La selva de lo real
5 de abril de 2018
Alberto Chimal
Si las puertas de la percepción
fueran limpiadas, cada cosa aparecería
ante el hombre como es: infinita.
WILLIAM BLAKE (1790)
En Matrix (1999), la famosa película de Lana y Lilly Wachowski, un personaje llamado Morpheus —Morfeo, como el dios de los sueños de la mitología griega— encabeza a un grupo de rebeldes dedicado a combatir a las máquinas que han tomado el poder y oprimen a los seres humanos en un futuro distópico. Un recluta de Morpheus, llamado Neo, es rescatado de la Matriz (así se podría haber traducido el título al castellano): una red digital a la que los cerebros de millones de personas aprisionadas por las máquinas están directa y perpetuamente conectados.
Tras su liberación, Neo se queda asombradísimo porque ni siquiera estaba enterado de ser un prisionero: como a todos los demás, la Matriz le había dado (literalmente) la impresión de vivir una vida libre, rutinaria, en una ciudad occidental de fines del siglo XX. Conectado desde su nacimiento, inmovilizado dentro de una estrecha cápsula de metal, en un estado de absoluta privación sensorial, nunca había movido realmente su cuerpo, hablado con nadie, vivido nada de lo que creía haber vivido, porque los sucesos de su “existencia” habían sido sólo imágenes de un mundo virtual, generadas y mantenidas por una computadora.
Peor aún, Morpheus, que además de guerrillero es un poco filósofo, pone en problemas a Neo durante una conversación en la que ambos tocan, justamente el tema de lo real, y le dice:
¿Qué es real? ¿Cómo defines “real”? Si te refieres a lo que puedes tocar, lo que puedes oler, lo que puedes saborear
y ver, entonces lo “real” es simplemente señales eléctricas interpretadas por tu cerebro.
Morpheus omite el sentido del oído, por supuesto; supongamos que fue un error. Igual tiene parte de razón: aunque el verbo interpretar puede meternos en problemas a la hora de discutir sus implicaciones, las “señales eléctricas” a las que se refiere no son únicamente las que la Matriz enviaba a Neo mediante un cable fijado a su nuca. Los humanos sin conexión a la Matriz también utilizamos señales eléctricas: la información que recibe y procesa nuestro sistema nervioso se conduce de esa manera por el interior de nuestro cuerpo. Y parte crucial de esa información es la que llega desde los órganos de los sentidos: los ojos, la nariz, los oídos, la lengua, la piel.
Las impresiones sensoriales que nos dan esos órganos son, en efecto, la única forma que tenemos de hacer contacto con el mundo más allá de nuestro cuerpo y nuestra conciencia individuales, de saber qué pasa en nuestro entorno físico: la parte a la que tenemos acceso de lo real, y a partir de la cual se forma nuestra experiencia de lo real, nuestra realidad.
En el siglo XVIII, el filósofo Etienne Bonnot de Condillac imaginó una estatua viviente a la que se iban dando uno por uno los cinco sentidos, y a partir de ellos desarrollaba una conciencia; si esto se relatara al revés, quitando uno a uno los sentidos a alguien que los tuviera, tendríamos una historia de terror. Aunque no llega a esos extremos, el caso real de la escritora Helen Keller puede dar una idea de lo terrible de semejante situación: ciega y sorda desde los 19 meses de edad, Keller pasó años viviendo casi como un animal, en una realidad ínfima, hasta que una maestra, Anne Sullivan, le enseñó con grandes esfuerzos los rudimentos del lenguaje.
Aunque tenía experiencias mediante un sustituto o sucedáneo de las impresiones sensoriales, Neo en la Matriz se parecía más a Keller o a la estatua de Condillac, porque no tenía sentidos, en un principio, que le sirvieran. Al mismo tiempo, así como la conciencia de Neo pudo ser secuestrada fácilmente durante muchos años, su libertad no sería nada fácil. Morpheus, de forma muy teatral, comienza una de sus primeras lecciones para él con una frase de otro filósofo, Jean Baudrillard.
