La patria perdida y los sueños recobrados: ‘Siempre un destierro’, de Gabriela Couturier

La patria perdida y los sueños recobrados: ‘Siempre un destierro’, de Gabriela Couturier
Jueves 5 de septiembre de 2019
Antonio Penella Garza Ramos

“Todas las familias felices se parecen unas a otras. Las infelices lo son a su propia manera”. Así comienza Ana Karénina y, más que buscar un lugar común, el grandioso inicio de esta novela sirve para ejemplificar un hábito que podemos encontrar en todas partes del mundo: el rastreador.

Es el sujeto que, con el paso de los años, se comienza a interesar en sus raíces, aquella persona que resguarda los tesoros familiares, las pequeñas herencias como los collares, los anillos o las cartas.

Cada familia tiene a su rastreador. Son ellos que recuerdan mejor que nadie los sucesos de una fiesta, una boda o una simple anécdota de la infancia, aquella persona prodigiosa que recuerda el nombre de cada uno sus primos, yernos y tíos lejanos: esos que, insatisfechos ante cada historia, buscan a sus antecesores para saber más de cómo se formó su familia y cuándo sucedieron las cosas… escuchan por horas a sus antecesores y, posteriormente, publican sus memorias.

Cuento todo esto, porque el caso de los rastreadores llega a Siempre un destierro, la segunda novela de Gabriela Couturier, en la que dos primos —separados del mundo por distintas peripecias— se conocen y nutren una nueva amistad gracias a la obsesión de su rastreador por conocer más de sus parientes mexicanos.

A partir de una serie de cartas, la autora recrea el misterio fundacional de la familia Couturier-Desoche, que emigró de la Alta Samboy Francesa hasta la selvática y siempre calurosa Veracruz. Sin embargo, esta no fue la única migración que se relata en el libro, ya que ciertos pasajes nos transportan a la capital del país, así como a Argelia, donde transcurrían los últimos suspiros del colonialismo francés, y a Túnez.

Es una novela familiar donde se habla del conflicto entre perder la identidad y asumir una nueva, gracias al exilio, la conquista de nuevos amores y, por supuesto, la necesidad de construir nuevos recuerdos.

Cada destierro o exilio abre un abanico con nuevos y fascinantes personajes, como Simon-Claude, un curandero y veterinario que se hizo famoso por tener la capacidad de cuidar la rabia. De su linaje también surge Ernest, un soldado forzado que, por peripecias de la vida, terminó amando a tres mujeres, mismas con las que planteó la misma cantidad de futuros y que, al final, todos fueron perdidos; o su hermano Anselme, quien perdió el sentido de la vida cuando los demás trataban de cambiar su destino.

Si bien la cantidad de personajes es vasta y es necesario tener en claro sus vínculos, Couturier va construyendo una estructura interna que permite ir cerrando sus capas. Lo mejor de todo, si se tiene dudas, como yo las tuve, basta con mirar las últimas hojas del libro para encontrar el rastro perdido.

Más allá de los romances —que conforman gran parte del libro—, la lucha por la supervivencia, así como la necesidad de exiliarse por el hambre y la guerra —otro aspecto a rescatar—, y que se convierte en una de las grandes virtudes de este libro, es que nos hace reflexionar qué tanto de nuestra personalidad está determinada por nuestras circunstancias y qué otro porcentaje es heredado. ¿Cuántos de nuestros gestos no son un reflejo de cómo reaccionaban nuestros padres o abuelos? Si nos enfrentamos a una adversidad, ¿lo hacemos de la misma forma que nuestros padres o tratamos de romper con el patrón para construir nuestro propio destino?

El juego de espejos complementarios se amplía con la duda sobre qué tanto adaptarse, o no, a nuevo espacio. Si bien los franceses que llegaron a Veracruz formaron su propia colonia bajo la misma idiosincrasia europea, el mestizaje resulta inevitable: ya sea a través de la gastronomía, la adopción de vocabulario, o simplemente los lazos que formamos en nuevas tierras, la decisión de volver a Francia se vuelve remota para gran parte de los personajes no sólo por una cuestión de tiempo o de distancia, tampoco por falta de patriotismo; no, su tierra siempre está ahí. Ya sea como un referente, como anhelo o como un recordatorio de lo perdido y lo ganado en la vida.

En medio de la tierra perdida y la prometida viven, especialmente, Eline, Franceline y Ernest, quienes reflejan que lo más aberrante, inspirador y atemorizante para la humanidad es aquello que los aparta de sus costumbres. Por ello, cuando intercambian correspondencia con los demás, constantemente se habla de los cambios acaecidos en sus vidas tras su separación: ¿Cómo son las plumas de las aves? ¿Qué se come en estas tierras? ¿Es cierto que en México no existen las estaciones?

No soy partidario de ideologizar la literatura. Me parece un esfuerzo reduccionista en el mejor de los casos. En el peor, una suerte de censura; sin embargo, el contexto del mundo me da el pretexto perfecto para hacer un pequeño paréntesis. La crisis de los chalecos amarillos, el ascenso de la xenofobia y el movimiento antiglobalización, más allá de hablarnos de la falta de oportunidades, en el fondo, aquello que las condensa y une, es nuestra incapacidad de ver por lo demás y, por ende, de entenderlos y asumirlos como propios.

En un mundo tan cambiante, en el que las mayorías raciales están por cambiar y donde cada vez es más difícil donar tiempo o recursos para alguien más, los nuevos discursos políticos buscan conquistar el poder a través de la construcción de comunidades identitarias, Nuestra responsabilidad es pensar que todos, en algún grado de distancia, hemos sido Ernest, hemos necesitado de un nuevo espacio donde desarrollarnos, pero también somos como Elise, que odia su nuevo destino pero tampoco tiene el impulso de cambiarlo…

El punto es que este libro, en menor medida, puede despertarnos la idea de que la confrontación y el exterminio de diferencias hace de cualquier recóndita esquina, un purgatorio hecho a la medida.+