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Familias Musicales

Familias Musicales
21 de agosto de 2020
Por Alejandro Moncada

Cuando escuché por primera vez a la familia Barsali, sólo llevaban unos días de haber desembarcado en la ciudad. Mucho después me contaron que desde el barco venían ya tocando música. Que al llegar al puerto, cargados de maletas e instrumentos, los habían recibido unos parientes lejanos y que mientras les mostraban la ciudad, a manera de agradecimiento, les interpretaron una variada selección musical.

La familia consistía en el padre, trompeta y a veces clarinete. La madre, cantante y reina del pandero. Tenían tres hijos, el mayor, acompañaba con el acordeón. La hija, tocaba la guitarra; y el más pequeño, se hacía cargo de un tambor casi de su mismo tamaño.

Hacían largas caminatas por la ciudad interpretando canciones populares. Aparcaban en plazas y aguardaban afuera de los restaurantes. Por las calles se detenían debajo de ventanas y echaban gritos de júbilo animando a que la gente saliera a sus balcones. El hijo menor llevaba un sombrero estilo pork pie que acercaba con agilidad a la gente y siguiendo el ritmo, hacía sonar las monedas que llevaba dentro.

Los recorridos diarios se hicieron cada vez más extensos y se aventuraron no sólo a tocar por la calle, sino en el interior de los cafés y edificios. Así fue cómo llegaron a mi oficina.

Al principio mi jefe trató de convencerlos de que se salieran ofreciéndoles dinero, pero no tuvo éxito. Seguían tocando música vigorosamente, casi en éxtasis. Y es que la familia Barsali tenía una fe ciega en la música. Su presencia o el estruendo de sus instrumentos molestaban a algunas personas y les gritaban que se fueran pero el espíritu musical de la familia no aminoraba y se mantenían imperturbables en el lugar. A primera vista, parecía que lo ha – cían de una manera automática, como una repetición de un disco rayado, pero yo, que ya los empezaba a conocer, veía que esa furiosa manera de ejecutar sus instrumentos era una suerte de ritual heredado muchas generaciones atrás.

Cada día, sin falta, la familia regresaba a mi oficina y deambulaba por todo el edificio cual desfile de carnaval. Esa escena ocurría no sólo en mi trabajo, también en las oficinas vecinas y en las cafeterías cercanas, así que nos fuimos acostumbrando y durante algunas semanas, llegaron nuevas familias musicales, ya no lo tomamos con sorpresa. Se habían convertido en un paisaje habitual de la ciudad.

Me llevaba bien con los Barsali, los saludaba y eran amables. Sin chistar adecuaban sus compases y melodías a la situación en turno, incluso llegaban a bajar el volumen o mantenerse sólo en pizzicato cuando tenía que hacer alguna llamada importante. Lo único un poco incómodo era que insistían en acompañarme a todos lados, incluso al baño.

Un día al salir del trabajo, noté que tomaron el mismo tranvía que yo, después el mismo autobús y descendieron en la misma parada, después caminaron a cierta distancia detrás de mí hasta llegar a mi casa. Sin interrumpir su música, esperaron a que abriera la puerta y con toda naturalidad entraron antes que yo. Traté de explicarles que no tenía espacio suficiente, pero ellos sonrieron y se instalaron con naturalidad en la pequeña sala de mi casa. A las pocas semanas invitaron a otra familia a vivir con nosotros.

Tocaban todo el tiempo sus instrumentos. De la sala de baño venían solos de trompeta o tambor. Cuando por la mañana la madre preparaba café, se ataba el pandero al pie para seguir con el ritmo. Sólo en casos extremos, alguien más de la familia suplía a un miembro en sus deberes musicales. En la noche, cada integrante de la familia hacía turnos para seguir tocando mientras el otro dormía. Ese mismo procedimiento lo realizaba la familia invitada, resultando todo en inesperados y divertidos ensambles.

Una noche, la familia me dijo cantando, que tenían una sorpresa para mí. El padre sacó de una maleta un estuche de madera con bordados geométricos y me lo extendió. Yo lo observé detenidamente y lo abrí con cuidado, todos me miraban con atención. Y ahí estaba: un pequeño triángulo de metal con una abertura en un extremo y atado a un cordel, a su lado estaba una delgada varita plateada. Seguí su forma con mis dedos pero cerré el estuche y lo regresé al patriarca de la familia. Cada uno de ellos calló, nunca los había visto así, inmóviles. Esa quietud prolongada se transformó en angustia. Creí reconocer eso, el silencio. Volví a tomar el estuche, saqué el triángulo y con la varita tiré un golpe torpe que resultó en un sonido seco y sordo. Sentí de nuevo las miradas penetrantes. Tomé ahora el triángulo por el cordel, y aticé otro golpe cuyo sonido agudo se expandió como una onda por las caras adustas de la familia, hasta transformarlas en sonrisas. Seguí golpeando hasta conseguir lo que yo creí era un ritmo. Las familias rompieron en aplausos y todos comenzamos a tocar y cantar frenéticamente. A pesar de todo el barullo e instrumentos, alcanzaba a escuchar mi triángulo resonante y nítido.

Pronto comenzará la Feria de la ciudad y los Barsali estamos más felices que nunca, cada vez arriban más parientes al puerto. Este próximo sábado, los acompañaré a recoger a una nueva familia especializada en cuerdas y los recibiremos con el mejor repertorio. Sigo practicando, espero como siempre, no salirme de ritmo.+