentra en el autor malagueño a un raro exponente literario con preocupaciones ecologistas en un siglo xx que poco tiempo y espacio dejó a sus autores para observar a los animales, absorto como estuvo en la catástrofe humana.

Dice el premio nobel sudafricano: “Es la mirada mutua, entre los ojos de este hombre —un hombre del que los gitanillos se burlan como loco, y que prefiere escribir sobre Platero y yo antes que sobre Yo y Platero— y los ojos de ‘su’ burro (aunque jamás piensa en Platero como en un artículo de su propiedad), lo que establece el profundo vínculo entre ellos”.

Ya en las dos últimas décadas del siglo pasado Platero y yo pasó a formar parte de los libros “infantiles” ampliamente prescritos en las escuelas primarias (junto con El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, por ejemplo), aunque sus autores no los concibieran para la educación moral o emocional de la infancia. Así, la conversión de Juan Ramón Jiménez (Premio Nobel 1956) en autor infantil, es una de las razones por las que el poeta no es leído el día de hoy como un autor “serio” dentro de la literatura hispanoamericana. Otra razón podría ser lo poco atrevida y actual que nos resulta su poesía comparada con obras como la de César Vallejo, por mencionar a un autor hispanoamericano contemporáneo del español.

Sin embargo, en su momento, Juan Ramón Jiménez (Moguer, 1881-Puerto Rico, 1958) fue un autor importante en la renovación de la poesía española de principios del siglo xx. Dice el autor: “Hacia 1896 (tenía yo quince años) el estado de la poesía española, escrita, era verdaderamente triste. El estilo burgués más mediocre la había sustituido con una escritura gris y estéril. Privaban algunos literatos con reputación de grandes poetas; los más aplaudidos eran don Gaspar Nuño de Arce, don Ramón de Campoamor y don Emilio Ferrari. Estos literatos habían aplastado ante el público general a Gustavo Adolfo Bécquer…”.

Éste era el estado de la poesía en la Península Ibérica hasta la llegada de Rubén Darío a España, enviado como corresponsal del diario argentino La Nación y en quien los jóvenes poetas de su generación encuentran a un maestro. Así, el joven autor moguereño se reconoce como un poeta modernista apenas iniciada su trayectoria literaria. Justamente por moderna, la poesía de Juan Ramón Jiménez tenía la voz poética afincada en la experiencia y la emoción personal. Y, por expresión del autor, una tesitura melancólica que embriagaba cada uno de sus poemas. En sus ensayos, al reflexionar sobre poesía, Jiménez sostiene que ésta es universal por ser eterna; si seguimos esta idea, en lo eterno —el “instante” al que se han referido poetas más contemporáneos— estarán, al mismo tiempo, la alegría y la pena:

Amo el paisaje verde, por el lado del río. El sol, por la fronda, ilusiona el poniente; y, sobre flores de oro, el pensamiento mío, crepúsculo del alma, se va con la corriente. ¿Al mar? ¿Al cielo? ¿Al mundo?… Qué se yo… Las estrellas suelen bajar al agua, traídas por la brisa… Medita el ruiseñor… Las penas son más bellas y sobre la tristeza florece la sonrisa.

Esta melancolía que abruma con una amplia paleta de colores al poeta no es la temible bilis negra que estuvo a punto de cobrar la vida de William Styron y que ahora responde al nombre de depresión y que hunde a quien la padece en una desesperación única. A diferencia de ella, el temperamento saturnino de Juan Ramón Jiménez es una poderosa sensibilidad que registra el asombro de la experiencia y las alegrías breves pero intensas. Las emociones quedan impresas en el poema a través de la memoria y suelen ser ecos de un pasado que se filtra a un paisaje más mórbido y crepuscular, más saturnino en cuanto que el alma del poeta se asoma desde allí a la crueldad del tiempo, que lo conduce a un noche no primordial sino pedestre, muy flaca quizá para los proyectos del arte y la literatura.

Juan Ramón Jiménez percibe esta desnudez existencial a la que regresa el poeta (cargado, eso sí, con las riquezas que sus ojos y sus oídos han recogido por sus paseos a lo largo del día) y que, sin embargo, se disolverán en esta noche escueta, la noche común en que terminan todos los días.

En estas horas vagas que acercan a la noche, mi corazón se ahoga y sube hasta mis ojos… de la oración, despierta Venus, pasa el coche de las siete, hace frío… Y allá en los cielos rojos, el mirador, el campanario, la palmera, me traen historias viejas, que están ya sin sentido como si por la bruma de la tarde, yo fuera paseando entre jardines, cual un niño dormido… y el coche va hacia el tren, y el tren solloza y lleva hacia el mundo… ¡Hacia el mundo, si todavía existe! Y yo sueño, volviendo con una patria nueva, viajero de mis lágrimas, solo, exaltado y triste.

