Licencia para fabular; Daniel Salinas Basave en torno a "Vientos de Santa Ana"

Vientos de Santa Ana, del escritor Daniel Salinas Basave (Monterrey, 1974), es una novela sobrecogedora que expone el viciado panorama no solamente periodístico sino también institucional; el vacío de poder que impera en un país devastado por la violencia, donde no existe justicia y, sin embargo, lo único que intenta exigirla es una página completamente en negro que aparece religiosamente en una publicación.

Daniel Salinas, conocedor desencantado del trabajo periodístico y de sus sinuosos caminos nos respondió unas preguntas a partir de su novela, ganadora del segundo premio del certamen Mauricio Achar. “Vientos de Santa Ana, en cambio, es la historia de lo que pudo haber sido. Una historia donde un crimen histórico es cimiento e hilo conductor, pero que busca ir mucho más allá de simplemente resolver quién mató al Gato. Es una historia sobre la brutal realidad de los reporteros de tropa y la imposibilidad de hacer justicia.”

– Vientos de Santa Ana tiene un paralelismo con la historia en torno al asesinato de “El Gato” Félix Miranda. ¿Cómo surgió la idea de tratar este caso oscuro?
El tema del asesinato del Gato fue el equivalente a un duende nocturno que no me dejaba dormir, un moscardón zumbando permanentemente alrededor de mi cabeza. Siempre supe que quería escribir esa historia, pero no sabía cómo hacerlo. Más allá del tema del crimen y la impunidad, lo que más me ha impresionado siempre es la imagen del fantasma que se resiste a morir. Han pasado 28 años y el muerto sigue hablado en primera persona desde una página negra como si fuera un espectro, un alma en pena. Desde una suerte de limbo o purgatorio, el fantasma ve al presunto autor intelectual de su crimen hacer carrera política y encumbrarse legitimado por la sociedad biempensante y los líderes de opinión. Los años transcurren y el olvido parece ser el único destino posible, pero el muerto se niega a refundirse en su tumba.

– ¿Por qué eliges hacer un trabajo de ficción en vez de un trabajo periodístico?
Elijo hacer un trabajo de ficción porque el trabajo periodístico topó con pared, llegó a una vía muerta y entonces le tomé la palabra a las enseñanzas de un maestro como Federico Campbell. Creo que el epígrafe de Federico que aparece en la primera página del libro define el sentido de la novela y su búsqueda. Es casi una declaración de principios. A veces la única salida es la imaginación literaria y la licencia para fabular. La verdad de la calle, la que va más allá de los expedientes judiciales, solo puede refugiarse en un periodismo novelado. La tarea periodística la hice en un libro llamado La liturgia del tigre blanco que publiqué hace cuatro años en Océano. Ese es un libro absolutamente periodístico y sin pizca de ficción que narra la historia de Jorge Hank Rhon desde un ángulo neutral e imparcial. Vientos de Santa Ana, en cambio, es la historia de lo que pudo haber sido. Una historia donde un crimen histórico es cimiento e hilo conductor, pero que busca ir mucho más allá de simplemente resolver quién mató al Gato. Es una historia sobre la brutal realidad de los reporteros de tropa y la imposibilidad de hacer justicia.

El centro de la novela (usando el término de Orhan Pamuk) o su punto ciego (usando la definición de Javier Cercas) es, creo yo, la imposibilidad de hacer justicia, la impunidad múltiple y compartida en distintos grados de complicidad. El peor enemigo del reportero es la empresa para la que trabaja pero también su peor enemigo es él mismo, su ego, sus ansias de protagonismo, su ambición, su alcoholismo. Guillermo D. mi personaje, no es un héroe solidario buscando hacer justicia por un colega muerto, sino un tipo hinchado de ambiciones y con una sed canija de reconocimiento.

Es una novela sobre periodismo y poder político, sobre periodismo y corrupción, sobre una amalgama podrida en donde no hay héroes ni quijotes. A veces parece que el verdadero villano es el mismo periodismo.

– Otro tema que se asoma en tu novela es el fracaso: no sólo del personaje principal en su profesión, sino en la incapacidad de hacer justicia. Sin embargo, Amber pareciera que es la pequeña esperanza sobreviviente capaz de echar luz sobre tanta incertidumbre. En México, ¿qué posibilidades consideras que hay de hacer justicia?

