La piel de recordar

Todo cuerpo tiene la forma de su memoria. La materia del ser es la suma de los recuerdos y los olvidos. De las funciones fisiológicas humanas, las que dan un soporte vital, sin duda alguna, son respirar, dormir, comer y recordar; pero todas dependen de la última. Inspiramos, permitiendo que el aire nos abarque y nos complete de memoria; el corazón evoca el latido embrionario y, con exactitud, sabe cuándo contraerse y relajarse para dar paso a la vida que insiste; sin embargo, un día tiene un olvido y todo cesa.

Olvidar es donde acaban los besos, las causas y el asombro. Y recordar (del latín re-cordis) significa volver a pasar por el corazón; es decir, continuamente despertar. Así, también, alimentarnos y dormir son necesidades, recuerdos que adquirimos para la subsistencia.

Dice Frida Kahlo en una carta a Diego Rivera: “¡Lo que fue, fue para siempre! Lo que es, son las raíces que se asoman transparentes, transformadas en un árbol frutal eterno”. El pasado nos reúne con nosotros  mismos en un tiempo nuevo, mejor dicho, en un “destiempo”, donde es posible apropiarnos, definitivamente, de lo que perdimos. Las tareas de la memoria intervienen en todos los procesos cognitivos; permiten adquirir, codificar y recuperar datos a través de los sentidos. La percepción abre una puerta hacia el mundo interior del hombre; es ahí donde comienza el misterio de las historias que somos, la ficción de evocar.

A decir verdad, no somos quienes somos por nuestras vivencias, sino por la manera peculiar en que cada uno ha entendido y registrado cada suceso. La sensorialidad es fundacional, nos comunica con el mundo y es precursora de nuestros “eternos retornos”. El olfato, por ejemplo, es arcaico, nuestro sistema más animal de conocimiento y relación; su disposición nerviosa llega hasta el sistema límbico: red de neuronas asociada con estructuras cerebrales donde se procesan las emociones, los impulsos. La invisibilidad facilita a los olores ocultar su implacable poder de seducción. En su ingravidez, un aroma es capaz de atravesar con impunidad nuestra piel hasta instalarse indefinidamente en los huesos de la memoria.

Un olor no puede ser explicado, está lejos de la razón; sólo es posible sentir en él, poblarlo. Pablo Fernández Christlieb, poeta de la psicología colectiva, apunta: “Un olor no se puede recordar, pero en cambio un recuerdo se puede oler, porque está hecho exactamente de esas imágenes que algún día se fueron a acurrucar a los pasadizos primitivos de la mente”. Así, de pronto, te conviertes en ese perfume que te secuestra y todo tu cuerpo so- lloza de añoranza.

Las imágenes y los sonidos también nos hacen actuar con la memoria. Hay recuerdos entrañables que tienen la forma templada de una voz o se miran como se escucha la luz; porque en la sinestesia no sólo
se suman los sentidos, sino las emociones. Y hoy existen evidencias suficientes para creer que, al ir perdiendo la agudeza sensorial, perdemos también capacidades cognitivas; entre ellas, por supuesto, la memoria.

La vida es un volver de largo aliento. Y la nostalgia, el dolor suave con el que habitamos lo que ya no está. En la naturaleza, ese sentimiento es compartido, aun cuando sólo se le atribuya al ser humano. Las tortugas marinas, por ejemplo, siempre regresan a casa, a la playa donde nacieron, para reproducirse y poner sus huevos: machos y hembras vuelven aproximadamente treinta años después de haber partido; el apareamiento tiene lugar en aguas costeras, pero sólo las hembras saldrán del mar para desovar. Así es, a toda memoria le corresponde una nostalgia.

Los recuerdos nos completan y nos horadan, le dan volumen a la sangre y gravedad a las palabras. Los recuerdos están hechos de curiosidad e invenciones. También de represión y olvidos. Y para no olvidar del todo, creamos memorias anexas a la memoria, donde suspendemos los colores, la música, el movimiento; y somos capaces de atrapar esta hora y un beso. Por eso inventamos las artes y la tecnología. “El que no tiene memoria se hace una de papel”, dice García Márquez.

La única eternidad posible quizá sea recordar y, sin embargo, siempre está desgarrada por la duda de saber si en verdad sucedió lo que creemos que sucedió. Antes de Freud, el olvido valía como un acto de inocencia. Después de Freud, toda inocencia es sospechosa hasta que no se demuestre lo contrario.
Pero no se olvida lo que aprendemos con el cuerpo. Cuando la poesía deja de ser comunicación y se convierte en contacto, nos abarca por completo y permanece.

Les recomiendo leer Memorial de Ayotzinapa (Visor libros) de Mario Bojórquez; poesía de extraña belleza, versos que denuncian los hechos ocurridos en México el 26 de septiembre de 2014 y Li- bro centroamericano de los muertos (FCE) de Balam Rodrigo; poética testimonial del éxodo de los migrantes centroamericanos.

Leamos poesía, repitámosla en voz alta, como las letras de nuestras canciones favoritas, como las letras de los nombres de los desaparecidos. En este país de amnesias, un- témonos ungüento de poesía en la mirada, en contra de la desmemoria y de la muerte.

Este texto fue escrito por Itzel Mar y se encuentra en el número 114 de Revista Lee+. Su versión física se encuentra disponible en todas las Librerías Gandhi de México y la versión digital la pueden disfrutar aquí.