“Levantad, carpinteros, la viga del tejado”: un paranoico al revés

“Levantad, carpinteros, la viga del tejado”: un paranoico al revés

17 de noviembre de 2020

Jesús Pérez Gaona

No sin cierta sorpresa reconocí que comparto fecha de cumpleaños con Salinger, el escritor de la insatisfacción: 1 de enero. Lo llamo así porque esa rola de los Rolling Stone condensa el espíritu de la contracultura antes de la contracultura, antes del activismo y de la teoría revolucionaria, en medio de una vitalidad existencialista que coqueteó con el nihilismo y el antimilitarismo, bajo el influjo de una fuerte dosis de ingenuidad. Después vino el 68 y el mundo cambió.

Porque él lo detestaría, muy pocos se atreverían a relacionar a Salinger con los beats. Quizá también porque la desmesura y la apuesta sobre la vida que lo llevó a abandonar una exitosa vida pública, contrastó con la pulcritud de su escritura y su exigencia perfeccionista como narrador, línea a línea, párrafo por párrafo. Esto último poco les interesó a Kerouac o Ginsberg. Pero, insisto, Salinger también inspiró miedo de sedición e indisciplina juvenil, y además compartió algunas conclusiones con ellos. “Te lo digo en privado, viejo amigo (y desde muy cerca), por favor acéptame este modesto ramillete de paréntesis tempranamente florecidos: (((( )))”, escribió en ese libro de 1963 compuesto por dos cuentos sobre Seymour Glass.

Más allá de la invención de Holden Caulfield, en la descripción de la familia Glass vertida en varios de sus mejores obras es en las que encuentro una verdadera hazaña literaria, parte de un mundo mucho más amplio que El guardián entre el centeno (1951). No por mera casualidad uno de sus integrantes (Buddy Glass) presume ser el presunto autor de la célebre novela norteamericana, y tampoco es un accidente que el ambiente salingeriano de Franny y Zooey (1961), o Levantad, carpinteros, la viga del tejado (1963), sea lo que se ha contagiado a través de las décadas, generación tras generación, entre adolescentes tempranamente envejecidos, cansados del mundo y sus imposturas, que miran desde una distancia apática y hedonista cómo pasan autoridades, gobiernos y rebeldes, no sin hacer saber a todos que tienen una opinión irónica o mordaz al respecto.

No pienso en los Yippies, ni en los Weather Underground. Pienso en todos los niños sabios —incluyendo desde luego a los Tenenbaums— de Wes Anderson, «The boy with the arab strap» de Belle and Sebastian, o las hermanas Lisbon inventadas por Jeffrey Eugenides, filmadas por Sofia Coppola y cantadas por Air. Es ese vacío cool del hipster metropolitano de nuestros días. ¿No sería redundante decir que los Glass son esencialmente neoyorquinos?

“Un poeta, por el amor de dios. Lo que se dice un poeta. Aunque nunca hubiera escrito un verso, lo que Seymour podía aparecer detrás de su oreja, si quería, era luz para todos»”. Así habla Buddy de su hermano mayor en el cuento “Levantad, carpinteros…”, mientras que en “Seymour: una introducción” continúa con los halagos que a mí me recuerdan a tantos genios sin fama de hoy. “Con o sin planes de suicidio en la cabeza, era la única persona con quien solía asociarme siempre, con quien salía de juerga, que casi siempre respondía a la idea clásica -como yo la entiendo- del mukta, del hombre iluminado”. Retratos de los cincuenta que ya estaban rotos desde entonces.

En estos dos cuentos que Salinger reunió en un solo libro hay una extraordinaria muestra, a mi gusto, de las dos facetas que han hecho célebre al escritor: el cuentista que enamora a los lectores de Nueve cuentos (1953), y el novelista que contagia esa insatisfacción de El guardián. Por un lado las aventuras de excéntricos niños blancos, y por el otro los monólogos interiores que ponen en duda la fe que da sentido a la vida. “Tenía la impresión de que la guerra podía seguir siempre, y que sólo estaba seguro de que si alguna vez volvía la paz me gustaría ser un gato muerto. La señora Fedder pensó que estaba haciendo alguna broma disparatada. […] en el budismo zen le preguntaron una vez a un maestro cuál era la cosa más valiosa del mundo, y el maestro contestó que un gato muerto, porque nadie podía ponerle precio”.

Admirador de él al igual que medio mundo, intentando alejarme de pretenciosos y superficiales, como Salinger no he encontrado aún el consuelo entre los realistas, tan sólo la chiflada pero dulce ilusión de los optimistas. Con vergüenza acepto que a veces, principalmente ante el tedio de la rutina, me reconozco en aquel tipo que describe Buddy al hablar de sí mismo: “Si se me puede aplicar un nombre clínico, soy una especie de paranoico al revés. Sospecho que la gente conspira para hacerme feliz”. +