En efecto, la voz es de un reportero que está harto, asqueado del periodismo, que lo aborrece y quiere escapar de sus garras. Empecé a escribir esa historia en un momento muy duro, muy extremo para la ciudad y para mi vida. Empecé en los años más violentos de Tijuana, en un momento en que yo llevaba más de una década ininterrumpida reporteando en la calle con la certidumbre de que mi vida se estaba yendo por un resumidero. La novela fue interrumpida, archivada y retomada varios años después cuando me invadía otro estado de ánimo. Y sí, en efecto, aunque el entorno parece muy fatalista, Amber se queda con la última llamita de esperanza, una vela en la tormenta. Cuando todo parece estar perdido, siempre sobrevive algún vestigio de luz al final del más oscuro túnel y mira que el túnel de Vientos de Santa Ana es oscurísimo.

– ¿Por qué una periodista Chilena? ¿Será que la justicia sólo podrá venir por fuera (por lo menos sí por fuera de las instituciones de nuestro país)?
Amber Aravena es un personaje recurrente que aparece en otras ficciones que he escrito en el pasado y tiene su propia historia. Volví a invocarla porque quise una mirada externa, que fuera capaz de sorprenderse y alucinar con lo que a los reporteros tijuanenses nos parece ordinario. En la vida real no pocas veces fungí como guía de periodistas extranjeros que venían a hacer reportajes sobre Tijuana, una suerte de Virgilio que los paseaba por círculos del infierno y me daba cuenta que ellos quedaban pasmados por cosas frente a las cuales los bajacalifornianos estamos como anestesiados. Por ejemplo, las terribles historias derivadas de la migración, la barda fronteriza, los deportados inyectándose heroína en el canal del Río Tijuana o nuestra desafiante y caótica topografía. Cuando camino por las calles de la ciudad trato de mirarlas como si lo hiciera por vez primera, como si yo fuera un recién llegado capaz de sorprenderse por nuestra vida cotidiana. Además, con Amber quise mostrar al periodista narrador de largo aliento, corredores de fondo que tienen el tiempo y el espacio para hacer crónicas profundas. Guillermo Demian es el soldado que debe entregar cinco notitas diarias siempre con la pistola del cierre en su cabeza y su vida representa la de la inmensa mayoría de los reporteros en México, mientras Amber es una cronista que publica en revistas tipo Gatopardo, Malpensante o Etiqueta Negra que se pueden dar el lujo de apostar por pulcras piezas de periodismo narrativo.

– ¿Cuál fue la parte más difícil en el proceso de escritura?
La clave de una narración es su tono, y con Vientos de Santa Ana me costó horrores recuperarlo. Empecé la novela cuando pateaba la calle con furia en un tiempo extremadamente violento para la ciudad. Los primeros párrafos los escribí en la redacción de periódico Frontera en 2007. Luego la interrumpí mucho tiempo y la retomé años después. Lo que más me costó, fue que mi tono de 2015 no podía ser el mismo de 2007-2008. Se me había pasado la rabia y el instinto asesino, pero pensé que esa novela tenía que terminarse aunque no se publicara y ser fiel a su furia original. Tenía que cerrar el círculo, aunque supiera que no llegaría a ninguna parte.
La terminé, la inscribí al certamen Mauricio Achar con muchas más dudas que certezas seguro de enviarla al matadero, y cuando supe que había ganado segundo lugar entre casi 400 novelas me costaba creerlo. El certamen lo ganó con toda justicia la extraordinaria novela de mi jovencísima colega Aura Xilonen, pero su condición de finalista le permitió a Vientos de Santa Ana ser publicado por Random House lo cual es un enorme premio.

– ¿Cuál fue tu intención al escribir Vientos de Santa Ana, donde, como tú mismo escribes en la novela, “un muerto va a levantarse de la tierra”?
La intención fue sosegar al duende o al moscardón que no me dejaba tranquilo. Tal vez esta respuesta sea a posteriori, pero creo que con Vientos de Santa Ana cerré un círculo, pagué una deuda y cobré una factura con una década y media de vida como reportero de calle. No creo volver nunca a escribir un libro así.

Al periodismo le debo mucho. Fue mi mejor universidad para contar historias, mi mejor doctorado en escritura creativa, pero fue también mi peor enemigo y necesité dejarlo atrás para poder empezar a escribir en serio. Quizá por eso le guardo rencor, porque a veces pienso que el periodismo me robó década y media de mi vida, que solo hasta que volví a la literatura volví a ser yo mismo y a vivir en plenitud. Con el periodismo estoy en deuda pero también tengo mucho que reclamarle. Vientos de Santa Ana y los cuentos de Dispárenme como a Blancornelas son mis ajustes de cuentas.

