Travestismo autoral
La época en la que vivimos es un periodo convulso y, en algunos casos, contradictorio; los discursos oficiales difundidos por los medios declaran que atravesamos una de las mayores aperturas en cuestiones de libertad de expresión y aceptación de los amplios grupos que conforman la sociedad.
No obstante, la segunda cara de la moneda expone que también vivimos una etapa de violenta censura y marginación: en México, los periodistas son quizá uno de los gremios más golpeados. Las mujeres siguen padeciendo los abusos de un sistema frívolo y de costumbres heteropatriarcales —es decir, que el género masculino y la heterosexualidad se imponen sobre otros géneros y orientaciones—, cuando en materia de seguridad se han implementado estrategias de protección más bien obsoletas y contraproducentes, ineficaces y hasta discriminatorias.
Se les exige a las mujeres ser femeninas cuando lo femenino y lo masculino son construcciones sociales. Es difícil ver los entretejidos de la sociedad en la que se violenta a la mujer cuando estas prácticas se han normalizado y han penetrado en todos los sectores, desde el político hasta el académico y cultural.
La moda es otra de las tiranías que impone estereotipos de belleza exclusivos de algunas sociedades y somete los cuerpos y voluntades tanto de hombres como mujeres, aunque pareciera ser más frívola con ellas; la ligereza que les exige es de insoportable pesadez. El campo cultural no es ajeno a estas prácticas que, aunque se han combatido, llegan a reproducirse, por más apertura que éste ha conseguido.
Las escritoras se vieron al principio en condiciones desfavorables, más todavía que las que hoy en día se atraviesan. ¿Cómo las autoras se han empoderado? Ejemplos hay muchos, pero incursionar en un sistema que privilegia lo masculino obligó a algunas escritoras a metamorfosearse, buscar la forma de engañar al sistema para infiltrarse. Hábiles creadoras encontraron en el travestismo autoral la forma de ocultarse y poder sortear los caminos hacia la publicación de su literatura. En las siguientes líneas descubriremos algunas narradoras detrás de la máscara.
Josefina Vicens:
Ella es muy conocida por su novela El libro vacío, obra maestra de la literatura mexicana. Asimismo, Josefina Vicens, Diógenes García y Pepe Faroles guardan un íntimo secreto —no muy difundido— en común: son la misma persona. Se casó a la temprana edad de veinticinco años con José Ferrel, aunque su matrimonio duró apenas un año; fue apodada “la Peque” y ganó el Premio Xavier Villaurrutia en 1958. De aspecto severo y voz ronca, Josefina Vicens adoptó no sólo los mencionados pseudónimos para escribir opiniones que en varias ocasiones eran concedidas únicamente a voces masculinas, sino que cada uno desarrolló su esencia propia. Mientras Pepe Faroles se dedicó a la crónica taurina —a la que Vicens era aficionada—, Diógenes García escribía opiniones sobre la política mexicana; Josefina también escribió algunos guiones cinematográficos de los que se sentía orgullosa y que, además, la hicieron ganadora del Premio Ariel: Renuncia por motivos de salud y Los perros de Dios. Cuando su salud empezó a decaer y las personas y amigos comenzaron a distanciarse, Vicens atravesó por una de las etapas más difíciles de su vida.
Fernán Caballero:
Como bien suponen, éste es otro de los pseudónimos empleado por una escritora, en este caso por Cecilia Böhl de Faber y Larrea. Cecilia fue educada bajo la regla del catolicismo y cierto conservadurismo, tanto por sus padres como por su abuela paterna. No obstante, su familia también influyó en ella desde el ámbito cultural, quizá más la figura de su padre, Nicholas Böhl de Faber, quien fue un hispanófilo alemán que defendió el teatro áureo y otros escritos hispánicos; él mismo acercó a su hija algunas de las ideas del romanticismo alemán pregonadas por Schlegel. Cecilia contrajo matrimonio en tres ocasiones, y enviudó de los tres, lo que le generó varios problemas económicos. Con respecto a su obra, hubo una crítica dividida: la que defendía la propuesta ideológica que reflejaba y la que la denostaba; ésta última tendió a hacerse más fuerte cuando se descubrió quién era el rostro detrás de Fernán Caballero, llegando en varias ocasiones a ser un ataque personal, más cuando algunos la apodaron “musa neocatólica”.
