Amoríos, perversiones, asesinatos, acuerdos, reve- laciones, encierros, suicidios, nostalgias, secretos, pasiones, olvido, miedo. Cuartos de hotel, de casa, de pensión, de motel, han sido los escenarios propicios para que personajes y autores se revelen ante otros y ante sí mismos, gocen de sexo furtivo y se hundan en sus miserias. Metáfora de la asfixia o del resurgimiento, dichas piezas son ruido, silencio, oscuridad ardiente; lugares donde se emparentan los vivos y los muertos, donde un mundo espera ser desenterrado.
Una vez que las palabras cierran la puerta de la habitación, todo puede pasar. Imagen: alfombras roídas, camas destartaladas, sábanas gastadas, colchas quemadas con cigarrillos, almohadas amarillentas, enseres desechables, una mesa, un teléfono, una Biblia dentro del buró. O bien, pisos encerados, grandes espejos, muebles para practicar todo tipo de sexo, jacuzzis, albercas, fajódromos (voz hotelera), renta de disfraces, habitaciones temáticas. Así los hoteles antes, así los hoteles ahora.
El interior |
Desde los ritos orgiásticos del mundo grecolatino y los amores fatales de Ishtar en Mesopotamia, hasta las eróticas, húmedas y perversas páginas del Marqués de Sade, Pierre Louys, Georges Bataille, Marguerit Duras, Henry Miller, Vladimir Nabokov, Mayra Montero, Pedro Juan Gutiérrez, Mario Vargas Llosa, Juan García Ponce, Gabriela Wiener (por mencionar pocos, muy pocos, nada), la literatura para ser leída a una sola mano o al arrimón goza de un repertorio considerable.
Personajes impacientes de encuentros lúbricos han encontrado en los hoteles de paso (valga la redundancia) el lugar idóneo para disfrutar los placeres carnales, aliviar la insoportable calentura del ser y olvidarse de las obligaciones amorosas. A Catulo le hubieran sido insuficientes las seis horas que brindan actualmente los eclécticos hoteles kinky para las nueve continuas fornicaciones que solía practicar con su amada Ipsitila, como bien lo presumió en el poema XXIII de su Cármenes (UNAM); y serían una eternidad para el palafrenero que logró los amores de la reina Teudelinga, en aquella historia del Decamerón (Cátedra) que muestra al rey Agilulfo incapaz de castigar al causante de su desdicha.
Ya Rafael Pérez Gay, desde el cobijo de un puesto de carnitas (qué sitio más propicio), relató la libidinosidad y el nerviosismo de las parejas que entran y salen, a pie o motorizados, de “Los rápidos de Tlalpan”; ya Vicente Quirarte le dio las gracias al jaboncito de hotel (al Rosa Venus, seguramente) al escribir “breve como el amor, insuficiente,/ te juntarán con otros/ pequeños restos de lo que fuis- te/ y seguirás corriendo bajo el agua/ pero no serás más tú/ ni tú ya más en mí”; ya Ignacio Trejo Fuen- tes contó sus andanzas en el Hotel Colonia Roma, al que no volvió luego del escándalo de Fabiruchis y el travesti; ya Carlos Monsiváis aseguró que los hoteles garage también son sitios para el amor, no sólo para estacionarse; ya Gay Talese retrató al voyeur Gerald Foos, el hombre que se compró un motel en Denver para ver a los huéspedes en plenas prácticas amatorias; ya Arturo Trejo Villafuerte le cantó al amor que resbala entre las piernas en su Nuevo mester de hotelería (UNAM); ya algún escritor anónimo prepara sus memorias desde el mítico Hotel Aranjuez, al amparo de la sonrisa vertical. Testimonios literarios que rechinan como resortes de colchones con el vaivén de dos que rompen la penumbra. Francisco Hernández lo escribe: “Desnuda eres como una calle:/ subes, te abres, serpeas, te angostas/ doblas, sigues mis pasos y desembocas.”
El interior del interior |
A los hoteles también se va solo. La introspección y el calvario son más desgarradores desde una pieza rentada por horas o por días. Observar sin ser observado, un deleite. Piglia dixit: “vivir en un hotel es el mejor modo de no caer en la ilusión de ‘tener’ una vida personal, de no tener, quiero decir, nada personal para contar, salvo los rastros que dejan los otros”.
El cuarto de hotel es una manera de encontrar la verdad, la locura, nunca el reposo. Desde un cuarto a pie de carretera contamos con las Crónicas de motel (Anagrama), del legendario dramaturgo estadounidense Sam Shepard, quien, en palabras del crítico teatral Michael Feingold, tenía “la mente de Kafka en el cuerpo de Jimmy Stewart”. Cees Nooteboom construye una auténtica apología del viajero en Hotel nómada (Siruela). John Irving arrasó con la caótica familia Berry en El hotel New Hampshire (Transworld Digital). Charles Bukowsky se rascabalos sobacos (lo que más disfrutaba hacer) y escribía en habitaciones sórdidas la vida marginal del ser.
En el Windsor Hotel Jack Kerouac dio vida a páginas memorables de En la carretera (Anagrama); Hemingway se metió al Hotel Ambos Mundos para empaparse de la vida habanera y construir la embarcación de El viejo y el mar (Fontamara); Oscar Wilde aún vaga en el Hotel Alsace, ahora conocido como L’Hotel, en la Rive Gauche de París, adonde llegó para convertirse en un fantasma; Cesare Pavese perdonó a todos y a todos pidió perdón antes de empastillarse y alcanzar la muerte en el Hotel Roma, de Turín; Roberto Bolaño configuró partede su Detectives salvajes (Alfaguara) en el sombrío Hotel Trébol de la colonia Guerrero; Julio Cortázar inspiró su cuento “La puerta condenada” en el Hotel Cervantes de Montevideo, que mantiene intacta la habitación donde el argentino durmió; Guillermo Fadanelli observó los movimientos de variopintos personajes en Hotel DF (Grijalbo Mondadori); Emmanuel Carrère hospedó en un hotel de Hong Kong al personaje principal de su novela El bigote (Anagrama) para narrar una de las escenas más atroces de su obra. Y más, y más y más. Cuartos de hotel donde la literatura cuenta cuentos, canta poemas y enaltece el silencio del mero estar, del mero irse.
Este texto fue realizado por Rodolfo Villagómez Peñalosa y fue publicado originalmente en el número 111 de Revista Lee+. Pueden leerlo en su versión digital dando clic aquí o en su versión física, disponible en todas las Librerías Gandhi del país.