No hay salida: Liliana Blum y la Tristeza de los cítricos

No hay salida: Liliana Blum y la Tristeza de los cítricos
21 de enero de 2020
Fabián V. Escalante

Siempre es posible desconfiar de las cuartas de forros, las sobradas alabanzas obligan a levantar la ceja. Evidentemente, es increíble que todos los libros sean obras maestras indispensables y de lectura obligada. Sin embargo, en el caso de los textos de Liliana Blum hay un comentario en el que vale la pena detenerse. Bernardo Esquinca, que bastante sabe de horrores, escribió que sus cuentos están “confeccionados con una prosa demoledora que no da respiro al lector”; además, él está convencido que Liliana tiene el don de ahondar “en las tragedias de sus personajes para demostrar que no hay salida posible”. Esquinca tiene razón, en Tristeza de los cítricos (Páginas de Espuma) no existe ningún escape. Todos sus pobladores, a pesar de sus intenciones, están condenados a causar y sufrir el mal.

Los que saben de botánica están convencidos que “la tristeza de los cítricos” es un mal que mata a los árboles después de teñirlos de gris. Esto justamente es lo que ocurre con los cuentos del nuevo libro de Liliana Blum: sus creaturas están marcadas por el gris de la tristeza y la oscuridad de la violencia que los transforman en cenizas, en seres liminares que se encuentran con la desgracia omnipresente. Durante la FIL de Guadalajara conversamos con ella, esto fue lo que nos contó.

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LILIANA BLUM, PALABRAS SIN INTERRUPCIONES

Creo que la violencia y la tristeza surgen de la frustración. Esa es una conclusión a la que llegué después de observar cómo nos relacionamos con los otros, cómo incesantemente chocamos con una pared en el momento en que nos encontramos con una buena parte de las personas. Poco importa si esto ocurre en las parejas, en las familias o en cualquier otro ámbito. Incluso, lo que algunos llaman amistad o amor también está marcado por los encontronazos y los desencuentros.

Sin embargo, aquella acción y ese sentimiento no son los protagonistas de mis cuentos, solo son su trasfondo. Es más, puedo sentirme completamente segura de que ellos caracterizan a mis personajes, a mi manera de observarlos. La razón de que esto suceda es simple: todos podemos mirar —y tal vez miramos— los mismos acontecimientos, pero cada uno posee una perspectiva distinta. Lo más lindo de la literatura es que nos muestra una visión distinta de la nuestra, una posibilidad para reconocer lo que creíamos conocer. En mi caso, la grisura es una característica esencial.

A pesar de aquella certeza y su presencia en mi literatura, no creo ser pesimista. Cada vez que escribo me pregunto cómo se puede transformar esta situación; por eso también estoy segura de que cada uno de los acontecimientos trágicos es una lección que, a largo plazo, nos permitirá cambiar el rumbo, pero este proceso tiene que comenzar a nivel personal y familiar. Cuando dañamos a un niño abrimos la posibilidad de que él, en el momento en que crezca, también dañe a los otros.

Esto que digo no es una justificación, tampoco es un vaticinio, es una posibilidad que no podemos ignorar. A como de lugar, tenemos que romper la cadena perversa de la violencia, del mal que se exacerba en nuestro país debido a la impunidad. Hoy, la sociedad está podrida, pero la putrefacción se inicia en las familias y en cierta medida se nutre del conservadurismo, de la idea que el pasado siempre fue mejor. Muchas veces se dice que antes los matrimonios duraban más, que las familias eran más estables, con esto se trata de mostrar que en el pasado las cosas eran mejores, pero esto es falso. Los matrimonios duraban más a costa del sufrimiento de las mujeres, del dolor y la violencia que padecían en un mundo marcado por la grisura. Lucía, la protagonista de uno de los cuentos de Tristeza de los cítricos, engaña a su marido, y eso me permite mostrar que nada es tan malo o tan bueno como parece, que el mundo no es de blancos y negros. Su matrimonio es una muestra de que, aunque existan el cariño y el amor, se le puede hacer daño al otro y que la realización de este mal es una elección que se tomó de manera consciente o inconsciente. En el fondo, pareciera que todos mis personajes están condenados a pesar de la posible bondad de sus actos.

LAS ETERNAS VÍCTIMAS

Hoy, la gente sabe que se puede atacar a una mujer en la calle, que es posible violarla, asesinarla y descuartizarla sin miedo a ser detenido y juzgado. Y exactamente lo mismo sucede con los horrores de la pedofilia o con las masacres perpetradas por el narco, pues la política gubernamental parece estar guiada por la regla de no hacer nada, mientras que el Ejército se ocupa del problema de los migrantes. Todos sabemos que estos problemas comenzaron hace muchos años, pero se han transformado en una especie de virus que se reproduce sin control. Este es un asunto que también toco en uno de los cuentos de Tristeza de los cítricos.