Olive Schreiner:
Su padre fue un cura luterano que, junto con su madre, viajó como misionero a Cabo del Este. Las posturas que se mantuvieron en torno a los temas religiosos fueron controversiales dentro de la familia: Olive tomó un camino distinto al de sus seres queridos, profundamente religiosos. Hacia 1881 viajó a Inglaterra para intentar estudiar medicina o enfermería. Su precaria salud le impidió continuar con sus estudios. No obstante, Olive aprovechó para encontrarse con el escritor inglés George Meredith, y le dio a leer el manuscrito de una novela que guardaba y que le traería un éxito favorable en el ámbito literario. El veredicto del escritor fue conciso. Tras sugerir algunos cambios, la novela tenía que publicarse. La joven Olive dio los pasos siguientes para que su texto viera la luz, aunque no sin un resquemor de sufrir el rechazo, más cuando supieran que era mujer. Por tal motivo, Historia de una hacienda africana fue publicada bajo el pseudónimo de Ralph Iron. Cien mil ejemplares se agotaron rápidamente. Lo que continuó fue una serie de éxitos y consagración literaria. Poco a poco, Olive incursionó en la política sudafricana, defendiendo y demandando los derechos tanto de mujeres como de las personas de raza negra
George Sand:
El nombre que recibió al nacer no fue el que hoy nos refiere a sus obras literarias. George Sand es tan sólo el pseudónimo de Amandine Aurore Lucile Dupin. El investigador francés Jean Chalon publicó una biografía sobre la escritora, basado principalmente en su correspondencia, donde se enfoca en combatir algunos comentarios que se fueron creando en torno a tan polémica figura de la literatura francesa. Además de tomar la decisión de abandonar a su marido, cosa poco común en aquellos años, Aurore decidió dedicarse a escribir, actividad también inusual para una mujer durante el siglo XIX. Sin embargo, con la férrea postura de volcarse a la literatura emprendió una carrera que le granjeó el reconocimiento que guarda hasta hoy.
Isabelle Eberhardt:
Hija de Nathalie Moerder, aristócrata que había escapado de su antigua vida con el tutor familiar y ex sacerdote Alexandre Trofimovsky, que dejó los hábitos para convertirse en anarquista. A Isabelle la caracterizaron la rebeldía y la osadía con la que emprendió el sinuoso camino de su vida. Cuando se mudó con su madre a Argelia, para Isabelle significó el emprendimiento de una nueva etapa, mientras que para Nathalie significó la última: al poco tiempo falleció. Aquellos años Isabelle se convirtió al Islam, cambió de vestimenta, adquirió nuevos hábitos, adoptó el nombre Si Mahmoud Essadi y comenzó a escribir. Isabelle prefirió mantenerse en la parte árabe de la ciudad donde residía, para evitar los asentamientos franceses que se escandalizaban por su vida salvaje y llena de excesos que trastronaban las mentes de los colonos conservadores. Se unió a una secta secreta, Qadiriyya Sufí, y en 1901 sufrió un atentado, en el que intentaron asesinarla y por el que, de un sablazo, casi pierde el brazo izquierdo. Tras el juicio, Isabelle fue expulsada de la colonia. Nada la detuvo ni dejó de escribir. Se casó con un sargento argelino y regresó a África. Aunque no pasaría mucho antes del trágico final; el 21 de octubre de 1904 la ciudad Ain Sefra, donde la pareja vivía, sufrió una inundación repentina, donde Isabelle falleció ahogada por rescatar a su esposo y algunos de sus manuscritos. No publicó nada en vida y, no obstante, hoy Isabelle o Si Mahmoud Essadi sobrevive a la inundación que aún amenaza con el olvido.
Por R. R. Fullton
MasCultura 25-oct-16