– ¿De qué forma crees que pueda combatirse la violencia que se ejerce contra los periodistas? Porque me parece que del lado institucional no se puede hacer mucho, mientras la corrupción y negligencia sean sus características.
El primer paso es no ser indiferentes. El segundo es ser solidarios.
Los reporteros somos celosos, egoístas, queremos comernos el pastel solos y eso es peligroso. Debemos pensar en plural, saber compartir lo que hacemos. Tampoco debemos perder nuestra capacidad de indignación. Los tiempos más hostiles para ejercer el periodismo en México son los actuales. En 1988 la muerte de un periodista era noticia y generaba indignación. En 2016 es –parafraseando a Janes Addiction– ritual de lo habitual. Por ejemplo, nos encontramos en los últimos días de junio con la noticia del asesinato de la reportera Zamira Esther Bautista en Ciudad Victoria. A la colega la acribillaron cuando salía de su casa a temprana hora de la mañana. Junto a su cuerpo destrozado el respectivo narcomensaje: por traer línea y por chismosa. En torno a este tema tengo una sola certeza: de Zamira Esther se hablará muy poco, casi nada y su muerte caerá pronto en el olvido. Con ella son 15 reporteros asesinados en Tamaulipas en los últimos cinco años, por no hablar de los 17 desaparecidos. Ni hablar del infierno que es Veracruz. El asunto se vuelve tan cotidiano, tan poco noticioso, que acaba por convertirse en información de relleno y eso es terrible pues la nota ni siquiera tendrá seguimiento. Muy pronto se dejará de hablar de ella. ¿Por qué, por ejemplo, se habla tan poco del asesinato del colega reportero Elidio Ramos Zárate? ¿Por qué nadie ha ofrecido ni exigido una explicación de este crimen? ¿Por qué su muerte no ha subido al ardiente termómetro de la indignación social? Elidio no murió por bala perdida en el fragor de la batalla ni es una víctima colateral. Al colega del diario El Sur lo ejecutó un comando armado que iba por él. Estaba cubriendo un bloqueo carretero y una quema de autobuses en los alrededores de Juchitán cuando un comando lo acribilló con armas largas. Son sólo dos ejemplos muy recientes, pero los últimos cinco años han sido terribles.

– En tu novela le confieres gran fuerza al periodismo, por la presión que puede ejercer contra los poderosos. ¿Qué posibilidades tiene el periodismo en las condiciones actuales de censura que padece México? Censura ejercida de múltiples formas, desde despidos, hasta asesinatos.
Es una época extrema llena de paradojas y contradicciones. Aparentemente se vive y se ejerce una libertad de expresión como no habíamos conocido antes en México y brotan por doquier medios de comunicación alternativos que se atreven a hacer frente a los grandes monstruos monopólicos, pero al mismo tiempo nunca se había normalizado a tal grado la agresión a comunicadores y nunca había sido tan peligroso ejercer esa libertad de la que aparentemente gozamos. Un narco-gobernador o narco-alcalde manda matar o desparecer a un reportero y no pasa absolutamente nada. Su muerte se pierde o se confunde con el cotidiano teatro del horror. Nuestra capacidad de sorpresa e indignación yace anestesiada. Las redes sociales impulsan la cultura del “hazlo tú mismo” y como hongos brotan mil y un abanderados de denuncias e investigaciones, lo cual puede ser muy sano, pero ello ha dado como resultado un fenómeno de pastor mentiroso, miles de alertas de “ahí viene el lobo” que ya nadie cree. Las redes sociales están tan infestadas de información falsa, que a mucha gente le cuesta trabajo diferenciar un periodismo de investigación serio y comprometido del exabrupto de un revolucionario de cantina que inventa teorías de conspiración o de un sensacionalista de ocasión que solo desea conseguir mil likes al costo que sea. El único capital de un reportero es su credibilidad. Si la pierdes o la empeñas entonces no te queda nada. Aun así, en medio de un escenario tan turbulento, creo que la ola marina acaba por modificar la forma de la roca. La impunidad y la corrupción necesitan cómplices y buscan siempre legitimarse socialmente. Estamos infestados de “corruptos legales”. Solo en la medida que los cuestionemos y nos neguemos a la complicidad podremos mantener una llama encendida en las tinieblas.

