De Vuelta a los Clásicos: "El décimo" de Emilia Pardo Bazán

Clásico es aquel libro que se ha convertido en muestra representativa de la época en que fue escrito y que marcó el camino para las siguientes generaciones de escritores y de lectores. Estos clásicos son como puertos a donde todo lector puede llegar para quedarse largo tiempo, cuando se ha fatigado en el mar de las novedades editoriales.

Bautizada con el extenso nombre de Emilia Antonia Socorro Josefa Amalia Vicenta Eufemia Pardo Bazán y de la Rúa-Figueroa, Emilia Pardo Bazán (1851-1921) es considerada como una de las mejores escritoras españolas del siglo XIX. Los géneros que cultivó fueron tan extensos como su nombre de pila: novela, periodismo, ensayo, poesía, crítica literaria, dramaturgia, traducción, edición y docencia.

A los trece años escribió su primera novela, Aficiones peligrosas, publicada por entregas en El Progreso, periódico de Pontevedra. Su condición de noble, fue la condesa de Pardo Bazán, le permitió viajar por varias partes del mundo y aprender otros idiomas. Progresista en varios frentes, Pardo Bazán se comprometió con varias causas sociales, como la defensa de los oprimidos y los derechos de la mujer.

De los cerca de seiscientos cuentos que publicó, Penguin Clásicos reúne una selección en Cuentos, edición a cargo de Eva Acosta. “El décimo” es un cuento breve, con una trama sencilla, donde la suerte y el destino se dibujan en un cachito de lotería.

"El décimo"

¿La historia de mi boda?

Óiganla ustedes: no deja de ser rara.

Una escuálida chiquilla de pelo greñoso, de raído mantón, fue la que me vendió el décimo de billete de lotería, a la puerta de un café, a las altas horas de la noche. Le di de prima una enorme cantidad, un duro. ¡Con qué humilde y graciosa sonrisa recompensó mi largueza!

—Se lleva usted la suerte, señorito —afirmó con la insinuante y clara pronunciación de las muchachas del pueblo de Madrid.

—¿Estás segura? —le pregunté en broma, mientras deslizaba el décimo en el bolsillo del gabán entretelado y subía la chalina de seda que me servía de tapabocas, a fin de preservarme de las pulmonías que auguraba el remusguillo barbero de diciembre.

—¡Vaya si estoy segura! Como que el décimo ese se lo lleva usted por no tener yo cuartos, señorito. El número…, ya lo mirará usted cuando salga…, es el 1420; los años que tengo, catorce, y los días del mes que tengo sobre los años, veinte justos. Ya ve si compraría yo todo el billete.

—Pues, hija —respondí echándomela de generoso, con la tranquilidad del jugador empedernido que sabe que no le ha caído jamás ni una aproximación, ni un mal reintegro—, no te apures: si el billete saca premio…, la mitad del décimo, para ti. Jugamos a medias.

Una alegría loca se pintó en las demacradas facciones de la billetera, y con la fe más absoluta, agarrándome de una manga, exclamó:

—¡Señorito! Por su padre y por su madre deme su nombre y las señas de su casa. Yo sé que de aquí a cuatro días cobramos.

Un tanto arrepentido ya le dije cómo me llamo y dónde vivía; y diez minutos después, al subir a buen paso por la Puerta del Sol a la calle de la Montera, ni recordaba el incidente.

Pasados cuatro días, estando en la cama, oí vocear “la lista grande”. Despaché a mi criado a que la comprase, y cuando me la subió, mis ojos tropezaron inmediatamente con la cifra del premio gordo, creí soñar: no soñaba; allí decía realmente 1420… ¡mi décimo, la edad de la billetera, la suerte para ella y para mí! Eran muchos miles de duros lo que representaban aquellos benditos guarismos…, y un deslumbramiento me asaltó al levantarme, mientras mis piernas flaqueaban y un sudor ligero enfriaba mis sienes. Hágame justicia el lector: ni se me ocurrió renegar de mi ofrecimiento… La chiquilla me había traído la suerte, había sido mi “mascota”… Era una asociación en que yo sólo figuraba como socio industrial. Nada más justo que partir las ganancias.

Al punto deseé sentir en los dedos el contacto del bienaventurado papelito. Me acordaba bien: lo había guardado en el bolsillo exterior del gabán, por no desabrocharme. ¿Dónde estaba el gabán? ¡Ah!, allí, colgado en la percha… A ver… Tienta de aquí, registra de acullá… Ni rastro del décimo.

Llamo al criado con furia y le preguntó si ha sacudido el gabán por la ventana… ¡Ya lo creo que lo ha sacudido y vareado! Pero no ha visto caer nada de los bolsillos; nada absolutamente… Le miro a la cara; su rostro expresa veracidad y honradez. En cinco años que hace que está a mi servicio no le he cogido jamás en ningún gatuperio, chico ni grande… Me sonrojo lo que se me ocurre, las amenazas, las injurias, las barbaridades que suben a mis labios…

Desesperado ya, enciendo una bujía, escudriño los rincones, desbarato armarios, paso revista al cesto de los papeles viejos, interrogo a la canasta de la basura… Nada y nada: ¡estoy solo con la fiebre de mis manos, la sequedad de mi amarga boca y la rabia de mi corazón!

A la tarde, cuando ya me había tendido sobre la cama a fumar, para ver de ir tragando y digiriendo la decepción horrible, suena un campanillazo vivo y fuerte, oigo en la puerta discusión, alboroto, protestas de alguien que se empeña en entrar, y al punto veo ante mí a la billetera que se arroja en mis brazos, gritando con muchas lágrimas:

—¡Señorito, señorito! ¿Lo ve usted? Hemos sacado el gordo.

¡Infeliz de mí! Creía haber pasado lo peor del disgusto, y me faltaba este cruel y afrentoso trance: tener que decir, balbuciendo como un criminal, que se había extraviado el billete, que no lo encontraba en parte alguna, y que, por consecuencia, nada tenía que esperar de mí la pobre muchacha, en cuyos ojos negros, ariscos, temí ver relampaguear la duda y la desconfianza más infamatoria…

Pero la billetera alzándolos todavía húmedos, me miró serenamente y dijo encogiéndose de hombros:

—¡Vaya por la Virgen! Señorito… no nacimos ni usted ni yo pa millonarios.

¿Cómo podía recompensar la confianza de aquella desinteresada criatura? ¿Cómo indemnizarla de lo que le debía, sí, de lo que le debía? Mis remordimientos y la convicción de mi grave responsabilidad pesaba sobre mí de tal suerte que la traje a casa, la amparé, la eduqué y, por último, me casé con ella.

Lo más notable de esta historia es que he sido feliz.

MasCultura 14-sep-16