Imagino que tengo 10

Imagino que tengo 10
NIÑOS
Rodrigo Morlesin

A los diez años tenía tan pocos libros que difícilmente llegaban a diez, llevaba buenas calificaciones a casa y por esos años me gustaba ver Don Gato, Defensores de la Tierra y El Conde Pátula. Pero lo que más me gustaba era leer.

Hace suficientes diez años que dejé atrás esos diez años, ahora mis libros multiplican ese diez por cientos. Mi vida ha cambiado tanto que a los diez años no me hubiera imaginado siquiera quién soy ahora.

Pero ahí estaba, la semilla palpitaba y esperaba su momento. Me gustaba dibujar y crear cosas; una caja de cartón se convertía en un remolque para acampar en tan sólo una tarde.

Mesas y sillas de papel, un pedazo de tela en un hueco mal cortado con las tijeras de punta redonda se transformaban en la ventana de la cocinera desde donde se apreciaba un bosque imaginario de juguetes e intrincadas montañas de colcha color azul. Con ese remolque recorrí miles de sitios imaginarios, me trepé a los árboles mas altos del mundo y escapé de bestias terribles y espeluznantes La imaginación era mi antorcha a la hora de jugar.

Robinson Crusoe, La isla del tesoro, Tom Sawyer… todos llegaron una tarde, de golpe y porrazo, y se instalaron junto a mi cama sin pedir permiso. Eran el regalo de mi tía Susana.

Rodrigo Morlesin

Sencillamente no sabía (ni ella, ni yo, ni nadie) lo que estaba provocando.

Los libros me dieron la imaginación y yo decidí hacerles caso, mientras mis libros del colegio se aburrían de mí. Y yo de ellos. Mientras los mal forraba con papel lustre y plástico transparente para el inicio a clases los iba resolviendo y así a principios de año ya los había completado. No es que fuera muy estudioso, es que me resultaban muy fáciles de hacer, tenía buena memoria y concentración. Ahora todo es muy diferente, me cuesta recordar hasta los números de teléfono, a veces mi memoria se va de paseo sin avisar.

Pero algo que nunca me ha abandonado es la imaginación. Por muy adulto, responsable y preocupado que esté, la imaginación siempre me acompaña. De niño imaginaba que los extraterrestres me habían depositado en este planeta y jugaba a que no entendía ni papa de lo que mis papás decían.

La sopa de letras se cuajaba en el plato mientras yo… imaginaba,

El agua se derramaba en el lavamanos mientras yo… imaginaba.

La parada del camión se alejaba a mis espaldas mientras yo… imaginaba.

AVISO URGENTE: HEMOS PERDIDO LA INFANCIA Y NO SABEMOS DÓNDE

En algún momento se nos salió de la bolsa por andar jugando tirados en el piso y sin darnos cuenta. De repente ya no estaba ahí. ¿O la dejamos en el pantalón y se fue por el desagüe de la lavadora ultra centrifugadora?

En esos días jugábamos a ser héroes: salvábamos al perro, a la familia y hasta al mundo entero. El Supergordo, de Peter Carey, demuestra que con imaginación, determinación y un par de tenis no hay obstáculos para la voluntad de un niño. Matilda, de Roald Dahl, referente del empoderamiento, nos recuerda que siempre podemos echar mano de la imaginación para salvar el día. Y para más prueba, otro gran clásico, Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak, en el que las paredes de la habitación de Max se transforman en un robusto bosque que nos lleva a la tierra de los monstruos.+

 

Los extraterrestres me buscaban y yo no los escuché porque… imaginaba.

La vida misma se sucedía frente a mí mientras yo… imaginaba.

La voz de Ma. Stella, mi mamá, se hacía lejana mientras gritaba:

—Rodrigo, estás en la luna de Valencia —y yo imaginaba ser el conquistador de una luna que sólo existía en el puerto español donde nació mi papá. Un golpe en el imaginario casco me devolvía a la tierra donde la sopa de letras formaba historias frente a mí, donde Gerónimo, nuestro gato, ya estaba sobre la mesa listo para llevarse el bistec. No hace falta decir que el gato era mucho más despabilado que yo.

—Así de despistado no vas a llegar a ninguna parte —se quejaba Curro, mi papá—. ¿Qué voy a hacer contigo? —mientras Serrat cantaba a Benedetti.

Ni yo sabía qué hacer conmigo.

Ahora que soy adulto, imagino un perro llamado Elvis que habla y es más bueno que la miel, que la ha pasado mal pero está decidido a luchar por una familia.

Durante mis viajes en metro rumbo a mi trabajo, invento historias de seres que viven en el subsuelo y se alimentan de roca, vías de acero electrificado, vagones naranjas y por supuesto el relleno cremosito de los vagones. Imagino que salvo al mundo del tedio que da la rutina, imagino vidas maravillosas para las personas que se compactan en el vagón mientras me roban el celular.

Alicia, mi esposa, tan hermosa como sensata y optimista, me tranquiliza: —Qué bueno que no te diste cuenta de que te lo robaban, te hubieras peleado con ellos, y seguro perdías.

Hoy sigo sin saber qué hacer conmigo, pero sí sé que hacer con mi imaginación. Soy escritor, diseñador, recomendador de libros en video y lo que imagine esta semana.

Imagino que tengo diez años, diez libros nuevos y diez razones para seguir imaginando.+