Lecturas mutantes

Lecturas mutantes
12 de agosto de 2020
José Luis Trueba

Algunas tardes me siento derrotado por partida doble. Generalmente esto sucede cuando termino de dar clase en la universidad y soy víctima de una necedad: pedirles a mis alumnos que lean un libro. Cuando me atrevo a hacerlo, las preguntas siempre son las mismas: “¿Lo tenemos que leer todo?”, me cuestiona uno. A lo que respondo que sin miedo puede saltarse las páginas en blanco. Otro estudiante más, no teme en interrogarme sobre el grosor del libro, sugiriendo que lo mejor sería leer un libro más delgado y así ratificar, cínicamente, que “la anorexia también debería ser una virtud de la lectura”. De pilón, no falta quien me mire escéptico y se atreva a preguntar si debe comprarlo. Seguramente ya está listo para soltarme la perorata de que su familia es más pobre que los miserables del Congo, y que los libros son carísimos (la verdad es que no sé de dónde sacó esta idea, pues sospecho que jamás ha pagado uno).

Nada de lo que sucede en el salón de clases debería sorprenderme. Es más, para que no quede duda, puedo contar otra anécdota. En cierta ocasión, mientras esperaba la hora de mi clase leyendo, uno de mis compañeros de trabajo se sentó frente a mí y me preguntó a boca de jarro: “¿Qué hace profe?”. A pesar de que tuve ganas de contestarle: “Aquí nomás, capando un puerco para la cena”, le respondí lo obvio. Mi colega, después de menear la cabeza con aire doctoral, dijo la frase del día: “Yo nunca he leído uno y soy maestro en la uni”. Para acabarla de amolar, la posibilidad de que yo consiga un aliado parece imposible: una buena parte de las familias de mis alumnos no leen ni en defensa propia, y en sus casas no existe algo que se parezca a un librero. Y si acaso lo hay, es el mueble que resguarda unas porcelanas cursilísimas o una bola de chunches cuya existencia desafía a la belleza más atolondrada.

A diferencia de esta paliza que corrió por cuenta de otros, mi segunda derrota es estrictamente personal y me pone delante de una limitación que no puedo superar. Para explicarla, basta con hacer unas cuentas simplonas: supongamos que me volví lector de a deveras a los quince años y que voy a estirar la pata a los ochenta. Mi vida de lectura durará 65 años y, si me zampo un par a la semana, apenas habré leído algo así como 6,760 libros de tapa a tapa. Una cifra que técnicamente equivale a una baba de perico. En 2015, por tomar un año al azar, se editaron 29,895 títulos tan sólo en México, lo que implica que necesitaría casi cinco vidas para leerlos. Para acabar pronto, en 2015 dejé de leer —poco más o menos— 29,791 libros mexicanos. Si a esta cifra le sumamos los de que se editaron durante los otros 64 años y los que se publicaron a lo largo de los siglos anteriores a mi nacimiento como lector, estoy frito.

Ante estos datos la conclusión es obvia: cada día que pasa soy más ignorante. El único consuelo que me queda es el profe que jamás abrió un libro o, si me pongo tantito estricto, debería asumir que la diferencia entre nosotros es apenas de un átomo en el universo libresco. Aún más, ni siquiera puedo presumir la originalidad de mi derrota, porque desde hace siglos otros lectores han sostenido cosas muy similares. En la segunda parte del El Quijote, por ejemplo, se puede leer que “hay algunos que […] componen y arrojan libros […] como si fueran buñuelos”.

En el caso de mis alumnos, lo que escribí también es una queja sin mucho sentido. Pareciera que antes —cuando amarraban a los perros con longaniza y no se la comían— la gente leía enormidades, pero se ha ido perdiendo tan linda costumbre. “¿Ha disminuido el hábito de la lectura? —se preguntaba Carlos Monsiváis—. Tal vez sí, y uso “el tal vez” porque según mi experiencia, antes tampoco se leía mucho”.

Si asumimos que los lectores son —y han sido— una minoría, también deberíamos aceptar que su manera de adentrarse en los libros ha mutado: dejamos de leer de manera intensiva y comenzamos a hacerlo de forma extensiva. Antes se leían muy pocos libros, pero las relecturas eran frecuentes; y hoy leemos más libros, pero la relectura es menos común. Veamos este asunto con un ejemplo muy simple.

