Select Page

Los signos del silencio: pederastía

Los signos del silencio: pederastía
28 de febrero de 2020
Itzel Mar

Antes y después de las palabras, el silencio. También entre ellas. Es la distancia que las reúne y las vuelve prodigiosas: su alteridad. Los hay incandescentes, fornidos, con forma de convicción, íntimos, silencios que se vuelven epifanía; también existen los subyacentes, afilados, rancios, de la estatura de un grito y con la consistencia de la bilis. De cualquier manera, silencio es presencia. Algo más que la interrupción de los sonidos o el revés del lenguaje: lo no dicho adentro de lo dicho. Heidegger pensaba en él como la máxima posibilidad expresiva.

En los primeros años de vida no existe la distancia con el mundo; extraordinariamente, el niño se transforma en sus sensaciones. En él encarna el enorme ímpetu de conocer, el deseo original de vivir que se traduce en fascinación, movimiento y amor por las palabras. El silencio en los niños causa extrañeza y hace ruido, mucho ruido; también, suele tener un aroma turbio, un dejo de pacto y de secreto. Se guarda silencio en la infancia para ocultarse de los demás y de uno mismo. Wittgenstein sentencia: “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.

Se guarda silencio en la infancia porque todavía no se conoce bien el repertorio de términos para nombrar lo que permanece en los sótanos del asombro. El abuso impone como amenaza la vergüenza y la desnudez. Se convierte en urgencia, entonces, aprender a leer los signos, la semántica de los silencios del niño.

En esta, nuestra patria del abuso, todo se puede y, por supuesto, quien posee el poder lo ejerce contra los otros, como afirma Foucault. Los niños son el blanco perfecto: dependen de los adultos y deben obedecerlos, poseen una gran imaginación, inventan cuentos, son frágiles.

La historia de la humanidad es la historia del abuso sexual. Ya en la Grecia clásica, donde surgen los fundamentos políticos y morales de nuestra sociedad, los hombres mayores disponían sexualmente de los jóvenes, a partir de los 12 años, en un rito de iniciación. La Ley de la patria potestad romana daba derecho a los padres de vender como esclavos a sus hijos. En la Edad Media la pederastia fue una práctica frecuente, lo que promovió intentos de castigo tanto por la Iglesia como por las autoridades civiles. Y hablando de la Iglesia católica, los abusos sexuales cometidos por clérigos han sido documentados desde el siglo II. En épocas más recientes, a partir de la Revolución industrial, los niños son explotados laboralmente, y esta circunstancia favorece, también, el abuso corporal. En la España decimonónica la pederastia fue sancionada jurídicamente, pero en la práctica los abusadores no sufrieron castigo alguno. Hasta la fecha, el matrimonio de adultos con niños sigue siendo permitido en algunos países; y México, hoy en día, es un paraíso para los aficionados a la pornografía infantil.

Los pederastas no llaman la atención a simple vista, suelen ser varones de mediana edad o mayores, tienen una baja autoestima y se les dificulta conectarse con el dolor de otros. Quizá sufrieron de abuso en la infancia. Con frecuencia, están vinculados o emparentados a sus víctimas. No actúan violentamente, buscan el acercamiento amistoso con los menores y muestran tendencia a justificar sus acciones sin remordimientos.

En números, se estima que una de cada cuatro niñas ha sufrido algún tipo de abuso sexual, y uno de cada ocho niños, también. Los cálculos arrojan, así, que hasta un veinticinco por ciento de la población adulta fue violentada, en algún momento, durante la infancia.

La literatura, como testimonio de las verdades aterradoras de la conducta humana, nos ofrece un surtido rico de voces en torno al tema. Por supuesto, no pueden perderse Lolita (Anagrama), de Vladimir Nabokov. Este clásico, narrado por Mr. Humbert, desde un ostentoso lirismo, sigue causando polémica seis décadas después de haberse publicado. El relato de un profesor maduro que se siente irremediablemente atraído por Lolita, una niña de doce años. La ironía deslumbra tanto como el deseo en esta obra mítica, que en un principio fue catalogada como pornografía. Transgresión de una moral sexual limitada, todavía vigente. ¿Historia de amor o de pederastia? ¿Apología del abuso? Nabokov no es responsable de la interpretación ética de sus lectores. Pero sí lo es de la calidad de su escritura y del innegable goce estético que nos sigue provocando su novela.

De Sapphire Boyce, Push (Anagrama), es otra obra inquietante. Precious Jones tiene 16 años y espera a su segundo hijo. El primero lo tuvo a los doce años. Su propio padre es el padre de sus hijos. Ella es negra y casi no sabe leer, vive con su madre, una ex reclusa obesa y descuidada. Novela implacable y amarga. Deshuesadero de las relaciones asimétricas y de la brutalidad ejercida contra los más vulnerables. Es un libro tan bello como feroz.

El conjuro de la palabra seguirá imponiéndose en rebelión contra el abuso. Como dice Alejandra Pizarnik: “La palabra que sana”.+