¡Que viva la literatura! Crónicas desde la FIL Oaxaca

Hoy asistimos a la segunda vida de las calles. Por todos lados camina la gente; vamos y venimos por distintos pasos sin ser siempre los mismos. Quizá sólo la ciudad guarde un aliento antiguo en tiempos que se respira un presente escurridizo. Quizá, hoy al entrar al Teatro Macedonio Alcalá en la inauguración de la Feria Internacional del Libro Oaxaca, ya no seamos los mismos al salir.

Una larga fila que espera se extiende frente a las puertas a lo largo de la calle 5 de mayo, justo en el momento de presenciar un desfile mortuorio. Con tambores, saxofones y trompetas se encabeza una pequeña procesión de vampiros, catrinas y un sinfín de criaturas que podrían espantar de tanto maquillaje.

Los muertos vivientes se alejan y nosotros nos quedamos. La cadena humana ingresa por los grandes pórticos esquinados que nos dan la bienvenida. Los asientos se van ocupando; viejas amistades se reunen. El azar es un aderezo para el día a día; mientras muchos se encuentran con amigos de antaño, otros recuerdan sus vidas y desconocen cómo es que ahora les hacen homenajes.

Primera llamada. Las personas se acomodan en los asientos que van agotándose rápidamente; segunda llamada. Aparecen Sergio Pitol y Margo Glantz en uno de los palcos del primer nivel, mientras entre flashes Juan Villoro toma su lugar. Tercera llamada y la comitiva de inauguración sube al estrado. Todos nos preguntamos dónde está José Emilio Pacheco.

Silencio. La ceremonia da inicio. Una lluvia de aplausos celebran las intervenciones de los ponentes. Se elogia la oportunidad de acercar los libros a la gente, de ampliar los espacios culturales. Guillermo Quijas, Jaime Bolaños Cacho, Francisco Reyes son algunos que hacen uso del estrado para concluir con el noble objetivo de la feria: sí, celebrar a un gran escritor que todos buscan, extrañados, entre los asientos, pero aún más, celebrar la literatura, ese arte que tiene la mala costumbre de hacernos imaginar mundos mejores.

Se devela la última palabra y Pacheco hace su aparición triunfal al lado de Cristina, su esposa. Se sientan en el palco entre Glantz, Villoro y Pitol; los amigos reunidos nuevamente, después de años de conocerse, después de tantas páginas vividas. Quizá sus sonrisas demuestren la certeza de haber vivido, a pesar de las seguras ruinas que hoy se resquebrajan en nuestro país.

Todos suben al escenario, junto con Guillermo Quijas y Marcelo Uribe. La gente sigue expectante y la prensa impasible. Los personajes de renombre tienen poco gusto por la luminosidad de las cámaras. Sin embargo, son el plato fuerte de esta noche y poco es lo que pueden hacer. Sobre todo José Emilio Pacheco a quien le otorgan la palabra hacia el final de la mesa y comienza un discurso dirigido a cada uno de sus allegados; con oportunos descuidos aleja el micrófono para dar paso a murmullos ininteligibles.

Pacheco, ese hombre de cabello frágil y voz armoniosa, agradece a su público. Nos mira desde lejos, siempre reflexivo, aunque con ojos adormilados. El escritor con tintes de espíritu apocalíptico se prepara para firmar libros, pequeñas bombas que esperan detonar algo en sus lectores. No su cabeza, pero quizá sí su consciencia.

Concluye. Algunos partimos. El Teatro va quedando vacío poco a poco, pero la calle sigue llena. Continúan la música, los disfraces y la gente en una tranquilidad festiva. Estamos a principios de noviembre y ahora, como nunca, se pide que viva la literatura y que vivan los muertos; hoy se les recordará, mañana también. Quizá sean páginas interminables, pero también son páginas que necesitan escribirse, porque lo que no se escribe se olvida.

Por Rolando Ramiro Vázquez Mendoza