Si yo viviera en la Edad Media y no fuera un analfabeto como la mayoría de entonces, lo que muy probablemente significa que sería un clérigo, mis posibilidades de lectura serían muy pocas. Crear un libro no era barato ni sencillo, el papel no existía, las hojas eran de pergamino y para obtenerlas había que descabecharse un rebaño de ovejas. Las letras se trazaban y coloreaban una a una, y sus ilustraciones eran irrepetibles y corrían por cuenta de artistas que obtenían sus pigmentos en los más distintos lugares. Su encuadernado no se quedaba atrás, las tapas podían estar labradas o repujadas y adornadas con piedras preciosas o incrustadas con relieves de marfil. Evidentemente, un ejemplar era carísimo: “en el siglo x —escribe Svend Dahl— una condesa de Anjou tuvo que entregar doscientas ovejas, tres toneles de trigo y varias pieles de marta en pago de un solo sermonario, y a finales del siglo xiv el Príncipe de Orleans adquirió un devocionario en dos volúmenes por doscientos francos en oro”.

Producir un ejemplar era un asunto que no sólo implicaba una gran inversión, pues también se llevaba un tiempo largo para hacerlo. Según los que saben de estos asuntos, copiar una biblia implicaba unos tres años y a ellos se sumaba el tiempo que se consumía en la preparación del pergamino, en el trazado de las páginas, en su ilustración y en su encuadernado. Por lo tanto, mi librero o mi biblioteca de confianza —si era riquísima— apenas tendría unos ejemplares que yo leería una y otra vez sin que la repetición me pareciera un problema, sólo por excepción podían reunirse algunos miles.

Ahora pensemos que viviera en tiempos del Renacimiento y formara parte de la minoría alfabetizada que tenía acceso a los libros, una que no sólo estaba ya conformada por sacerdotes y monjes, pues a esa minoría se habían sumado muchos de los habitantes de las ciudades. Gracias a la imprenta, el papel y la presencia de los grabados, el precio de los ejemplares disminuyó considerablemente, y en los entrepaños de mi estudio podrían verse varios cientos de libros encuadernados de una manera muchísimo más modesta

Los cambios en la manera de empastar y el uso del papel que se creaba con los desperdicios de trapo, no fueron los únicos factores que alteraron el precio de los libros. Su tiempo de producción también disminuyó brutalmente: si bien es cierto que, para componer e imprimir su biblia, Gutenberg se tardó un par de años y produjo 150 ejemplares en papel y 30 sobre pergamino, un escriba medieval se hubiera llevado tres años en copiar una sola biblia. Es más, las ilustraciones dejaron de ser obras absolutamente originales y se convirtieron en los grabados que podían reproducirse en cientos de páginas, y sólo los ejemplares más caros merecían que esas ilustraciones fueran coloreadas a mano. De pilón, las ilustraciones podían reciclarse en otras obras sin que nadie pusiera el grito en el cielo.

Incluso, es posible suponer que el abandono del latín como única lengua impresa aumentó la demanda. En el siglo xvi, las lenguas vernáculas ya se notaban en las novelas de caballerías, en los libros científicos y en una buena parte de las obras que se editaban, un hecho que implicó que la producción de obras religiosas disminuyera en términos relativos*. Sin embargo, los católicos —a diferencia de los protestantes— seguían en su idea de mantenerse fieles al latín.

Por estas razones, la producción de novedades aumentó y mi manera de leerlos, si viviera en aquella época, se hubiera transformado radicalmente: dejaría de volver a las páginas que leí antes, para adentrarme en un nuevo libro que reclamara mi atención. Y, en el caso de que no tuviera suficiente dinero para comprarlo, podría ir a una biblioteca cuyo número de títulos también habría crecido notoriamente. A pesar del robustecimiento de la censura, que clarito se mostraba en el Index librorum prohibitorum que comenzó a publicarse en marzo de 1564, como resultado del Concilio de Trento, la lectura ya había experimentado una revolución que pronto llegaría a niveles insospechados durante los años que van de la Ilustración a comienzos del siglo xx, cuando los libros quedaron al alcance de las manos de millones de personas.

