Mictlantecuhtli

Este es el texto ganador del concurso de cuento terrorífico convocado por la editorial SM. ¡Felicidades a la ganadora!

─¿Quieres jugar conmigo? ─me preguntó al pasar frente a mi casa.
¿Que si quería jugar con él? Claro que quería, moría de ganas, pero aun así me hice del rogar.
─¿A qué juegas? ─pregunté poniendo cara de indeciso.
─A que soy arqueólogo: estoy buscando tesoros ─contestó mostrándome una cubetita llena de pequeños tepalcates, una pala y un rastrillo de juguete. La tierra en su rostro, la ropa mugrosa, los enmarañados rizos rubios y el lodo en las botas resultaban más que convincentes. Entré a ver a mamá para pedirle permiso y brinqué del gusto cuando asintió.
─¡No regreses tarde! ─ alcancé a escuchar su dulce voz mientras salía disparado detrás de mi nuevo amigo.

Lo alcancé antes de doblar la esquina. Yo estaba muy entusiasmado: había escuchado las historias acerca de cómo se podían encontrar joyas prehispánicas en todo el pueblo con tan sólo rascar un poco la tierra. ¡Esas historias eran verídicas! Caminamos una cuadra y entramos al atrio del convento de San Gabriel.

─¿Por qué buscas tesoros? ─le pregunté.
─Mi papá es arqueólogo y seré como él cuando sea grande ─dijo.
─¿Aquí están los tesoros? ─pregunté mientras caminábamos por el inmenso atrio.
─No, bobo, aquí no hay tesoros, sólo quiero enseñarte algo ─dijo con su vocecita ronca mientras señalaba las lápidas al fondo, pegadas al muro de la Capilla Real. Debió notar mi nerviosismo porque se rio sonoramente.
─No tengas miedo.

Nos acercamos a las lápidas y nos sentamos en una de ellas. Me enseñó la inscripción, pero el viento y el polvo la habían erosionado de tal manera que era difícil leer el nombre, sólo alcancé a leer los años 1857-1867. Me encogí de hombros.

─Sólo son tumbas de gente vieja ─dije.
─¡No, claro que no! Esta lápida es de un niño, ¿no sabes sumar? Ayer en sueños este niño me dijo dónde está el tesoro del Señor de los Muertos ─apuntó con aires de experto. El Señor de los Muertos, agregó, era el dios de la región de las sombras, adonde van todos los que mueren.

─Hay que hacer un largo viaje para llegar al tesoro del Señor de los Muertos, pero este niño me reveló el atajo, sólo vine a dejarle esto que me pidió ─susurró poniendo sobre la lápida una extraña pieza de barro con una calavera en relieve.

Salimos del atrio y nos dirigimos a la gran pirámide. Era el Día de Muertos, en el zócalo de Cholula vendían papel picado de colores, copal, hojaldras, guayabas, velas, flores. En las aceras, los vistosos pétalos de cempasúchil, cual colas de cometas, mostraban a los seres queridos el camino para regresar a casa…

─Ahí vivo ─me dijo mientras pasábamos frente a una casona colonial con un pesado portón de madera abierto. Alcancé a ver el porche adornado con papel picado, el humo del copal, una vistosa y larga alfombra de pétalos y al fondo, en un patio interior, una impresionante ofrenda.

─Mi mamá es antropóloga ─explicó.
Llegamos a la pirámide e ingresamos al túnel. A medio camino mi amigo se detuvo y me señaló en uno de los muros una entrada con una reja oxidada. “Prohibido el paso”, decía un letrero. Sólo se veía una escalera que bajaba hacia las tinieblas. La boca del túnel despedía un frío penetrante. Temblé.

─Mira, ahí está ese niño ─dijo mi nuevo amigo señalando en la oscuridad a alguien detrás de mí. El miedo me paralizó cuando sentí una gélida presencia que, como exhalación, me rozó la espalda.

─¿Vienes con nosotros? ─preguntó mientras abría la reja y bajaba por el túnel perdiéndose en la oscuridad. Salí corriendo de la pirámide y, al pasar frente a la casona colonial, no me detuve, no necesitaba hacerlo: sabía que en la ofrenda de esa casa estarían una palita, un rastrillo, una cubetita de plástico, algunos tepalcates y la foto de un niño rubio con ojos inteligentes y sonrisa traviesa que, por fin, habría encontrado el tesoro del Señor de los Muertos.

Por Guadalupe Rivera Loy

Mascultura 30-nov-15