De la felicidad y otros demonios
INFINITIVOS CUERPOS
Itzel Mar
La felicidad es un estado meteorológico del alma. La condición climática perfecta. Así como se dice “soleado”, “lluvioso” o “seco”, también decimos “feliz”. Sí, la felicidad es la percepción de una temperatura no muy caliente ni muy fría sino templada; en otras palabras, inmejorable.
La dicha es la máxima consigna humana. La expectativa de expectativas. Ese lugar común por conquistar; casi una obligación, un deber moral. Sucede cuando la realidad empata con la vehemencia y las pretensiones personales; aparece si los deseos se materializan, lo que por su propia naturaleza es imposible. Y es que los anhelos son atractivos y prometen contentura en tanto no se cumplan, porque al realizarse algo les falta o les sobra, y nos dejan insatisfechos. “No puedes desear nada sin hacerte daño”, afirma Alessandro Baricco. Pero a pesar de sí mismos, los deseos nos salvan con esa oferta de arrebato y tierra prometida.
La felicidad se exhibe, por supuesto, en colores claros, sabe a golosina y tiene una consistencia esponjosa. Su materia prima son las emociones positivas. Los felices lo tienen todo: salud, alegría, una casa propia, un automóvil nuevo, el iPhone de última generación, la pareja perfecta, el trabajo de sus sueños, los mejores hijos, una suegra cariñosa, y nunca están a dieta ni experimentan depresión; han escuchado hablar de las hemorroides y la colitis, pero no las padecen. Jamás guardan rencor ni albergan malos pensamientos.
No se divorcian. No tienen deudas. Desconocen las palabras Omeprazol, ansiolítico y Ayotzinapa. En todas las fotografías que conservan de su infancia aparecen sonriendo. Practican yoga, son inchingables, rehúyen transitar cerca de hospitales públicos y reclusorios. Pasean lejos de la Zona Rosa, porque ahí hay bares gay. Conocen poco acerca de muros y refugiados. Evitan andar en metro y ver los noticieros. Piensan que La Bestia es un personaje de Walt Disney. Señala la historiadora canadiense Margaret MacMillan: “La capacidad de los seres humanos para ignorar lo que no quieren saber es ilimitada”.
Los felices aparecen, frecuentemente, en los anuncios de televisión: el bebé rollizo y de mirada encantadora, la mujer de la tercera edad a la que no le duelen las articulaciones; el hombre de rostro hermoso y cabellera abundante, vestido con un traje muy fino; la familia amorosa conformada por papá, mamá, hijo, hija y los abuelos, todos sentados, sin prisa, comiendo cereal. Porque para que la felicidad sea, debe notarse, hacerse pública.
Y no conformes con estar felices, a veces; hay que ser felices.
Esta idea de permanencia es insostenible, aterradora. Un exceso de realidad que el hombre no soporta, como dice T. S. Eliot.
En fin, la felicidad es, siempre, insuficiente, ya sea porque falta o porque se excede. En cualquiera de sus presentaciones, sufre un acelerado proceso de descomposición. Santurrona, impostora. Amada antagonista. Gracias a sus promesas incumplidas son un éxito los libros de autoayuda, el alcohol y las drogas; los psiquiatras cobran muy caro y los pseudopsicoterapeutas y coaches de vida proliferan como bacterias. Quizá, también por eso, los casinos, el rock, los cirujanos plásticos infieles y, por supuesto, la literatura no pasan de moda.
En su obra La voluntad del poder (Edaf), escrito con un acento de ensoñación confesional, como una especie de esbozo de diario íntimo, Nietzsche sostiene que la felicidad atrae sólo a los mediocres, a los que le otorgan poco valor a la existencia. Habitar con atención las experiencias desafiantes y el dolor es la propuesta para acceder al conocimiento verdadero y a la superación continua. Una vida fecunda y más gozosa se obtiene, según el filósofo, viviendo peligrosamente.
Otro gran desafiante de la felicidad es Arthur Rimbaud, el precoz y superdotado poeta francés que inauguró el simbolismo y la estética moderna, creador del verso libre y de una alquimia de la palabra a través de la fermentación de los sentidos. Como un acto provocador y de legítima libertad, extrajo sus poemas del infierno.
Experimentó cualquier cantidad de vicios y el caos como formas de conocimiento. Consideraba a la poesía una especie de locura. A los diecinueve años dejó de escribir, se convirtió en católico y traficante de armas. Entendía la vida como un ensayo permanente. Con su famosa frase: “Yo es otro”, nos invita a aceptar la contradicción y el desdoblamiento como expresiones comunes de la naturaleza humana. Poeta en constante fuga, murió joven, a los treinta y siete años. Fruto de su estancia en el desasosiego son sus libros: Iluminaciones (Hiperión) y Una temporada en el infierno (Alianza).
Según la tradición nórdica, las runas —letras— fueron un regalo del dios Odín para los mortales. Estas se traducen como secretos, susurros. No considero la felicidad como estado inmanente del ser, pero sí creo que en las palabras habita el infinito. Entonces, vuelvo una y otra vez a Baricco: “No estás jodido verdaderamente mientras tengas una buena historia a cuestas y alguien a quien contársela”. +