La verdad cinematográfica

La verdad cinematográfica
15 de julio de 2020
Gilberto Díaz 

Cuando nos ponemos a estudiar el lenguaje cinematográfico, es común encontrar en diversas fuentes una analogía que explica la naturaleza de este medio artístico: “existe la realidad real y la realidad cinematográfica”, para darnos a entender que la manera como percibimos las historias en pantalla es totalmente opuesta a como percibimos la vida real. Esto queda claro con la estructura narrativa que diversos directores construyen para hacernos sentir y entender el tono de cada película: no es lo mismo el ambiente de incertidumbre que se puede sentir en una comedia —donde el preámbulo para los gags y los remates de situaciones absurdas se van construyendo a partir de una ruptura esquemática con la lógica, tal como en La vida de Brian, de los Monty Python, confluyen en un palacio de la Judea romana naves extraterrestres y alienígenas— que la incertidumbre generada en un thriller, en el que el misterio debe mantenernos en zozobra mientras se va develando a lo largo de la cinta.

La percepción de la realidad cinematográfica muchas veces requiere de la omisión de factores que en nuestra realidad son demasiado obvios. Podemos vivir en un espacio promedio de dos horas un mayor paso del tiempo con historias que duran días e incluso años de principio a fin; de manera que todos los años de investigaciones transcurridos entre los sesenta y setenta del caso del Asesino del zodiaco terminan comprimidos en dos horas y media en la estrujante historia de David Fincher; o bien, podemos estar sumidos en los eventos del paso de la noche, esperando que los protagonistas lleguen al amanecer del día siguiente en películas como Distinto amanecer, de Julio Bracho, o Después de hora, de Martin Scorsese.

En el cine, la realidad se construye mediante un juego narrativo de objetivo claro: develar poco a poco un misterio hasta llegar a una conclusión que resuelva el problema, ya sea de manera satisfactoria o en conformidad con la brújula moral de sus protagonistas. Un ejemplo claro de esta dinámica sucede en el cinema noir, donde sus historias cuentan dilemas morales a la vez que se resuelve un misterio, donde frecuentemente los protagonistas ocultan sus intenciones verdaderas hasta el momento justo en que lo exige la trama. Pienso en filmes como Pacto de sangre, Sunset Boulevard, Mientras la ciudad duerme y El gran sueño. En este último destaca un personaje memorable, el detective Philip Marlowe, creación del escritor de novela negra Raymond Chandler, quien de alguna manera sentó las bases para que este tipo de historias fueran contadas en el cine: no por nada sus novelas tienen diversas adaptaciones, y Marlowe infinidad de encarnaciones, que van desde Humphrey Bogart hasta Robert Mitchum, pasando por James Garner, Elliot Gould y el propio James Caan.

Encontramos un principio que rige las historias del cine noir: los protagonistas pagan un alto precio por la verdad, es decir, siempre terminan sacrificando algo muy valioso de sí mismos a cambio de la resolución del misterio: en algunos casos puede ser la pérdida del amor; en otros, la credibilidad o la reputación ante la sociedad; en otros más terminan con un destino inevitablemente fatídico, como Joe Gillis, el aspirante a guionista de Sunset Boulevard, o como Hank Quinlan, el policía corrupto de Sombras del mal.

Pero esta no es la única forma en la que el cine aborda el misterio y la verdad. Ante el ocaso del cine negro a finales de los cincuenta y la irrupción contracultural de nuevas expresiones durante la década de los sesenta, la experimentación cinematográfica empezaría a mostrar interés por los aspectos psicológicos y hasta espirituales como parte del juego narrativo. En Francia fue Jean Luc Godard el primer innovador, al contarnos historias que, en cierto punto, rompían con la cuarta pared, mientras nos habla de un personaje que quiere vivir en una película de Bogart (Sin aliento), sin dejar de presentarnos un realismo que no se pierde en la intensidad de la trama.

Pero la experimentación en este juego de la realidad cinematográfica tendría un punto clave en Michelangelo Antonioni y su primera película fuera del circuito italiano: Blow-up. Una historia inspirada en el cuento “Las babas del diablo”, de Julio Cortázar, que representa la relación de un artista fotográfico con la realidad y su percepción de ella. En muchos sentidos, la realización de Antonioni nos mete en un diálogo con dicha percepción, envolviéndonos en un misterio en el que la subjetividad es un parámetro omnipresente y donde la paranoia transmite los sinsentidos que enfatizan el misterio, y nos coloca en él desde el punto de vista de la interpretación del arte y el artista. Al final, Antonioni nos recuerda que esta es solo una película.

El espíritu contracultural de Blow-up dejó gran impacto en el cine alrededor del mundo: no solo la controversia por su contenido “sexualmente explícito” para la época, sino también, y de forma incluso más significativa, porque su arco narrativo es el más cinematográfico dentro de este lenguaje. En efecto, la verdad y las dudas, que solo existen en la mente de Thomas, son perceptibles también a través de nuestros ojos y oídos. El valor de las cosas es momentáneo pero real en ese preciso instante, tal como sucede con la parte de una guitarra rota, y la resolución del misterio queda a consideración de nuestras mentes.

La aportación vanguardista de Antonioni tuvo gran impacto en Hollywood, o tal vez más al norte, en San Francisco, cuando Francis Ford Coppola creó una de las películas más importantes de su carrera, que le otorgaría su primer Palm d’or en Cannes. Con una temática similar a la de Blow-up —que también se había llevado ese mismo galardón en 1966— pero en un ambiente menos romantizado, La conversación nos advierte sobre los peligros del espionaje y la vigilancia como negocio privado, en un mundo donde la privacidad está cada vez más amenazada.

La conversación plantea el dilema del “vigilante vigilado” en la figura de un experto en seguridad que recopila información mediante técnicas avanzadas de grabación e instalación de micrófonos, para después venderla. El hermetismo del protagonista nos lleva en paralelo a una conspiración que intenta descifrar él mismo, mientras se descubre en una espiral paranoica que lo confronta con el dilema moral sobre las consecuencias de concluir el trabajo que se le comisionó.

En la misma temática que Antonioni, Coppola presenta un juego de subjetividades e interpretaciones de la realidad, así como los efectos de la vigilancia con fines lucrativos, pero también una dinámica narrativa basada en un diseño del sonido, que permite la construcción de un misterio y una verdad oculta mucho más compleja de descifrar, y que sumerge a la audiencia en la misma espiral paranoica que su protagonista, Harry Caul (Gene Hackman), convirtiéndonos en partícipes de su investigación e inseguridades.

El contexto político en el que se desarrolla La conversación incluso ha formado parte de algunas teorías conspirativas, sobre todo porque mucha de la tecnología utilizada dentro del filme fue la misma que se reportó en el espionaje político de Watergate, responsable de la caída del presidente Richard Nixon, por lo que muchos le atribuyen a la cinta ser una interpretación alegórica de estos hechos, aunque en palabras de Coppola solo fue una coincidencia.

El cine nos inmiscuye en la construcción de realidades de una manera tan compleja que, como meros apreciadores de este arte, no necesitamos hacer mucho esfuerzo para sentir y entender la búsqueda de la verdad que cada película nos presenta. La escritura, tanto literaria como visual, nos confronta con códigos y símbolos que, aunque no podamos percibir de manera consciente, nos preparan para la revelación de una verdad congruente con el mundo, y en el que al final de cada función tendrá sentido en el marco de nuestras percepciones como verdad absoluta. +