“Pinche gente”
17 de julio de 2020
Marcos A. Medrano
Rocío gana por comisión. Desde hace años, sus mejores clientas –las señoras de los residenciales que todavía quedan y que, según le informan, son parte de los ricos, de los nuevos ricos o de los asalariados de élite– han mantenido su pequeña alacena con una buena variedad de productos gracias a su trabajito de fin de semana, el cual, como ella dice, es de clasemedieros. Rocío es una mezcla heterogénea de productos y gustos impuestos por el hambre y la necesidad.
Entre semana prepara los desayunos de los señores, les pone la mesa, les sirve y está atenta desde la cocina, esperando que le griten: “¡Rocío, ya puedes desayunar!”. En casi todas las casas hay un cajón de la cocina reservado para las que son como ella: ahí guarda su taza, los cubiertos, una pastillita blanca y su modesto cafecito.
Al oír el permiso de los patrones, se sirve en un plato que no es de la vajilla. Y, aunque no puede tomar el jugo que le hace a la familia, le gusta que compartan algo de su comida. Comienza a desayunar en un rincón de la cocina, mastica deprisa y de pie, como precaución por si algo se ofrece.
Siempre que están los patrones, Rocío anda muy acelerada, se apura para acabar sus labores y volver a casa, para contemplar con deleite y dándose el tiempo que el ardid del hurto no permite su botín del día, pensando en cuál manzana estará más madura para que su hijo se la pueda llevar a la chamba al día siguiente: al pobrecito ni para llevar lunch le alcanza. Tan cara que se ha puesto la fruta y la verdura.
Cuando todos se van –los señores a trabajar o al esparcimiento con los amigos y los amantes, los niños al colegio o a las clases de música–, Rocío se toma otro café. Saca del cajón su taza, que ella misma compró para la ocasión, y que además no es tan barata: si sus patrones se detuvieran a verla, seguro le harían algún cumplido, pero asumen que toma en una baratija; a ella en verdad le gusta. De la alacena de los señores, quienes regularmente beben latte macchiato, saca una cápsula de la caja de Starbucks, que elige porque suena a inglés, o sea, a más caro, pero en la alacena también hay cápsulas de Nescafé. Para ella este segundo café es un gran gusto, y apenas constituye un menoscabo sutil del que su empleador no se da cuenta nunca.
Lo prepara en la sofisticada máquina que aprendió a usar haciendo café ajeno. Se sienta en la sala de piel tal como lo hace su señora, pero con la gracia de quién lo hace de manera ensayada y cuidadosa. Enseguida llama a su comadre durante algunos minutos.
Acabado ese efímero placer, regresa a la alacena y llena la mitad de una bolsita con azúcar, que usa luego para preparar agua de limón o de jamaica que le gusta a su chaparro, o sea a su marido desempleado, y que –según me ha dicho– le encanta bien dulcecita. Hace la comida con canciones de Rocío Durcal o Ana Gabriel, dando pasitos bailarines por la cocina, cantando como hacemos todos cuando no nos sentimos observados, probando bocados o taquitos de la comida que prepara. De las tortitas de pollo que tan ricas le quedan mete cuidadosamente tres a su bolsa, para cenar en la noche. Rocío es muy lista: cuando ella hace el mandado, pide de más, siempre que no atienda el dueño, para transarse el pollo junto con el mozo, pues a ninguno de los dos les parece justo que solo los patrones coman bien; y cuando no hace el mandado ella misma, arguye que las piezas venían muy chiquitas; de esta manera siempre puede quedarse con una porción nada despreciable. Su sistema es infalible y, eso sí, nunca nadie se ha quedado sin comer bien.
El Cachi, por cachivache, come los lunes, miércoles y viernes del mejor Royal Canin para razas pequeñas que existe. “¡Qué bonito el Cachi!”, “¡Qué bonito pelo!”, “¡Bonito que se ha puesto, mi Cachi!”, le dicen los amos al perro, que no ganan sino para darle al pobre un poquito de desperdicio.
Rocío le cuenta a su comadre –pensando que habla muy bajito y no la oímos– que la señora compra muchas cosas para la limpieza: “¡No compro Fabuloso hace como medio año!”, exclama secretamente. Las casas donde trabaja el fin de semana las ha elegido así porque los patrones, como no tienen tanto dinero, no pueden darse el lujo de trabajar nomás entre semana. En esas casas, como son más pobres deben ser más considerados, suponía, hasta que un día me enteré de que no eran más considerados, solo más cochinos y descuidados. Afortunadamente para los patrones, Rocío no ve los libros como objetos útiles que valga la pena robar. Aunque estoy seguro de que sabe leer, no los entiende mucho y prefiere las telenovelas; entonces, todas las bibliotecas se vuelven un montón de papel.
De pronto un día, una contingencia que dicen mundial manda a todos los señores y señoras a trabajar desde casa, a los niños los regresan de sus escuelas, ni a las clases de música o de idiomas los mandan, que porque no es seguro.
