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1984: Misterio y evidencia de su actualidad

1984: Misterio y evidencia de su actualidad
7 de diciembre de 2019

Alberto Ruy Sánchez


No es que Orwell haya visto de manera anticipada la capacidad de los nuevos medios electrónicos para vigilarnos, por ejemplo, sino que aquello que George Orwell vivió en su tiempo, y de lo que nos da testimonio, no como pasado ni como su presente, sino como futuro posible, es algo esencial a la naturaleza humana.

No es intemporal, sino de todos los tiempos, porque seguimos vivos los mismos humanos con las mismas patologías sociales. No es un asunto exclusivamente de tecnología para la vigilancia. Los descubrimientos tecnológicos de hoy y los de mañana, que aún no imaginamos con detalle, servirán de la misma manera para lo esencial que se explora en 1984 (Lumen): la enorme capacidad humana de someter unos a otros y de ser sometidos en nombre de ideales supuestamente superiores.

Orwell fue militante de izquierda, pero vivió ese momento histórico en el que la izquierda en el poder, aunque se siga diciendo de izquierda, es de derecha porque es totalitaria, dictatorial, opresiva. Vivió también en carne propia rodeado de absolutos creyentes en el dictador como un líder al que tienen que obedecer de manera iluminada, al que tienen que defender de manera implacable, al que no pueden criticar porque se convertirían en supuestos conservadores y adversarios condenables, perseguidos por los otros creyentes.
Parte fundamental de la enorme fuerza de la novela de Orwell es que, a diferencia de otras novelas distópicas (que muestran cómo las utopías sociales se convierten en lo contrario de lo que dicen ser), ésta analiza no sólo la violencia estatal, la violencia del poder, sino la manera terrible —porque siempre es actual— en la que los regímenes autoritarios se reproducen dentro del alma de las personas, convirtiendo a cada esclavo en un torturador, a cada vecino en un delator, a cada intelectual en un ideólogo del régimen de supuesto cambio, a cada servidor público en un creyente sinceramente convencido y cruelmente repetidor del ejercicio del poder implacable del autócrata. Y esta interiorización del germen autocrático en las personas comunes y corrientes no tiene fecha. Ni de caducidad ni de vigencia. Se reactiva periódicamente en la historia de la humanidad en cuanto las utopías se encienden en el fervor público.

Por eso la novela de Orwell es actual para describir tanto a los creyentes de que Trump Make America Great Again, y que eso justifica meter a niños inmigrantes en campos de concentración, como a los creyentes en las bondades caudillescas de Putin para recuperar el protagonismo ruso en el mundo, como a los creyentes en que se justifica cortar los recursos de la salud hasta provocar la muerte de indefensos y moldear ideológicamente a la cultura y a la ciencia, suprimir la ayuda a las mujeres violentadas o a las guarderías para apoyar a las mujeres que trabajan, en nombre de una utopía incomprobable. La fuerza de Orwell es que su descripción de la maldad humana en nombre de un supuesto bien mayor va más allá de las ideologías declaradas por los autócratas y sus seguidores.

Los discursos políticos, afirma Orwell, “en su mayoría son la defensa de lo indefendible”. Una de las características de su novela es que analiza el lenguaje justiciero y polarizante de esa distopía mostrándonos con precisión y casos muy concretos, cómo lo que sucede en 1984 con las palabras condenatorias sucede también durante los regímenes autocráticos que necesitan nombrar a sus enemigos, como si fueran enfermedades sociales que el dictador va a erradicar. Sucedió con el “trotskismo” durante la época estalinista, con los judíos durante el fascismo, con los “asociales” y los “gusanos” durante el castrismo, por ejemplo. Lo importante no es lo que literalmente designa la palabra (una doctrina política o económica, un grupo racial o social), sino la bala en que se convierten las palabras en la boca del poderoso para mandar al paredón de los significados a quienes desde el poder sean señalados y, por lo tanto, tocados de muerte por ellas.
Dice con mucha razón George Orwell que “El lenguaje político ha sido diseñado para hacer que las mentiras suenen verdaderas y el asesinato suene respetable, y para dar una apariencia de solidez a lo que tan sólo es viento.” El análisis político implícito en la novela desborda la simple dimensión sociológica para plasmar una verdadera filosofía del poder.

Mucho antes de que Foucault desarrollara toda su lúcida filosofía sobre la naturaleza del poder, Orwell había plasmado en 1984, sin que le falte un solo detalle, un análisis del poder no menos lúcido y profundo. Foucault parte de un principio de vigilancia en el que los vigilados interiorizan el hecho de ser observados. La reflexión filosófica sobre el poder en 1984 no le pide nada al desarrollo de la filosofía foucaultiana sobre lo mismo. Incluso las asombrosas elucubraciones del filósofo francés sobre las relaciones entre el poder y el saber son exploradas por Orwell en su novela: no sólo funciona un modelo de censura vertical en el “continente totalitario de Oceanía” ideado por Orwell, sino que además funciona un modelo de producción de saber que bajo un signo supuestamente positivo conforma los conocimientos y la mente.

Una de las más sorprendentes reflexiones implícitas en 1984, donde Orwell se revela como un sensible conocedor de lingüística es cuando plantea en su Oceanía la creación progresiva de una neolengua, que elimina palabras y crea neologismos. Con estas “creaciones” va limitando las posibilidades de formular ciertos pensamientos, y a través del tiempo y las generaciones establece una imposibilidad de tener pensamientos disidentes, autónomos, limitantes del poder autoritario. El hombre será ya otro: por eso Orwell había planeado llamar a su novela El último hombre de Europa, ya que 1984 es la historia de una aniquilación, la historia del hundimiento de una conciencia humana aplastada por una lógica implacable.

Desde que Orwell vivió, como miliciano de la guerra de España, la persecución y la matanza de anarquistas y trostkistas por las milicias comunistas de filiación soviética, comprendió la mecánica del pensamiento totalitario en sangre propia: “si no eres mi subordinado incondicional (supuesto aliado) eres mi enemigo y mereces la muerte”. Quedó para siempre curado de creer que esa lógica es verdaderamente humana y progresista.

El totalitarismo es presentado por Orwell como un engranaje ineludible; sin embargo, con las suficientes contradicciones y sutilezas como para hacer de él algo lleno de vida, verosímil, y por eso aún más temible que si se tratara de una caricaturesca aplanadora.

No hay que olvidar que en 1984 hay una enorme carga de vida: es también una historia de amor, o más bien, una historia de la imposibilidad del amor en una sociedad totalitaria. Julia, la amante clandestina de Winston Smith, con su implacable pasión por el sexo y los prohibidos goces del cuerpo en Oceanía, se nos presenta como la encarnación de la astucia que sabe ocultar los más profundos instintos humanos detrás de la conformidad aparente. Los demonios del sexo, del placer y del amor habitan el cuerpo de Julia e impulsivamente manifiestan sus deseos, pero con la astucia de la contención engañosa, de la dosis, de las reglas del juego violadas en la sombra: una verdad “demasiado humana” habitaba el cuerpo de Julia.

George Orwell (pseudónimo de Eric Blair) era un hombre habitado por los demonios de una existencia “mal vivida” en los límites de lo que el cuerpo y la inteligencia son capaces de soportar. Conoció en carne propia la intolerancia de la naturaleza y la más terrible intolerancia de los hombres. Creía en los dones mágicos de la palabra que denuncia, que señala las verdades con dedo de fuego. La palabra que crea ámbitos de autonomía del pensamiento y por lo tanto de la posible acción. Por eso fue periodista político de lucidez asombrosa, cronista de genio y militante “errado”: consciente de la fuerza del poder, más de una vez se alió a los perdedores. Creía también en la fuerza misteriosa de la literatura que, con una voz más sutil y más perdurable que la voz del periodismo, dice lo que sólo de forma sensible puede ser descrito: los claroscuros de la naturaleza humana.

Leer esta novela de Orwell es indispensable para cualquier aspirante a sobrevivir los horrores conformistas y conformadores que aquí y allá nos corroen y además nos acechan.+