Cuentos inéditos: "Repulsiva felicidad" de Maira Colín

Me ha tocado el último turno. El peor de todos. El sol quema como una fogata que desprende diminutos pedazos de carbón. Me siento mareada, como si tuviera moho en los sesos. Me gradué de la prepa con un promedio mediocre y con todas las medallas de segundo lugar en las competencias de natación del estado. Siempre ha habido esos primeros lugares que me robaron mis medallas del triunfo. No sólo en la natación sino en la vida.

Intenté ingresar a la universidad pero no presenté un buen examen. Mis padres fueron muy claros: estudias o trabajas. Y así fue como terminé de salvavidas en la Chac-Mul, la alberca más grande del Mayan Palace. En mis primeros días aquí uno podía tirarse cómodamente en este lugar y no ser vigilado por nadie. Pero hace un par de años, un gringo se convulsionó dentro de la alberca. Nada ha sido igual desde entonces. Los códigos de seguridad se han vuelto ridículos y la piscina se ha convertido en una guardería para adultos retardados.

Paso sentada cuatro horas al día. No puedo platicar. No puedo ver mi cel. No puedo escuchar música. No puedo distraerme. Sólo tengo permitido ver lo que pasa en esta concentración de agua que no rebasa el metro cincuenta.

Hoy la alberca está a la mitad de su capacidad; del lado izquierdo, rumbo a las cascadas, hay un sujeto que usa un traje de baño rojo que marca el bulto de la entrepierna. Lleva persiguiendo a una chica desde hace media hora. La sigue a lo lejos. Frente a él desfilan unos amigos que han ido a celebrar una despedida de soltero. Los elude con un movimiento sutil, tierno. La chica del bikini negro se aleja; la persigue con la mirada. Ella fluye con la corriente; saca medio cuerpo del agua, recarga los codos en la orilla de la alberca, apoya la cabeza en la mano derecha y contempla las flores amarillas que crecen en las paredes del hotel. Él se mueve con destreza. Al fin logra estar cerca de ella. Un rubor le sube por los cachetes. A punto de hablarle hace un movimiento en falso y se hunde de nuevo en el agua. Deja que la leve inercia de los otros lo aleje de quien podría convertirse en la mujer de su vida. La chica del bikini negro se sacude el pelo y, de un salto, sale de la alberca. Otro perdedor a la lista.

Llega un grupo de ancianas que —sin ningún empacho— muestran el deterioro que los años han hecho sobre sus cuerpos. Armadas siempre con un arsenal de novelas rosas y litros de protector solar, vienen aquí con esa mueca socarrona producto de sus desesperantes costumbres: conducir por debajo del límite de velocidad, arrimados al volante. O el despertar antes de las seis de la mañana a esperar que la vida normal comience. O llamar al municipio para reportar la más mínima de las irregularidades. Todo el tiempo del mundo dispuesto para ésos que ya van de salida de este mundo.

Entre el grupo de abuelas aparece un viejo con el torso de Iggy Pop. Así lo bautizo: Iggy. Los octogenarios lo rodean y lo saludan. Pienso que no es pellejo lo que les cuelga de entre las piernas y las axilas, es un traje especial que sirve para mantenerlos con la temperatura correcta. A Iggy se le nota en las aletas de la nariz que el olor del cloro está lastimando su sistema respiratorio. Pero es macho de más de setenta años, así que no dice nada.

Tras él aparece un viejo panzón que tiene una risa estruendosa y que luce su figura sin ninguna pena. Toma a una de las viejas y la besa en la boca mientras le pone la mano en el culo. No sé hasta cuándo seré capaz de besar de lengua a un chico sin recordar al viejo con la panza hasta el piso.

Pongo la mirada en otro sitio. Los tonos que se reflejan en la superficie son un eclipse de colores: si ves por mucho tiempo esa refracción, lo único que queda en tus ojos es un exceso de luz.

Volteo al frente. Me encuentro con los ojos de Tony, el otro salvavidas que comparte turno conmigo. Tiene la cara llena de cicatrices y una calentura sin límites. Su cuerpo es ridículo: el torso bien definido, las caderas a medio hacer y las piernas flacuchas. En su campo de vista sólo hay senos y nalgas. Una adolescente pasa frente a él. El pecho liso y pálido, los hombros estrechos y cubiertos de un pelo chino que le cae desde la nuca. El recuerdo de estas vacaciones lo lleva cocido en la espalda con esa quemadura roja que se extiende por debajo de su traje de baño. Usa frenos. Ni ella escapa a las miradas de Tony.

Ha bajado la tarde y el sol es menos intenso. A pesar de los gritos de los borrachos puedo escuchar con claridad el ir y venir del agua estancada. El aire puro y la brisa lejana del mar. La flacucha adolescente se tira a la alberca. Una tos se apodera de ella. Pasa todo el tiempo: gente que traga agua de la alberca o que pasa saliva por otro lado. Niñas que quieren llamar la atención del chavo que les gusta o señoras gordas que ya han olvidado qué significa moverse más allá de la cocina.
Pero esto es diferente: la niña manotea y se hunde sin control. Casi puedo ver que su piel se torna azulada. Me paro sobre la plataforma de mi torre; dejo mi silbato sobre el asiento. No hay tiempo que perder, es momento de salvar una vida.

A punto de aventarme al agua, distingo cómo uno de los huéspedes que está junto a ella le quita los tapones de la nariz como quien retira una tira de mocos de un niño que no sabe cómo limpiarse la nariz. La adolescente se calma y comienza a reír. Me quedo como una idiota sin saber qué hacer, así que pongo las manos sobre mi cintura y miro a lo lejos como si tuviera que cuidar de la bahía. Regreso a mi asiento con la certeza de que Tony se burla de mí porque sabe, al igual que yo, que aquí nunca ha pasado ni pasará nada.

Pasan las horas. Al fin está a punto de acabar nuestro turno. Siento que mis nalgas están a punto de fundirse con el asiento. El anuncio del cierre de la alberca. Del silbato de Tony salen pequeñas gotas de baba. Bajo las escaleras con desgano. Entre Tony y yo debemos acordonar la alberca con una cinta que parece un largo caramelo blanco de rayas rojas.

Entro a la bodega para tomar las unifilas. Espero que Tony me ayude pero después de un rato no aparece. Salgo. Lo veo de espaldas en la orilla de la piscina.

—¿Qué haces? —le pregunto.

No me contesta. Escucho el sonido de un chorro de agua golpear con la superficie de la alberca. Me pongo frente a él y desde ahí puedo ver que está orinando.

—¡Qué asco! —le grito mientras termina de orinarse en la alberca.

—Es mi último día aquí, así que me vale madres si tienes algo que decirle al supervisor —me contesta mientras deja caer las últimas gotas.

Camino a toda prisa a la salida.

Papá ya debe estar esperándome, pienso y me repito que pronto comenzarán los cursos de preparación para el examen del siguiente ciclo escolar en la universidad.

Por: Maira Colín (DF, 1978). Escritora. Ha ganado premios nacionales de cuento y el Premio Nacional de Ensayo Político José Revueltas 2015. Ha publicado un par de libros de literatura infantil y de cuento, y colaborado en más de media docena de antologías. Fue becaria del Fondo para la Cultura y las Artes en el género de novela. Actualmente estudia el doctorado en Letras Modernas. Salida de emergencia (La Cifra Editorial) es su primera novela.

MasCultura 18-abr-16