Rocío no sabe qué pasa, para ella la vida sigue igual. Como siempre, debe salir a trabajar, no puede limpiar las casas desde su sillón de Valle Bajo y, si no va, la despiden; y si la despiden, no come. Toda la vida, desde que le alcanzó para ahorrarse las caminatas larguísimas, se ha dado el lujo de usar el transporte público. Igual que ella, muchas otras personas no pueden dejar de trabajar. Ahí se amontonan todos, combinan sus exhalaciones que producen aromas infaustos. Para ellos, la única contingencia que conocen es la del hambre, y nadie hace nada por curarla, a nadie le importa. Nada cambia.
Encima de toda la calamidad, algunas señoras le han dicho que la llamaran cuando todo vuelva a la normalidad. No la quieren con ellos. “Pinche vieja”, dice mientras cuelga el teléfono, y piensa que antes hasta se daba el lujo de elegir con qué señoras trabajar.
Las pocas casas que la aceptan es porque las señoras no saben hacer nada o tienen un cochinero de años que arreglar, además de los niños.
Si el trabajo es de por sí cansado, todo se complica con los patrones en casa. Rocío llega a su sillón roído y desgastado con doscientos pesos en la bolsa o cuatrocientos si trabaja dos turnos, sin comida extra, solo un café y el huevo que desayunó. Mientras, en las casas la comida que compraba de más para llevarse a su mesa, se echa a perder en los refrigeradores o en los contenedores de basura.
En donde aún puede trabajar, ya no puede cobrarse las comisiones. Las señoras la vigilan más que nunca: “Rocío, te faltó aquí”, “Rocío, ayúdame con esto”. Como el señor come en la casa, ahora tiene que hacer más comida y lavar más trastes. “¡Ay Rocío, los trastes nunca se acaban!”, se lamenta la señora, mientras ella se prepara para empezar con el trasterío.
Otras veces, cuando llega a su casa, ve que el Cachi ya suelta mucho pelo. Se ha puesto flaco aunque, para su consuelo, es la única persona a la que todavía le mueve la cola. Las alacenas están cada vez más resguardadas, ya ningún gustito se puede dar y como dicen que los negocios andan difíciles, todos son más avaros. Para Rocío, solo la gente se ha vuelto más mala. Ella no cree en los chismes de nadie, ni del gobierno a quienes tiene por unos pinches rateros y mentirosos. Tampoco cree en los chismes de la señora, que escucha muy bien parando la oreja cuando habla con su comadre; para ella, lo que hablan son puros cuentos para orates. Las noticias de la televisión le aburren –nomás hay puro muerto, y ahora más–: “muchos delincuentes y además tan jovencitos”. No sabe por qué y se lamenta pensando en que la gente es mala.
Al final se ha quedado solo con dos señoras: una viejita enferma que le salió como trabajito de milagro y otra señora con la que ya ha estado muchos años. Aunque el sueldo que gana no es malo y basta para ir y venir, comprar en el mercado frijoles, arroz, tortillas y a veces botanas, lo mero bueno eran las comisiones; pero como ya no hay, ya no quiere trabajar.
—Ya no voy a trabajar, seño’
—le dijo a su patrona un miércoles.
—¡Cómo! ¿Por qué, Rocío?, ¿qué te hicimos? Si eres como de la familia.
—No seño’, ustedes nada. Es que tengo un dinerito y voy a poner un changarrito.
—Ni hablar, Rosi, pero sí acabas la comida hoy, ¿no?
— se angustió la patrona.
—Sí, seño’.
—Entonces te puedes quedar a comer, como despedida. Pones nuestros platos y te pones uno de la vajilla en tu lugarcito, ándale.
La patrona se va a su cuarto, le llama a sus amigas para que le recomienden a sus muchachas. Antes de irse, Rocío, que ha dejado de ser parte de la familia es revisada por la señora.
—Ay, Rosi, no te vayas a llevar algo. No creas que desconfío de ti, pero es que la tentación es cabrona —le dice, haciendo obvios los privilegios perdidos y comienza a esculcarle la bolsa.
—No, seño’, ¿cómo cree? —contesta, sabiendo que, aunque quisiera, no ha podido llevarse nada. Entonces, la patrona saca la taza de Rocío, la taza en realidad cara que compró para tomarse ella su Starbucks. Por primera vez la patrona ve en qué se toma el café Rocío.
—¡No puede ser, Rocío! Te dimos la confianza, ¿y así nos pagas? Me cae, no le vamos a hablar a la policía ni a hacer escándalo, porque gracias a Dios no te has robado nada de mucho valor. Ándale vete, con la puritita vergüenza tienes, si es que tienes. Obviamente regresamos la taza adonde nos pertenece, me la hubieras pedido y te la regalamos. ¡Qué bárbara!
Al menos con la vieja, aunque pobre, puede servirse con la cuchara grande de lo poco que tiene.
Los fines de semana, cuando pone su puesto de quecas, ve cómo sus vecinos la miran murmurando los chismes que se dicen entre las viejas y viejos argüenderos: “Se quedó sin trabajo porque su patrona la cachó de ratera”.
—Hola, Rocío, buenas tardes —le dicen mientras pasan frente al puesto. El aceite está hirviendo.
Rocío nomás murmura para adentro:
—Pinche gente. +