Hace unos años me aficioné a la ciencia ficción. La culpa fue de Bradbury y de Asimov. Gracias a las páginas de Fahrenheit 451 (Ediciones Gandhi) y de Yo, robot (Sudamericana), comencé un breve pero intenso trajinar por aquellas novelas a las que en- tonces ignoraba que se les llamaban “distópicas”. Por supuesto, fui a dar también a la narrativa de Orwell, Huxley y Philip K. Dick. Cada vez que terminaba de devorar uno de esos libros me deleitaba imaginarme en sus escenarios. Lo que es más: anhelaba profun- damente que toda esa ficción se convirtiera en realidad cuando fuera un adulto.
El tiempo pasó y muchas de las cosas que leí aún no asoman sus narices en el horizonte. De hecho, muchas de aquellas fantasías fueron suplantadas por otras, provenientes del cine y, también, de la literatura. Llegaron Matrix, Los juegos del hambre (Océano Travesía), nuevos capítulos de Star Wars, Ready Player One (Ediciones B) y una montaña de historias a las que mi hermana –tres lustros más joven que yo– también se aficionó. Una tarde, en el café de sobremesa, me preguntó: “¿Te imaginas si todo eso se vol- viera realidad?”.
Cada género de la ficción tiene su particular encanto, ya sea provocar en nosotros emociones intensas, estimular la imagi- nación o sorprendernos con las famosas vueltas de tuerca. Pero la ficción distópica tiene, además, algo de macabro: despierta en nosotros el deseo de vivir situaciones por demás atroces. Y las hay de todo tipo. Tenemos, por ejemplo, aquellas visiones de futuro en las que el gobierno, casi siempre un Estado totalitario y cínico, controla absolutamente todo, incluso el pensamiento de la gente. En ese renglón se encuentran 1984 (Debolsillo), de George Orwell; Un mundo feliz (Ediciones Gandhi), de Aldous Huxley; Nosotros (Akal), de Yevgueni Za- miatin y, en buena medida, la trilogía de Suzanne Collins comenzada en Los juegos del hambre. Al margen de sus diferencias, tres elementos son comunes: la presencia de un Estado todopoderoso, la supuesta “paz” que sólo se asegura a través de la obediencia y la emergencia de un disidente que no atina a quedarse quieto.
Hay una singularidad más: en muchos casos, además de los comentados, el concepto de justicia ha sido suplantado por el de control. No importa si dicho control es a través de drogas –como el soma de Huxley o la sustancia D de Una mirada a la oscuridad (Gateway) de Philip K. Dick-, de vigilancia –el Gran Hermano- o represión física: en todos los casos la justicia ha desaparecido como pilar de la organización social y se le concibe como un concepto metafísico, una idea anticuada o, de plano, un estorbo.
En otras obras del género, la palabra justicia ni siquiera figura. Esta situación me resulta inquietante, pues el tema de la justicia es uno de los más recurrentes en la agenda moral, política, social y cultural de nuestra época. Basta asomarse a los noticieros y las redes sociales para apreciar que todo el mundo exige justicia en los asuntos más variados o, incluso, comienza a tomarla por propia mano. Basta, también, analizar los guiones de algunas de las series más populares –House of cards, Game of Thrones, Law & Order y todas las policiacas– para darse cuenta de que la obtención e impartición de justicia es una idea que está en el aire, por más ambigua, retorcida, compleja o caótica que pueda parecernos.
Lo singular es que este anhelo de justicia convive y compite con el arribo de más y más ficciones distópicas, además de que los grandes clásicos del género siguen leyéndose con fervor. ¿Hay una contradicción aquí? Lo dudo mucho y es aquí donde el asunto se pone un poco obscuro: ¿por qué deseamos que se haga justicia con la misma intensidad con la que anhelamos un futuro desastroso y lleno de controles? Quizá porque deseamos ser castigados. Nuestra sociedad actual, por más azúcar que le agreguen, no deja de ser amarga y de cargar con una montaña de proble- mas que no sabemos cómo empezar a resolver. Desde el Apocalipsis bíblico –e incluso desde mucho antes– hasta las terribles pruebas de Maze Runner (Vergara y Riba) o las luchas intestinas de Divergente (Océano Travesía), seguimos en busca de ese futuro siniestro, brutal y crudo: la perfecta oportunidad para el famoso “borrón y cuenta nueva” que nos permitiría, ahora sí, construir algo mejor, un mundo más justo.
“A todos les espera el mismo juicio: una muerte prematura. Esto no es más que la justicia sublime, en la que soñaban fantásticamente los humanos de la Edad de Piedra, iluminados por la aurora ingenua y rosada de la Historia: su «Dios», que para vergüenza e ignominia de su santa iglesia, cas- tigaba asesinando.”
Nosotros, Eevgueni Zamiatin
“El progreso de nuestro mundo será la consecución de más dolor. Las antiguas civilizaciones sostenían basarse en el amor o en la justicia. La nuestra se funda en el odio. Tal como ya hemos visto con la palabra libre, las palabras que en su día hubieran tenido un significado herético, a veces se conservaban por conveniencia pero limpias de los significados indeseables. Innombrables palabras como honor, justicia, moralidad, internacionalismo, democracia, ciencia y religión simplemente habían dejado de existir.”
1984, George Orwell
“Es precisa una gran sabiduría para saber cuándo hay que aplicar injusticia, pensó Donna. ¿Cómo es posible que la justicia caiga víctima, aunque sólo sea por una vez, de lo que es justo? ¿Cómo puede suceder esto? Porque este mundo está maldito, se contestó ella misma, y aquí, ahora mismo, tenemos las pruebas. En un momento dado, al nivel más profundo, se averió el mecanismo que rige to- dos los procesos. […] Hace mucho tiempo, miles de años, pensó Donna. Antes de la maldición, antes de que todas las cosas y todos los hombres sufrieran esta transformación. La edad de oro, cuando sabiduría y justicia eran conceptos idénticos.”
Una mirada a la oscuridad, Philip K. Dick
Este texto fue escrito por Fabián Aranda y publicado en Revista Lee+ número 113. Su formato físico está disponible en todas las Librerías Gandhi de Mexico y la versión digital, la pueden disfrutar aquí: