El librero de Mario Bojórquez

El librero de Mario Bojórquez
07 de agosto de 2020

Mario Bojórquez es poeta, traductor, promotor cultural y académico. Varios de sus poemarios han obtenido importantes premios. En los siguientes párrafos, el escritor nos comparte pensamientos sobre su biblioteca y sus joyas editoriales.

Todas las habitaciones de mi casa tienen libros, creo que la biblioteca completa debe rondar cerca de los tres mil ejemplares. En ella están con los que trabajo y los que forman parte de los quehaceres de mi esposa: ella es dramaturga, guionista de cine y novelista —además de que se dedica a la psicoterapia—, por lo cual sus intereses no siempre coinciden con mis preferencias literarias, aunque esto no implica que no pueda usar sus libros. He pasado por todos los sistemas para acomodarlos, desde el alfabético hasta el temático, pero ahora están ordenados de acuerdo con lo que estoy trabajando. Como es de suponerse, en mi biblioteca no está todo lo que he leído o he adquirido, a veces pienso que tengo un libro y jamás lo encuentro. Quizá se quedó en alguna de las casas que hemos vivido o está en Sinaloa y tal vez regrese a mis manos.

La piedra fundamental de mi biblioteca son un tipo especial de obras: los Clásicos Jackson, los cuales se editaron en español por vez primera, a mediados del siglo pasado, con el fin de reunir lo que se consideraba como emblemático de la literatura mundial. Ellos los heredé de mi padre. Cuando yo era muy niño, comencé a leer y escribir antes de ir a la primaria, algo en lo que colaboraron todos mis familiares, porque yo estaba muy interesado en los libros; así pues, esta colección me ha acompañado desde hace más de cuarenta años. Aquí, en mis manos, tengo los Ensayos de Montaigne prologados por Ezequiel Martínez Estrada, su texto lo encuentro magnífico y cercano a mi alma.

Otras colecciones como la Biblioteca Castalia de Clásicos Hispánicos que reúne en cien volúmenes una espléndida selección, las fui comprando poco a poco. En esos días siempre traía en la bolsa trasera del pantalón la lista total de sus libros para ir tachando los que iba consiguiendo. Al final sólo me faltaba un ejemplar que había pensado robar en dos lugares: una librería que estaba en la calle de Donceles, pues ahí vendían el que me faltaba por separado; y el otro estaba en el Centro Literario Xavier Villaurrutia, donde espero que siga pues no me lo robé. Al final, un amigo me lo regaló y la colección quedó completa. Algo parecido me sucedió con las Obras completas de Octavio Paz, yo esperaría que todo escritor del mundo quisiera tenerlas pues su magisterio es formidable.

En mi biblioteca también hay ejemplares que vienen de otros lugares. Cuando vivíamos en Estados Unidos compré muchos libros. En ese librero, por ejemplo, están las obras de Edgar Allan Poe, de Shakespeare, Lewis Carroll, Conan Doyle y algunas cosas un poco más raras, como los cuentos de Hans Christian Andersen. Todo ellos forman parte de unas ediciones muy bellas que promueven las librerías estadounidenses y que quizás aún se pueden conseguir. Un buen porcentaje de mi biblioteca está dedicado a la poesía, aunque eso no implica que no se miren novelas o libros de historia; pero lo que más está en mi cabeza son los poemas. Cuando era muy joven, establecí un método memorístico de la literatura, era como si yo tuviera un software que aún me permite releer poemas sin tener que abrir los libros que los contienen. Incluso lo mismo me sucede con algunas páginas de prosa que están en mi memoria

Mi estudio también forma parte de la biblioteca, en él paso la mayor parte del día. Aquí trabajo, aquí tengo los libros que necesito tener a mano y, por supuesto, tengo mi escritorio que también está lleno de pilas de libros cuyo uso sólo yo puedo descifrar. Nadie más puede entender porqué tengo esos ejemplares ahí y de qué manera se interrelacionan. Alguna vez, cuando la limpieza llegó, movieron la pila de libros que yo había ordenado en una secuencia lógica para escribir un ensayo, el sólo hecho de que los “acomodaran” me impidió escribir esas páginas. Los libros se apilan porque dialogan entre sí, se trata de una conversación que es difícil de explicar hasta que se convierte en un ensayo o en las páginas que dan cuenta de algo.

Casi puedo asegurar que el autor del que más libros tengo es Fernando Pessoa, es más puedo recordar los 42 volúmenes de la primera colección que se hizo de su obra. Yo mismo he trabajado algunas de sus traducciones. No se cuál sea el libro más antiguo de mi biblioteca, pero en este momento pienso en que puede ser la edición de 1884 del Diccionario de la Academia de la Lengua y que está en muy buen estado. Originalmente fue de un abogado de Guadalajara, de Enrique P. Rubio, y yo lo encontré en una librería de viejo. Este libro aún tiene el sello de la Academia que dice “limpia, fija y da esplendor”, una costumbre que terminó perdiéndose, pues los tirajes de esta obra se volvieron amplísimos y ya no había manera de marcarlos uno a uno. También tengo un libro que está escrito en tablillas de bambú: El pabellón de las orquídeas, este lo obtuve en un viaje que hice a China y que considero una de las piezas valiosas de mi biblioteca. Otro caso es este: hace unos dos o tres años se dispersó la biblioteca de Ulalume González de León, y de pronto me encontré a varios colegas que iban a las librerías de viejo buscando alguno de sus ejemplares. En los que costaban diez pesos, yo me encontré una traducción anotada de un libro de Paul Celan que tiene un poema de ella y que permanece inédito. Se llama Mirando al cielo Algo parecido me ocurrió con Los versos del capitán que se publicaron anónimamente y, por esa razón, yo pude conseguir una primera edición en español por un precio bajísimo, si dijera Pablo Neruda su precio se habría disparado. El hecho de que ningún autor se asomara en su portada, bastaba para condenarlo a casi ser regalado. Otras joyas que adornan mi corazón, son una primera edición de Lascas, de Salvador Díaz Mirón y el manuscrito de El tigre en la casa, de Eduardo Lizalde. +