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Clarissa Dalloway y la extrema conciencia de sí misma

Clarissa Dalloway y la extrema conciencia de sí misma

Brenda Ríos

Ante el furor con la serie de The White Lotus (Mike White, Estados Unidos, 2025), hay que hablar de uno “de sus personajes más emblemáticos: una burguesa sureña, Victoria Ratliff, que vive a base de lorazepam y vino blanco en ese hotel de lujo en Tailandia a donde llega con su familia. Tardé días en imaginar a quién me recordaba, de dónde venía esa especie de displicencia, seguridad acomodada y confianza en su sistema de valores. Lo supe de pronto, ese personaje es una señora Dalloway flotando en una nube de superioridad moral, pero amante de los suyos y de su modo de vida. 

Victoria Ratliff en ese momento eterno de la ficción tiene cincuenta y dos. La señora Dalloway cumple cien años. Está a punto de dar una fiesta. 

La señora Dalloway (1925) arranca una mañana en la que acontece todo un mundo en un solo día. Una novela del flujo de conciencia, una especie de monólogo interior, pero en distintas voces. Cada personaje está “pensando” y en esa muestra del pensamiento se ilumina un cambio en la literatura universal, en el modo en que nos hace partícipes de esos “interiores” de cada uno. Están pensando en el mismo instante que cambian de un yo a otro. 

Escrita justo después de la Primera Guerra Mundial, es una novela que distrae con la temática de una fiesta en casa de una familia acomodada en Londres, mientras, por otro lado, suceden cosas terribles. 

Bien pudo haber sido sólo la historia de amor de un ama de casa que se reencuentra con un hombre con el que no se casó y que estuvo apasionado por ella. Ella no es pasional, lo dicen varios personajes que la describen. Es delgada, con cara de pájaro y una postura erguida y señorial. Distinguida, fina. Centrada en las buenas maneras, los buenos modales y la corrección absoluta. 

En el prólogo de una de las ediciones del libro, Vargas Llosa dice que los personajes son en realidad simplones y que sólo el talento de Woolf logra levantarlos de su insignificancia. Discrepo. No es que importe mi discrepancia, claro, pero eso es justo lo que sucede en esas vidas cruzadas en un día, entre conocidos y desconocidos donde lo pequeño se hace enorme. Estas breves y pequeñas vidas son profundas porque la narradora se toma el tiempo para verlas, para mostrarnos lo que está viendo en ese presente alargado hasta el fin. Un presente continuo. 

La novela es la exploración del tiempo, lo subjetivo del tiempo que habita en cada uno de los personajes y la forma en que éste puede extenderse hasta abarcarlo todo. Un tiempo interno. Un tiempo de pensar en uno mismo. Dalloway misma se detiene cuando llega a algo que no le gusta explorar demasiado: el arrepentimiento de no haberse casado con Peter Walsh, su felicitación por haber elegido a Richard Dalloway. Pero fluctúa, va de un lado a otro, peligrosamente. 

Ahora, me gustaría detenerme en dos personajes secundarios que son absolutamente contemporáneos: por un lado, la señorita Kilman ―maestra de Elizabeth, hija de la señora Dalloway―, que es toda negación: no es joven, no es guapa y sólo tiene de su lado su título académico, su fe. Desde su humilde posición desprecia a la señora Dalloway por frívola y cómoda. Y ésta, a su vez, se ríe de ella porque sabe que la mira desde la pobreza. Una mujer como un chantaje vivo. 

Por otro, Septimus Smith, ese veterano de guerra que sufre lo que ahora tiene nombre: trastorno de estrés postraumático más que una depresión. No sabemos qué vivió en la guerra, estaba en Italia, perdió a su amigo Evans y, aunque sobrevivió, no puede sentir. Finge que está enamorado, engaña a una chica que hace sombreros en Milán, y también a su familia entera, y se casa con ella llevándola a Londres. Cinco años después del casamiento, la situación comienza a empeorar. Septimus acude con dos médicos: uno lo deja en cama y se burla de sus síntomas; el otro busca internarlo porque se da cuenta de la gravedad del tema. Seis meses quiere tenerlo en descanso. Sin estímulos. 

Septimus es la misma Woolf. Pero Septimus no resiste. Se suicida ―como lo hará años después la propia autora que padecía de bipolaridad y depresión―. Y la vida de los demás sigue intacta.