Aunque todo esto que he comentado es muy importante y su solución es fundamental, yo no soy una escritora que se proponga la realización de un proyecto con tal o cual tema, sea este la tristeza o la violencia. Lo que más me interesa es contar una historia desde mi punto de vista y, por supuesto, explorar a mis personajes internamente para descubrir sus grises. Más que concentrarme en los acontecimientos aparatosos y excesivos me gusta explorar a los personajes. Un hecho que puede detonar las cosas más terribles. En mi cuento “Picota”, si bien se muestra una gran violencia física, ella es mucho más brutal a nivel interno. Lo interesante de este caso es que, en una buena parte de mis cuentos, las mujeres desempeñan un papel decisivo. “Picota”, visto desde esta perspectiva muestra una de mis obsesiones.

Hace un rato, durante la presentación de Tristeza de los cítricos, comentaba que me parece muy difícil que los hombres sientan lo que sentimos las mujeres; al menos esto es lo que ocurre en México, donde las mujeres desde siempre han enfrentado tragedias, a menos que vivan en una burbuja rodeada por cuarenta guaruras. Cuando era adolescente y vivía en Querétaro, salía a la calle y me gritaban las cosas más soeces. Ninguno de los que vociferaban se daba cuenta de cómo me sentía: violada, ultrajada por sus palabras; ellos no podían comprender lo que sentimos las mujeres. Y exactamente lo mismo ocurre cuando uno te sigue por la calle: no sabes si va a violarte, a secuestrarte o si te va a matar. Mi hija, que apenas tiene 16 años, en alguna ocasión me preguntó: ¿por qué los hombres dan tanto miedo?

Esta soledad y este abuso hacia las mujeres también la muestro en uno de los cuentos de Tristeza de los cítricos. “El diablillo en la balsa” se adentra en el mundo de las migrantes, en sus deseos de encontrar una pareja estable, en los sueños que las marcan. Pero esos deseos y sueños también chocan con la realidad: el abuso siempre se hace presente y revela la posibilidad de mancillar, de aprovecharse, de seguir incomprendiendo. La razón de esto también está vinculada con lo que aprendemos y vivimos: la sociedad, todo el tiempo, nos dice que no podemos estar solas y a esto se suma la necesidad humana de que alguien te quiera. Pero no solo esto, los migrantes de mi cuento —que anhelaban llegar a Miami— también se enfrentan con la Naturaleza que los desvía de su rumbo y los hace llegar a Tampico, al lugar donde la política también se ensañará con ellos. El mensaje de estas páginas es claro: todos somos víctimas y victimarios, todos somos jueces y partes, todos somos grises y los otros nos importan muy poco. Las cosas no son tan simples, tan sencillas, y exactamente lo mismo sucede con mis personajes.

Evidentemente no es posible generalizar esta incapacidad de una manera absoluta, por supuesto que existen excepciones; pero sobra evidencia de la incomprensión y la violencia hacia las mujeres. Estos hechos también forman parte de uno de los cuentos de mi libro más reciente. Ese texto lo escribí en Tampico, cuando los taxistas comenzaron a transformarse en “halcones” de los narcotraficantes. En ese momento, también comenzaron a secuestrar, a violar y a asesinar a sus pasajeras, cuyos cuerpos terminaban tirados en una laguna. Las advertencias de las madres y sus anhelos de muy poco servían. El “te lo dije” era la fórmula que solo se usaba cuando sobrevivían a la tragedia.

EL ENCUENTRO CON EL EDITOR

Los cuentos que forman parte de Tristeza de los cítricos los escribí a lo largo de varios años y —como es obvio— en ellos se muestran mis obsesiones, mis filias y mis fobias. Yo sólo puedo escribir de lo que conozco, de lo que vivo, de lo que sucede a mí alrededor. Si me propusiera escribir, por ejemplo, un libro sobre Porfirio Díaz, nada lograría, él es muy lejano a mi realidad cotidiana. Por esta causa, todos mis cuentos están unidos por la violencia y el desamor que nos rodea en estos momentos.

Este libro me costó mucho trabajo publicarlo. Sus características no son fáciles de digerir. En México me lo bateaban y me lo bateaban. A veces hasta parecía que estaba condenado a seguir inédito. Sin embargo, lo aceptaron en Páginas de Espuma. El trabajo editorial fue interesante: entre la versión inicial y la final desaparecieron dos cuentos por una razón muy simple y sensata, se parecían demasiado a los otros, y de lo que se trataba no era de reiterar, sino de explorar la grisura, la enfermedad que mata a los árboles y envenena a las personas.+