– ¿Qué fue lo que más disfrutaste al escribir Vientos de Santa Ana?
Disfruté el ritmo rabioso de rola hardcorera y el desahogo y la catarsis que representó poder contar de esa forma una historia que tenía tanto tiempo metida en mi cabeza.
Disfruté cerrar un círculo, ajustar cuentas con una época y un oficio y encarnar en una novela la rabia de los años de calle pateada. Disfruto ahora cada que encuentra un improbable lector y disfruto muchísimo cuando alguien me comparte una impresión o interpretación que yo mismo no había pensado. Cada lector reinventa y reconstruye su propio libro. Ahí está el embrujo de la literatura. La escritura acaba en el punto final, pero la lectura puede ser infinita.

– ¿Qué libros estás leyendo en este momento?
Soy un lector terriblemente promiscuo y vocacionalmente omnívoro. Siempre tengo libros callejeros que me acompañan a todas partes y libros de buró para la duermevela. Hace un par de días terminé Cómo me hice monja de César Aira que leí en una tarde como suele suceder con los libros de Aira, pero al mismo tiempo leo Los últimos hijos de Antonio Ramos Revillas o La forma de las ruinas de Juan Gabriel Vázquez o Un enigma llamado Shakespeare de Gustavo Artiles. En este 2016 he leído extraordinarias novelas escritas por colegas de mi generación como Huesos de San Lorenzo de Vicente Alfonso, que me alucinó o Méjico de Antonio Ortuño. Soy una especie de teporocho de la lectura. Ayer justamente compré tres libros: Aforismos de Lichtenberg, Monstruos rotos de Lauren Beukes y Barrio de catedral de Felipe Montes. A ver qué tal. Entre los libros que más me han alucinado en el último año están De animales a dioses de Yuval Noah Harari, El año del verano que nunca llegó de William Ospina, Zona de obras de Leila Guerriero, Limónov de Emmanuel Carrère. Canción de tumba de Julián Herbert ha sido probablemente la novela mexicana más extrema que he leído en el último lustro.

– ¿Cuál es tu libro de cabecera?
Si la pregunta me la hubieras hecho a los catorce años mi respuesta inmediata hubiera sido Demian de Herman Hesse que marcó mi adolescencia pero tres años después te habría dicho que José Agustín quien a su vez me llevó a José Revueltas. A los 20 te hubiera dicho que La vida está en otra parte de Milan Kundera, pero a los 27 te diría que Plata quemada de Ricardo Piglia o Leviatán de Paul Auster (he devorado todo lo de Piglia y Auster en realidad) y después La carretera de Cormac McCarthy. Me he clavado mucho en Sergio Pitol y en Federico Campbell, a quien considero un maestro. Pero entre todas las épocas y gustos hay uno que se mantiene omnipresente e inmutable en mi buró y es Jorge Luis Borges. Soy borgeano confeso. Aleph y Ficciones son abrevadores a los que vuelvo cada cierto tiempo. Esos son mis libros de cabecera Y aunque parezca un cliché o un lugar común afirmarlo, El Quijote me sigue pareciendo la madre de la que amamanta todo el arte de la novela. Yo soy un lector que se ha ganado la vida como reportero. Todo lo demás, cualquier cosa, ha llegado por añadidura, casi como consecuencia inevitable. No siempre escribo y puede que algún día me agarre el síndrome de Bartleby, pero lector soy los 365 días y lo voy a ser hasta el último instante de mi vida. Mi biblioteca crece cada semana, pero la casa sigue siendo la misma. Pronto no cabremos aquí.

– Revista Lee+ en el mes de Julio se vistió de bandas de rock: dinos algunas bandas que consideres imprescindibles, tanto nacionales como internacionales.
Si la música es el Olimpo, Iron Maiden es el Zeus. Es la banda de mi vida. Pero claro, hay una santísima trinidad integrada por Motorhead, Judas Priest y Black Sabbath. El Pandemonio lo completan Mercyful Fate-King Diamond, Slayer, Blind Guardian, Opeth, Therion, Accept. En los últimos tiempos me he alucinado con Sabaton y el verano pasado descubrí en un festival a Sister Sin. Puedo disfrutar lo mismo un progre virtuoso o un neoclásico estilo Rush Dream Theatre o Yngiwie Malmsteen hasta un ultra brutal Black-Death Metal como Darkthrone, Entombed, At The Gates. Disfruto clásicos como Zeppelin, Deep Purple o Rainbow, pero no le hago el feo a modernos como Avenged Sevenfold. De México me gusta Maligno y últimamente he vuelto a escuchar mucho a los regios de Toxodeth que en 1989 fueron unos adelantados a su época.

Por Rolando Ramiro Vázquez Mendoza @LordNoa

MasCultura 25-jul-16