Soy signo mujer

Soy signo mujer
15 de febrero de 2020
Adriana Romero-Nieto

Hasta para insultar hay que tener agudeza. El repertorio de sustantivos para referirse con desprecio a las mujeres —y peor aún si ellas se afirman feministas— se limita a unos cuantos: “vieja”, “zorra”, “perra”, “golfa”, “puta”, “gorda”, “fea” y, en los casos más afortunados, a sus sinónimos. Algo muy similar se observa cuando se dice un halago “bien intencionado” y se emplean calificativos como “rica”, “buena”, “linda” o “mamacita”. La elección de estas palabras es deliberada, hay una clara intención en su uso, pero lo peor de todo es que también existe un reconocimiento inconsciente de falta de imaginación y espíritu crítico. La elección de este lenguaje no sólo preocupa porque pretende infravalorar y subordinar a la mujer —insisto en el “pretende”, pues habría que preguntarse si el llamar a alguien “zorra” o sus variantes podría verse como un insulto—, pues lo más notorio es el pobre imaginario al que apelan: la inopia de referentes simbólicos y la adhesión irreflexiva al sexismo añejo.

El triángulo semántico de Saussure muestra que todo signo está vinculado con un significado (un concepto) y con un significante (una imagen mental). Sus dos últimos elementos pertenecen al mundo psíquico. Así, cuando alguien pronuncia el signo “zorra” para referirse a una mujer, inmediatamente pasan por su mente el significado y el significante que lo remiten a esa palabra. Las primeras imágenes mentales a las que el emisor recurre para lanzar un insulto son las que muestran a la mujer como prostituta. En un

contexto que busca subordinar a quien pertenece o se asume como parte del género femenino, al signo “mujer” se le atribuye un significado preciso: persona que mantiene relaciones sexuales a cambio de dinero. Su significante también es claro: la imagen de una mujer parada en una esquina, semidesnuda y vendiendo su cuerpo. En efecto, la suma ideológica sexista penetra en el dominio del signo lingüístico y transforma su uso en algo sistematizado.

La vinculación de la palabra “mujer” con los referentes “negativos” del signo “prostituta” obliga a un análisis más detallado: el signo mujer está profundamente relacionado con la idea de cuerpo. Por ello, la única valía que se le otorga en una sociedad machista reside en su cualidad corpórea y en el uso que haga de ella: la que permanezca pura e inmaculada —como debe ser— será alabada; y su opuesto — aquella que es fuente de placer— será repudiada. Estamos frente a un maniqueísmo que sitúa a las mujeres en dos grupos: la virgen y la prostituta; el cual, nada ha cambiado desde María y María Magdalena. Justo como lo afirma Carlos Monsiváis al responder a la pregunta ¿en qué momento surgió el sexismo?: “tal vez en el instante cuando, sobre el placer o el desarrollo personales, la reproducción se convierte en la meta de la relación sexual. El patriarcado lo decidió, apoyado en la biología, para la eternidad”.

En cada “zorra”, “perra” o “puta” que se pronuncia, la mujer es menospreciada, pero también es reducida a sólo ser un cuerpo, una mera herramienta. Así como también lo es en cada supuesta entronización de las palabras “virgencita”, “pura” o “casta”. “Como casi todos los pueblos, los mexicanos consideran a la mujer como un instrumento, ya de los deseos del hombre, ya de los fines que le asigna la ley, la sociedad o la moral”, dice Octavio Paz. Y es precisamente la asociación mujer-cuerpo, la que denota

una falta de originalidad, pues refuerza estereotipos surgidos hace más de dos milenios, y que de tan rancios es de extrañarse que todavía hoy sigamos en la lucha por desmontarlos.

Las justificaciones para perpetuarlos pueden ser muchas: las creencias, la ideología, la tradición; pero la reducción a lo corpóreo tiene uno de sus sustentos en el lenguaje. Y si bien es cierto que, como afirman muchos lingüistas —entre ellos los que forman parte de la Real Academia Española de la Lengua—, “los hablantes hacen la lengua”, también es verdad que, como dicen las feministas defensoras del lenguaje inclusivo, “lo que no se nombra no existe”. No propongo censurar palabras, sino dejar atrás los esquemas naturalizados e “instintivos” que llevan a soltar signos sin una verdadera integración de los significados y significantes a los que se vinculan. En pocas palabras, de lo que se trata es de hacer un uso consciente del lenguaje. Pero, también, es una invitación a que quienes decidan, con plena conciencia, seguir buscando formas de denigrar a las mujeres, que al menos indaguen para hallar palabras más imaginativas para sus fines. Que las llamen con cualquier sinónimo de “prostituta” no las asusta ni las ofende, pero se ha vuelto un cliché intolerable. Estas personas, aunque no lo sepan, deben enterarse de que el signo “mujer” tiene referentes mucho más amplios.+