Advierte Coetzee que en Platero y yo, Juan Ramón Jiménez no traiciona a “su” burrito humanizándolo, que lo personaliza sin atribuirle características humanas. De esta manera Juan Ramón Jiménez se aleja de la “fábula”, entendida, en la pobreza significativa que hoy le damos, como una historia con fines morales preceptivos —fábulas sí son (sin menoscabo de su valor literario) los Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga, donde las abejas, las mantarrayas, los pelícanos y las tortugas sienten y piensan como personas, y a los que les va como se supone que a las personas en el mundo les iría si las historias con fábula no fueran fabulosas—.

Muy al contrario, en Platero y yo el burro es observado en sus alegrías animales, en sus temores animales y, al final, entregado a una muerte animal, es decir, aparentemente gratuita. Este ejercicio de empatía y de curiosidad imaginativa por los otros seres —los pequeños seres que “nos rodean”—, es llevado a otro punto en Elegías andaluzas. Aquí el autor sí “humaniza” a las flores que ven andar bajo sus pétalos al poeta. Sin embargo esta humanización no es moral, ni siquiera es una humanización completa; las flores sólo cumplen una función de peculiar focalización entre el poeta y la voz poética: nos hablan de la silueta o el tacto de un hombre (de común melancólico) que se dedica a pasear:

Las violetas Pasaba entre nosotras dejando sus ojos negros que no veían, mirando a sus alas en nuestra amoratada y fresca melancolía y nosotros nos poníamos codo en la tierra y la barba en la mano como esos ángeles de Rafael para que descansara, plácido. Su barba, negra y dorada, le daba aire de nazareno lírico…

Llama la atención que para escribir con más cercanía de la fauna y la flora, Juan Ramón Jiménez opte por la “poesía en prosa”, término siempre vago —cada vez menos claro dada la multiplicidad de formas en las que escribimos poesía actualmente— con que describimos (o describíamos) los poemas que han dejado el ritmo (el canto) en un segundo término y que se ajustan más a la sintaxis y la redacción prosaica. Pero ni Platero y yo son cuentos ni las Elegías andaluzas son minificciones. Se trata de poemas (se vuelcan en la enunciación de un instante; son “eternos”) que un poeta hábil en el empleo de las formas líricas tradicionales prefirió componer en forma de viñetas. Digo que “prefirió” porque, mirándolos más de cerca, los temas y la mirada del poeta encuentran necesario este formato: aunque dedicados a un instante, se demoran es sus alrededores —frecuentemente, el poeta del que recibimos un atisbo en estos textos camina, da un paseo—, y así, de un paisaje no sólo tenemos su luz sino pensamientos (muchas veces peregrinos), un “extravío” del que viene el poeta hacia el poema:

A él le gustaba pasar por la calle de las flores, de los Marineros, decía él, sin molestarnos en nada; por la tarde, cuando el sol llenaba su anchura, abierta al ocaso ampliamente, dando en las dos aceras y hacía una fiesta, como en un gran espejo en las puertas amarillas, en los balcones de cristales, de la última casa del fondo, que cerraba la calle, fundiendo dos ocasos, el verdadero, alegre en sus tristeza, y el falso, triste en su alegría.

El poeta moguereño estaba consciente de que la fineza emocional —uno de los afluentes de su empatía por los animales y las flores— era vista en su época como una falta de masculinidad. Reflexionaba al respecto: “No, la poesía no debilita. No se es débil por ser fino, sino por ser exterior; no por sentimiento profundo sino por postizo ingenio. Hombre y mujer son igualmente fuertes, y si por ‘afeminado’, esa palabra tan pobre, tan despectiva para la mujer, se quiere decir débil, ‘afeminados’ pueden ser el hombre y la mujer”.

Así, este autor (poco leído fuera de Platero y yo) se adelantó a su época escribiendo una poesía profundamente empática hacia la naturaleza y la vida que la puebla. En una extensión de su amor por el paisaje, Juan Ramón Jiménez se fija en los animales y las plantas “del hombre” —que conviven con él en sus pueblos y en sus calles en aparente mansedumbre—; de ello resulta que sus poemas nos trasladen a paisajes amplios y complejos, no exentos de la tragedia pero plenos de alegría y sabiduría, y en estos parajes literarios ecológicos Juan Ramón Jiménez se revela como un gran poeta inspirado por la emoción de los seres naturales, o, por así decirlo, dueño de una fina sensibilidad ambientalista.

Por Claudina Domingo

Juan Ramón Jiménez y sus libros en gandhi.com.mx

MasCultura 27-jun-16