Matisse – Picasso: La envidia que construyó el arte moderno.

Matisse – Picasso: La envidia que construyó el arte moderno.

Picasso dijo: “Sólo existe Matisse”, y Matisse: “Sólo Picasso me puede criticar”. Ambos se buscaban en sus propias creaciones, incitando el encontrarse y aprehenderse mutuamente. Pero la relación no comenzó así.

Yara Vidal

El arte moderno se construyó como un proceso de admiración, competencia y múltiples diálogos; se sentían envidiosos y al mismo tiempo alumnos entre ellos mismos. Estudiaron el detallado clasicismo de Velázquez, el romanticismo de Delacroix y el postimpresionismo de Cézanne, asimilaron a todos los que les significaban la tradición y la maestría. Sus obras comenzaron a crear una conversación que muchos artistas en su momento tal vez no comprendieron y hoy en día tal vez no terminemos de entender su tan valiosa yuxtaposición. 

La ambición 

El joven Pablo Ruiz Picasso llegó en 1900 a París sabiendo poco francés y se cruzó con un Henri Matisse doce años mayor que él, establecido como el líder de la avant-garde, y un maestro en su manejo de la sociedad francesa. En 1904 y 1905 Matisse pintaba con la técnica del puntillismo la obra Lujo, calma y voluptuosidad, y expuso El gozo de vivir con éxito en el Salón de los Independientes de París. Picasso lo escuchó, admiró y estudió; tuvo que adentrarse en una carrera simbólica para poder establecer un diálogo directo con él, en un espacio consagrado que le habría tomado años alcanzar, Picasso lo logró en 1907 al crear el ícono de las obras de arte del siglo xx: Las señoritas de Avignon, rotunda obra que expone contrastes entre el placer y la violencia en la vida de prostitutas. 

Matisse se sorprendió con la obra, y de inmediato comenzó a tomar nota de la increíble ambición del joven por hacer temblar el entorno, ya que este cuadro fue recibido con críticas adversas: la más constante era el horror y la fealdad de las señoritas. Matisse sabía que esa recepción en el público valía más por haber logrado conectar con la gente, acalambrarla, y que esa respuesta negativa venía, de manera proporcional, de la fuerza de la verdad en la obra de arte. Su obra no había pasado indiferente, y menos a la mirada de Matisse. Diversos autores comenzaron a copiarlo, pero jamás lo igualaron. Picasso había logrado conectar como un estruendo con la psique humana donde habitan la violencia, la sexualidad, la misoginia y los bélicos años que sucederían. 

El primer encuentro 

La escritora y coleccionista norteamericana Gertrude Stein los presentó en París en 1906; saberse bajo el mismo patronazgo también incitó en ambos un tipo de competencia. Sus caminos se cruzaron en varias ocasiones: mientras uno exponía en una galería, el otro corría a pintar guirnaldas en un montaje para Le Grand Palais. En el momento más efervescente del arte moderno, Gertrude y su hermano Leo descubrieron a Picasso al adquirir La mujer con el sombrero en 1905. 

La relación entre Gertrude y Picasso fue tremendamente cercana, y ella le ayudó a adentrarse y a navegar una sociedad que estaba dominada por la admiración hacia artistas que eran aceptados por el valor estético normativo. No sabían lo que venía de este terremoto de Málaga: “El artista que crea algo nuevo lo debe hacer feo. Por la intensidad de la batalla de la creación. No sabe qué hará. Y los que solo imitan hacen las cosas bellas, porque ya saben qué están haciendo y ya fue inventado antes”. 

Según varios historiadores, como Jack Flam en su libro Matisse and Picasso (West View Press), los diálogos entre los hermanos Stein y los pintores seguramente fueron sublimes; los retaban, los cuestionaban, los animaban. Parecería que el arte de Matisse se resiste a la interpretación. Los sujetos de su obra comúnmente eran neutrales y frecuentemente llevados a un nivel metafísico. El encuentro con ese mundo (en lugar de lo social como en su propia), es de las cosas que lo fascinarían a Picasso.