A diferencia de tiempos anteriores, la posibilidad de que supiera leer no sería extraña. En una buena parte de Europa y Estados Unidos, la tasa de alfabetización aumentó a tal grado que daba gusto mirarla y presumirla. Lo que también fue un hecho, es que las mujeres se sumaron a este proceso de alfabetización tantito antes de que los franceses comenzaron a darle gusto a la guillotina, cerca de 27 por ciento de mujeres ya estaban alfabetizadas. Y en Inglaterra —a comienzos de 1800— la cifra rondaba el 40 por ciento.

Ante el crecimiento de una población que sí sabía leer y tenía bolsillos de muy distintos calados, los editores —además de las obras de lujo y los libros caros— comenzaron a crear pequeñas obras destinadas a los que estaban más amolados, y cuya existencia claramente había sido anunciada desde finales del siglo xvi. En Inglaterra se imprimían los chapbooks que tenían entre cuatro y 24 páginas. Los franceses no se quedaron atrás con la Bibliothèque bleue. En otros países europeos la situación era muy parecida: en España aparecieron los “pliegos sueltos”, mientras que en Italia y Alemania también se editaban cuadernillos y hojas sueltas con cuentos, oraciones y cuanta cosa pudiera ser útil o llamativa a los lectores. Es más, Nueva España también sacó la casta, pues en su territorio se comenzaron a publicar las primeras hojas volantes que, por regla general, contenían noticias escalofriantes, como la Relación del espantable terremoto que agora ha acontecido en la cibdad de Guatimala.

Sin embargo la aparición del linotipo, de la impresión en óffset y las rotativas, llevaron al extremo las posibilidades de crear miles de títulos y millones de ejemplares a precios accesibles. Ejemplos de estas acciones sobran, pero vale la pena detenerse en algunos de ellos. A mediados del siglo xix, dos editores neoyorkinos —Erasmus e Irving Beadle— comenzaron a producir una larguísima serie de libros de bolsillo que costaban diez centavos y le abrieron la puerta al pulp. Su papel, obviamente, era de ínfima calidad y su delgadez era notoria, pero nada de esto impedía su cometido: el chiste era que llegaran al mayor número de lectores posibles y que sus historias tuvieran la garra para mantenerlos atrapados durante un rato. Poco a poco, esos pequeños libros de diez centavos se convirtieron en modelo para otros editores, y aquí y allá comenzaron a aparecer una gran cantidad de novedades.

Frente a la andanada de libros que se adecuaban a casi todos los presupuestos, la oportunidad de leer ya no era un asunto lejano ni extraño, y —en el momento en que comenzaron a editarse los primeros libros de bolsillo, los cuales se consolidaron gracias a la colección publicada por Penguin a comienzos del siglo pasado— las posibilidades de lectura volvieron a aumentar a medida que el precio de los ejemplares volvió a disminuir. Incluso, gracias a estos pequeños libros, se dio paso a una curiosa paradoja: lo más caro no son los libros, sino el tiempo que se invierte en su lectura.

Lo que no podemos negar es que la velocidad de lectura se ha transformado, y en esto —aunque no quiera—, me parezco a los alumnos de los que me quejo y al profe que me provoca retortijones. Las páginas en internet son finalmente textos que están marcados por la velocidad, por los links que llevan a otras páginas, por la incapacidad de abarcarlo todo, aunque se le dedique la vida entera. Ellos no están interesados en los libros, pero en un descuido, al ser nativos digitales, en una de esas leen mucho más que yo. El bolón de tuits, de guatups, de visitas de tinder y los recorridos en YouTube, no son poca cosa.

Ante los hechos, sólo me queda la posibilidad de ese espanto dubitativo, que posiblemente, solo reflejan mi vejez y mi conservadurismo. ¿Será que las nuevas lecturas están marcadas por la banalidad y la fugacidad que no deja huellas? ¿Su velocidad les impide la serenidad necesaria para ser juzgadas y valoradas? ¿Las palabras que recorren los ojos de los lectores digitales, son totalmente desechables? En fin, hoy, además de sentirme derrotado, me topé con nuevos interrogantes.+