¡Leidi y Gentleman!

Tuve una compañera en la primaria que se llamaba Leidi. Ella era pobre y yo la envidiaba. También era lista mas no bonita, y cuando se es niño los atributos de los demás son distintos a los que de grande uno logra apreciar.

Leidi sobresalía, pues, entre la homogeneidad escolar del cuarto B —en las escuelas de la ciudad de México los grados comprenden varios grupos porque somos tantos, entonces cada uno se identifica con las letras del abecedario—, ella destacaba, no tanto por sus apariciones en el cuadro de honor, sino porque tenía un nombre que nadie jamás había escuchado antes. Ni siquiera recuerdo sus apellidos, y eso que, diario, al pasar lista los profesores era lo único que mentaban. Les asombraba encontrarse una Leidi entre puros Antonios, Susanas y Lupes, así que preferían omitirlo, no fueran a pronunciarlo mal.

Siempre fui a escuelas públicas y en ninguna conocí a alguien más con un nombre así. No fue sino hasta la preparatoria, cuando de veras aprendí inglés —tenía clase de idiomas desde la secundaria, pero la profesora nos enseñaba esoterismo en vez de inglés—, que pude relacionar el sonido del nombre de aquella compañera con el de una palabra en un idioma distinto al español. Leidi era una adaptación mexicana del inglés “Lady”, que significaba “dama”. Después hice reportes de lectura sobre obras clásicas, en cuyas páginas descubrí que las damas además eran mujeres cultas, pertenecientes a la alta sociedad y tenían buenos modales. Algo más: existía una palabra para designar el masculino: “Gentleman”. Nunca tuve un compañero en clase llamado así: Caballero, en inglés.

Luego estudié periodismo y aprendí una nueva connotación para ambos términos. En la clase de Géneros Periodísticos revisamos por equipos la nota informativa de un hombre rico que había agredido y golpeado a un empleado del valet parking, donde vivía, una zona exclusiva de la ciudad. Lo llamaban: “Gentleman de Las Lomas”. Me extrañó. Ese hombre no tenía las cualidades de un Dorian Gray, quien hasta para matar era educado. Cuando el profesor me pidió mi participación lo único que pude compartir fue precisamente eso, mi desacuerdo a que se le llamara de tal modo, pero nadie hizo caso porque lo importante era aplicar la pirámide invertida —qué, cómo, cuándo, dónde y por qué— a la nota y se acabó. Eso ocurrió en 2011 y las notas de este tipo tapizan hoy en día los periódicos, pero yo sigo sin acostumbrarme. Las damas y los caballeros siempre serán para mí como estos:

Buscan placer
Cuando el joven Dorian —bello adolescente cautivado por la idea de la belleza perpetua— ofrece la posibilidad a lord Henry —aristócrata cínico y provocador convencido de que la belleza termina donde empieza la expresión intelectual— de haber matado a Basil —pintor apasionado por su arte, el caballero contesta: “Le diría, querido, que adopta usted una actitud que no le sienta. Todo crimen es vulgar. No está en usted, Dorian, cometer un asesinato. El crimen pertenece exclusivamente a la clase baja”. Para los nobles de El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, el crimen es una práctica de pobres. Lo que para ellos, los ricos, es el arte: un método para procurarse sensaciones extraordinarias.

Son discretos
El baronet Clifford Chatterley demostró en El amante de Lady Chatterley que las damas y los caballeros guardan silencio ante las malas noticias. Inválido de guerra, sobrelleva en calma su paraplejia al lado de su esposa, Constance, pero sobre todo con los cuidados de la señora Bolton, quien al paso de los años ha descubierto que “Clifford era igual que todos los demás […] un niño de extraño temperamento, excelentes modales, con poder en sus manos y con todo género de extraños conocimientos”. Si no basta, recuérdese su reacción cuando recibe la carta que cambiará su vida para siempre:
“—¡Sir Clifford! ¿Qué le pasa? No contestó. […] —¿Le duele algo? Haga un esfuerzo y dígame qué le duele. ¡Hable!”.

Son reservados
“En mi más temprana edad, alguna vez mi padre me dio un consejo que desde entonces hago dar vueltas en mi mente. —‘Cuando sientas deseos de criticar a alguien —me dijo—, recuerda tan sólo que no todos en el mundo tuvieron las ventajas que has tenido tú’”, así comienza el narrador de El gran Gatsby, de Fitzgerald, quien además de haber escrito, en mi opinión, uno de los mejores inicios de novela en la literatura occidental crea un narrador encantador y misterioso por partes iguales. Nick Carraway se presenta a sí mismo como un personaje sencillo, simpático y sin pretensiones, al que todos le confían sus secretos, incluso el propio Jay Gatsby, protagonista de la historia. Él sólo se reserva su opinión.

Se aburren
El gesto femenino de colocar los guantes sobre las copas de vino para indicar que no se tiene la intención de beber durante un festín lo aprendí de Madame Bovary, una novela sobre el tedio y sus consecuencias. Emma, dotada de inquietudes intelectuales efervescentes se casa con Charles, el médico del pueblo, de quien pronto se desenamora porque sus expectativas emocionales son distintas a las de él. Pronto la mujer busca saciar la insatisfacción con remedios provenientes del exterior, pero la realidad a la que se enfrenta la desilusiona de igual modo. Lo tenía todo, pero estaba aburrida.

Leidi no era rica pero sí educada. Tampoco he sabido nada más de ella, pero estoy segura de que en estos tiempos de la nueva “nobleza mexicana” ostenta su nombre con razón y suficiencia, no como otros.

Por Diana Gutiérrez

MasCultura 11-oct-16