La señorita Kilman y Septimus son tan frágiles que uno podría tocarlos. No así la protagonista, la dueña del sitio, “la perfecta dama de sociedad”, como le dijo un par de veces su ex prometido, Peter Walsh. Y en esa perfección ella centra la felicidad, en los detalles, en las flores, en la limpieza, en tener todo listo: la casa hermosa, la hija perfecta, el marido conservador. El matrimonio, las cosas que son para siempre. Clarissa está pensando siempre en todo lo que necesita hacer, las charlas, las cenas, todo para ayudar a su esposo a triunfar. 

Por qué, entonces, esas diatribas eternas y las dudas. Por qué el arrebato por Peter cuando, esa mañana, llega de sorpresa y la interrumpe en el instante en que ella misma está a punto de coser su propio vestido de noche ―pues los empleados están apurados con los preparativos de la fiesta― y se siente juzgada por él. Y Peter la ve, rodeada por los cuadros, alfombras, muebles, todo lo más caro, lo mejor de lo mejor, y repara en que Clarissa y su marido ―por el que lo cambió― pensarán que él es un fracasado ―porque lo es―. Ella eligió la vida acomodada y él, la aventura.

Sin embargo, se miran y se cuentan la vida y se reconocen como esos que estuvieron a punto de casarse, es como si ese amor no se hubiera ido. Hay lazos que unen a pesar del tiempo. La escena del verano en el que Clarissa lo rechaza vuelve a instalarse entre ellos. 

Tienen cincuenta y pocos, la mediana edad. Las decisiones que no tomaron y que los llevaron por caminos distintos. La vida libre y viajera de Peter que ella tacha de irresponsable y la vida asentada de Clarissa, cómoda, que él tilda de convencional ―no dice burguesa, pero esa palabra flota en el aire―. Ambos tienen razón. Los dos son una suma de acciones emprendidas cuando se separaron.

Él se había cansado de los buenos modales, la cristalería, los rituales de la cena, las caballerizas ―porque a ella le gustaba montar―. Esa comodidad que viene con el dinero, pero que arrastra una serie de prejuicios de clase y, también, de la diferencia de crianza entre hombres y mujeres ―preocupación que circula en toda la obra de Woolf―. 

Clarissa piensa demasiado en lo que tiene, en el hogar, en la vida. Es un análisis completo y absoluto cada instante de ese día. Se explica el mundo, se justifica. Se perdona. Hizo lo que se esperaba de ella. Pero, entonces, por qué se perturba cuando el pasado llega a su casa e irrumpe de esa manera. Qué queda de ella si no la vida que no eligió. Dice que no se arrepiente, pero su insistencia es tal que la acompañamos con suspicacia.

 

La señora Dalloway es delicada y tiene un propósito en la vida: flotar sobre las cosas. La extrema conciencia de quién es está ahí, pero también la conciencia de clase. No puede desprenderse de ello. Esa conciencia es una sola entidad: uno es en la medida en que pertenece a un grupo, a rituales, a lenguajes particulares. Clarissa se cansa de pensar, pero afirma en ese acto, una y otra vez, que su especie seguirá y será así hasta el fin de los tiempos.

 Si la novela celebra el fin de la guerra, Clarissa es la afirmación de la vida, aun si frívola, son los actos civilizatorios los que afirman nuestra humanidad. Hay que seguir adelante y procurar, de preferencia, que todo sea perfecto.

 

Las expectativas no correspondían meramente a una persona joven, más bien eran producto de un contexto, predestinación y voluntad de experimentar lo que les fue dado. Los buenos modales pueden ser rotos en la juventud mientras sean recuperados en la vida adulta porque se espera que la gente se divierta sólo un poco antes del destino fijo, definitivo, ulterior. Ese fin tremendo, brutal y serio que les espera a todos: el empleo, la casa, la familia, los deberes, los valores morales.

Las mujeres no arriesgarían más allá. Por eso no trasciende la amistad de Clarissa joven con Sally Seton, esa chica que fumaba y se paseaba desnuda por la casa para escandalizar a su abuela. Clarissa se enamora de Sally de un modo único, como las mujeres aman a las mujeres Y quizá, por eso mismo, se casa con el hombre predecible y cómodo. Peter Walsh es una utopía, igual que Sally lo es: amores como acantilados. La calma de Clarissa es no haberse aventado nunca.