Bienvenido al desierto de lo real.
El planeta Tierra fuera de la Matriz es en efecto un páramo, devastado por guerras espantosas, pero Morpheus quiere decir también que la experiencia individual de cada persona sólo puede incluir una parte de la plenitud enorme de todas las cosas que podríamos escuchar, ver, oler, tocar o saborear. El desierto de lo real sería el territorio en el que cada uno de nosotros tendría acceso únicamente a su propio fragmento de realidad. Y en éste, además, nunca estarán las impresiones del mundo físico para las que no tenemos órganos adecuados. No podemos sentir campos magnéticos ni eléctricos; no podemos ubicarnos en el espacio por medio de sonidos, como los murciélagos o los delfines… En la serie Battlestar Galactica (2003- 2009), el androide Cavil, un ser artificial pero de carne y aspecto humanos, se queja con su creadora de estas limitaciones:
¿Has visto a una estrella convertirse en supernova? (…)
Yo sí. Vi explotar a una estrella (…) ¿Y sabes cómo percibí uno
de los más gloriosos eventos en
el universo? ¡Con estos globos gelatinosos que tengo en el cráneo! Con ojos diseñados para percibir sólo una fracción minúscula del espectro electromagnético, con oídos diseñados sólo para escuchar vibraciones en el aire (…) ¡No quiero ser humano! ¡Quiero ver
los rayos gamma! ¡Quiero oír
los rayos X! (…) ¡Quiero oler la materia oscura! ¿Ves el absurdo de esto que soy?
Tenemos claras (al menos en las artes) las imperfecciones: la insuficiencia de nuestros sentidos. Y, sin embargo, la cuestión podría abordarse de otro modo. La frase de William Blake con la que comienza este texto da por sabida la escasa porción de lo real que está a nuestro alcance, pero le interesa insistir en su reverso: en lo enorme que es la plenitud, aunque no podamos aprehenderla completa.
¿No podríamos evocar también esa abundancia, aunque fuera con palabras? Imaginemos no el desierto, sino la selva de lo real: un espacio igual de vasto, igual de intrigante, igual de peligroso, pero no vacío: al contrario, repleto.
Esta otra imagen podría ser útil. Actualmente, los que están tomando el poder en muchos lugares del mundo no son máquinas tiránicas, sino humanos extremistas de todo tipo, a veces ayudados por las herramientas de información (o desinformación) que ofrecen las redes sociales, a las que millones prestan su atención durante buena parte de cada día y que son lo más cercano a la Matriz que ha creado nuestra especie. Y resulta que la mitología de Matrix se ha integrado al vocabulario de esas organizaciones extremistas. Para algunas de ellas, “despertar a la realidad” o “abandonar la Matriz” significa adoptar la creencia de que un enemigo los tenía bajo su control y les “hacía creer” que el racismo, la discriminación religiosa, el machismo y el abuso de poder están mal.
A la vez, se escudan de toda crítica con una postura relativista: arguyen que no se debe atacar “sus opiniones” y que “a fin de cuentas todo es relativo”. Lo real no existe, parecen decir, más allá de la realidad de cada quién, y del poder físico o económico que respalda a quienes quieren imponerse (e imponer su realidad) sobre otros.
Pero las historias de Morpheus, Condillac, Keller, Cavil y Blake (y muchísimos otros) nos recuerdan uno de los grandes hallazgos del pensamiento humano: precisamente la idea de que la selva de lo real sí existe. De que más allá de nuestras experiencias personales hay un mundo físico que podemos, al menos hasta cierto punto, experimentar, interrogar y comprender. Una realidad común aunque sea inabarcable, a salvo de las veleidades de individuos y de turbas. Pese a todo, los cinco sentidos son la puerta de acceso a ese mundo. La idea optimista de muchos filósofos del tiempo de Condillac era que concienciar lo objetivamente real permitiría mitigar, al menos, nuestros muchos males. No es una idea que convenga abandonar, y menos ahora, que nuestras redes nos ofrecen, con frecuencia, sólo un poco de nuestras peores pesadillas. +