Lo que cuentan la tinta y la piel
Conocí a Rubén en la secundaria. Era un niño tranquilo, modoso, de los que nunca se metían con nadie, ni siquiera con los que intentaban ser amables con él; quizá por eso no tuvo tantos amigos. Se le veía sólo a la hora del recreo, hablando de vez en cuando y por breves momentos con alguien más. El taller de artes plásticas era la clase que más le gustaba: Rubén era un dibujante nato. En algunas de las clases lo vi haciendo dibujos que me parecían de complicadísimos trazos y aún hoy me lo siguen pareciendo. Mientras algunos de nuestros compañeros rayaban en las paredes, Rubén dibujaba sobre su piel.
No fueron pocas las veces que vi cómo la mamá de Rubén lo regañaba por llevar las manos llenas de criaturas, siluetas o grecas: “Pareces presidiario”, le gruñía. Hacia las últimas semanas del tercer grado llegó con un tatuaje en la parte superior del hombro izquierdo. Su usual ropa de manga larga, incluyendo los uniformes escolares que a todos nos hacía parecer un solo cuerpo amorfo, le cubría la cicatriz que marcaba, cuando se le ocurría destaparse, su propia diferencia. Un viernes por la mañana, mientras tomábamos distancia por tiempos, uno: como soldados —el color del uniforme no ayudaba demasiado—, dos: a Rubén se le ocurrió quitarse la chamarra verde; uno: vestíamos manga corta para la clase de “el Chispa”, el cómico profesor de educación física; dos: pero antes de romper filas, alguno de los vigilantes del orden escolar notó algo en su brazo; uno: se acercó y alzó su manga; dos: lo tomó del brazo; tres: lo llevó a la dirección.
Un cubículo de la esquina inferior del edificio más alto de la Escuela Secundaria 272 bien pudo ser un símil, aunque evidentemente menos dramático, a El apando (Era), novela de José Revueltas: era el lugar donde te tomaban reporte, donde se castigaba, donde se buscaba disciplinar a los niños revoltosos. Ahí se llegaba por diversos motivos; los más comunes, peleas entre alumnos. Rubén fue reprendido, sobre todo por sus padres, pero así lo suspendieran un mes o lo expulsaran, nada le quitaría el tatuaje, el primero de varios.
En la actualidad es menos escandaloso —por fortuna— portar un tatuaje o tener alguna modificación corporal, perforaciones, implantes subdérmicos o escarificaciones. Dado que esta cultura de transformación está fuertemente teñida de aspectos negativos, se manejan dobles discursos de aceptación, donde ideas de carga semántica tanto adversas como positivas pasan y se imponen sobre la piel, sobre nuestros cuerpos.
Viridiana es una chica de contaduría con la que un día me encontré en la biblioteca. Hablamos sobre cómo hay filtros laborales que no siempre se fijan en las aptitudes reales de las personas, sino en la utilidad del trabajador, la impresión que éste pueda causar y cómo eso afecta la imagen del contratista y su negocio. La retórica corporal, a la hora de presentarnos, va ligada con la impresión que damos a los entrevistadores y en muchas ocasiones un tatuaje no siempre es bien visto.
Michel Foucault en Vigilar y castigar (Siglo XXI) nos habla de cómo el cuerpo es más que sólo carne; a la hora de indicar cómo vestir, cómo comportarse, qué hacer y cómo hacerlo. “[…] en toda sociedad, el cuerpo queda atrapado en el interior de poderes muy ceñidos que le imponen coacciones, interdicciones u obligaciones”.
¿Por qué hizo eso Rubén? Fueron pocos los compañeros que lo reprobaron, más bien lo vimos como un rasgo atrevido que nos seducía: su cuerpo era suyo y de nadie más. La escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, escribe en Todos deberíamos ser feministas (Penguin Random House): “Si hacemos la misma cosa una y otra vez, acaba siendo normal. Si vemos la misma cosa una y otra vez, acaba siendo normal.” Funciona de igual forma cuando escuchamos lo mismo todos los días: uno normaliza el estado de cosas donde vive, la violencia, los prejuicios, el machismo, pero llega un momento de urgencia para hacer conciencia y romper con ello.
Decidir hacer o no hacer algo con nuestros cuerpos es una forma de hilvanar un discurso que haga frente al statu quo. Quizá Rubén no lo vio así aquella vez, quizá él lo hizo por mero gusto como muchos otros, como Ozzy cuando narra en I am Ozzy. Confieso que he bebido, su libro de memorias, que se tatuó por querer parecer músico como Lennon y McCartney.
Perdimos contacto, seguramente ya casi nadie de mi generación recuerda a Rubén. Quizá aparezca dentro de muchos tatuajes después y como buen trazo, se quede permanentemente.
Por Rolando Ramiro Vázquez Mendoza
MasCultura 29-jun-16