Columna Jóvenes: "La arquitectura de los libros"
Hay libros que son como tu casa: los abres, te internas entre sus páginas y te sientes a tus anchas. Casi que te quitas los zapatos, te subes a tu capítulo favorito (como quien se apoltrona en su sillón consentido) y te olvidas de las prisas y los problemas cotidianos. Son libros que puedes releer una y otra vez, donde lo más importante no es el final sino el recorrido. No te urge saber quién hizo qué o cómo se va a resolver tal o cual enredo, y más bien disfrutas los pasajes que más te gustan.
Por supuesto, cada uno de nosotros va haciéndose de sus libros-casa, dependiendo de los intereses, los momentos de vida y, a veces, hasta de las circunstancias. Por ejemplo, en mi caso, uno de mis libros-casa favoritos es Las dos torres, de J. R. R. Tolkien (Editorial Minotauro), segundo tomo de la trilogía El Señor de los Anillos. ¿Por qué precisamente ése? Hace muchos años hicimos un viaje familiar mi papá, Mary, su esposa, mi hermano y yo. Y, por azar, el único libro que llevábamos, entre los cuatro, era ése (lo llevaba mi hermano, pero lo expropiamos por el bien común). Pasamos dos días en un barco y otros dos en un hotel donde no había nada, por lo que buena parte del tiempo lo dedicamos a leer Las dos torres. Nos turnábamos para leer en voz alta y el resto escuchaba. Desde entonces, cada vez que lo leo me acuerdo de esa sensación tan grata.
Hay otros libros que, más que un hogar cómodo, son como laberintos, como si sus autores los hubieran construido para confundir al lector, hacerlo dudar de sus pasos, detenerse, avanzar de nuevo, más despacio, fijándose en todos los detalles… Son historias que exigen mucho pero que también pueden dar mucha satisfacción. En esa categoría yo les recomendaría especialmente dos libros: La mano de la buena fortuna, de Goran Petrovic (Sexto Piso), y Todos los vientos, de Erika Mergruen (Cal y Arena). Ninguno de estos dos tiene la etiqueta de “juvenil”, pero no la necesitan: puede que sean historias más complicadas que las que suelen catalogarse así, pero una vez que les agarras la onda, el paseo por el laberinto es divertidísimo.
En La mano de la buena fortuna, el autor plantea el concepto de la “lectura total”: los lectores que de verdad se meten en el libro pueden encontrarse dentro de sus páginas a otras personas que estén leyendo el mismo libro al mismo tiempo. Pero los más hábiles pueden hacer más que eso… así que un escritor decide crear una novela refugio, donde su amada pueda entrar y vivir con él, evitando así un matrimonio impuesto… La trama se complica, por supuesto, pero es deliciosa.
Por su parte, Todos los vientos entrelaza varias historias: en una, la protagonista es Luisa, quien está por dejar de ser niña para convertirse en mujer mediante un ritual al que someten a todos los chicos de su pueblo, Umbrías, un poco en la vena de Alicia en el país de las maravillas. En otra, se narra, a modo de cuento de hadas, la historia en la que se basa el ritual. En otra más, el escritor de la historia de Luisa cuenta sobre la novela que le rechazaron y, en paralelo, sobre la historia de amor que está viviendo. Y en otra, tenemos el diario de un personaje más, Roderico, habitante de Umbrías, que nos describe los rarísimos usos y costumbres del lugar. Las historias se enredan, se separan, a ratos parece que se contradicen o que se confirman unas a otras; pero el resultado es una lectura inolvidable.
Por supuesto, hay otros tipos de arquitectura literaria: hay libros como campanarios de iglesia, desde cuya cima podemos observar el mundo (así me parece, por ejemplo, el poemario Viento del pueblo, de Miguel Hernández) y libros como búnkers, que al meternos en ellos el mundo exterior pareciera no existir (como La historia interminable, de Michael Ende). Pero entre mis favoritos están sin duda los libros puente: ésos que crean lazos entre generaciones, culturas, clases sociales. Y entre ésos, uno que leí recientemente y que me encantó es Fallas de origen, de Daniel Krauze (Planeta), novela que nos cuenta cuatro días caóticos y autodestructivos en la vida de un joven de clase acomodada que sólo así puede tratar de elaborar su duelo por la muerte de su padre. Más allá de la anécdota, Fallas de origen establece puentes entre la mente de ese personaje torturado y su lector: a pesar de que el tipo puede parecer insoportable, es imposible no sentir empatía por él, y acompañarlo en su viaje.
¿Campanario, puente, laberinto, búnker o dulce hogar? La única forma de saberlo es abriendo el libro. Pero eso sí, los buenos libros siempre son refugio.
Por Raquel Castro
MasCultura 09-ago-16