Parecería que la obra de Matisse ignoraba temas políticos y sociales sobre el mundo que le rodeaba, a diferencia de Picasso, que pintaba guerras y no ocultaba sus puntos de vista. 

El erotismo fue un tema trascendental en ambos artistas y podemos observar diversas etapas según sus compañeras del momento. Matisse introdujo a Piccaso en el arte tribal africano en 1906, algo que tuvo enorme influencia en el desarrollo posterior del pintor español y, particularmente, en el descubrimiento del estilo cubista. 

 

Era habitual el intercambio de obras entre ambos. Cuenta Gertrude Stein que en una ocasión Picasso eligió un cuadro de Matisse porque era el peor de su producción (Retrato de Marguerite, hija de Matisse), y sus amigos se dedicaron a tirarle dardos a ver quién acertaba en la nariz. Años después, Picasso confesó que se sentía arrepentido de no haber detenido a sus amigos. Gertrude comentó: “Se complementaban, se odiaban y admiraban, necesitaban uno del otro”. 

Los lazos entre ambos pintores salen a flote cuando se examina el diálogo entre ellos, la manera como se alimentaban mutuamente y también como reaccionaban el uno contra el otro. Matisse era reservado y amable, mientras que Picasso era egoísta, impulsivo y altivo, Picasso era comunista y Matisse no expresó interés en usar su obra para ningún fin político. 

En 1946 se presentó en Londres una exposición de ambos; los críticos tiraron comparaciones, como también ellos mismos. Es posible que Matisse y Picasso hayan discutido los detalles, desde los marcos hasta la museografía. Se dice que Matisse le confió a un amigo antes de inaugurar que “sentía que estaba a punto de convivir con un epiléptico, y que para él, siempre parecerá una niña”. 

Compartieron también celos, mujeres, cenas, agentes e incluso comisiones para diseñar vestuarios para el ballet ruso de Diaghilev. Albert Skira los contrató para ilustrar un par de libros. A Matisse le encargó unos poemas de Mallarmé, y a Picasso las Metamorfosis de Ovidio. Se dice que Picasso se molestó e incluyó un pez dorado en su pecera, símbolo característico de la obra de Matisse. La combinación de amistad, rivalidad y mutuo estudio será difícil de olvidar. “Picasso lo ve todo”, repetía Matisse. “Nadie ha mirado la pintura de Matisse con más detenimiento que yo, y nadie ha examinado mis cuadros con más detalle que Matisse”, ostentaba Picasso. 

Cuando Matisse murió, en 1954, Picasso mostró su afecto por el genio francés. Rehizo las serie Mujeres argelinas, de Delacroix, como un homenaje a su colega y dijo: “Me dejó en herencia sus odaliscas, y es mi idea de Oriente, aunque yo no lo haya visitado nunca. En el fondo, sólo existe Matisse”. 

La reacción química entre estos artistas ha inspirado libros, investigación de historiadores del arte y curadores que, fascinados por ese diálogo, han tratado de documentar cómo la grandeza de ambos alimentó una pasión que dio nacimiento a obras hoy valoradas en millones de dólares. 

Los paralelismos son continuos desde principios de siglo, como quedó claro en la exposición “Matisse-Picasso”, que recorrió los principales museos de arte contemporáneo del mundo en 2003. Pocas veces se ven exhibiciones de arte como la que presentó en 2003 la galería Tate Modern de Londres, con 180 obras. Se le rindió homenaje a la amistad —y rivalidad— que los unió de entre 1906 y 1954. Esta exposición, que por su gran trascendencia conmocionó al mundo del arte, también se presentó en Le Grand Palais de París y en el MoMA de Nueva York, un proyecto que tomó 6 años en realizarse y 6 curadores. “Esta es una de las más importantes historias de amor de todos los tiempos”, señala el experto en arte cubista John Golding. Matisse se adentró al mundo decorativo, Picasso a las entrañas del mundo. Y sus constantes chispazos de genialidad iluminaron el mundo del arte para siempre. +

Léelo también en nuestro número 122, dedicado a los 7 Insaciables / 7 Pecados Capitales