El Cielo entre nosotros

El Cielo entre nosotros
6 de enero de 2020
Gilberto Díaz
Mira cómo los ángeles
a través del espacio están sintiendo
sentimientos perpetuos
Nuestra ascua al rojo vivo sería para ellos cual frescor
Contempla en el espacio arder los ángeles
Mientras que a nosotros,
que somos incapaces de saber de otro modo,
esto se nos prohíbe y aquello se nos da gratuitamente,
fascinados por metas, ellos andan su región instruida.
Rainer Maria Rilke
Como una metáfora de nuestro espíritu, el director de cine alemán Wim Wenders y el guionista —y ahora Premio Nobel de Literatura— Peter Handke, decidieron contarnos la historia de un ángel que termina enamorándose de una trapecista. El amor tiene un precio: renunciar a sus cualidades celestiales para convertirse en uno de nosotros. Solo así podrá sentir lo que nosotros, y mirar al mundo desde las cualidades terrenas que poseemos. En castellano, este filme lo conocemos como Las alas del deseo, pero en su idioma original (Der Himmel über Berlin), su nombre podría traducirse literalmente como El cielo sobre Berlín. En estas palabras se comienza a sentir el tono y el profundo misticismo que encierra la película.
Wim Wenders forma parte de una generación de cineastas alemanes que —junto a Rainer Werner Fassbinder, Margarethe von Trotta y Werner Herzog, entre otros— a finales de los años sesenta con el renovado auge de la sociedad germana de la posguerra (al menos desde la parte occidental), buscaron darle un nuevo aire a su cine en el mismo sentido que la Nouvelle Vague francesa, pero retomando los géneros establecidos por Hollywood desde una perspectiva mucho más humana y sincera.
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El cielo sobre Berlín (cómo le llamaremos a partir de ahora) contiene muchas metáforas sobre nuestra relación espiritual con la vida, de nuestros conflictos, pero también de nuestros gozos. Todo ello visto desde la perspectiva de dos seres: Damiel y Cassiel, quienes atestiguan invisibles cada momento de cada habitante de la ciudad, sus pensamientos, sus sentimientos, sus decisiones internas y externas; ellos son ángeles, pero no en un sentido bíblico, pues viven sin ejercer juicio alguno, solo observando, acompañando y escuchando incondicionalmente.
Como el título original lo señala, la protagonista de la historia podría ser la ciudad de Berlín, que en aquel momento estaba dividida por el infame muro que se mantuvo durante 28 años como la representación de la herida más profunda de Alemania en la posguerra. Y sin embargo, el cielo sobre la ciudad era lo único que la hacía sentir unificada. En la película, el muro es una representación más de las barreras entre las personas, eso que no podemos decir a pesar de que lo sentimos, y los representantes del cielo —los ángeles— son los únicos testigos de esa verdad muda e invisible.
La construcción de estos ángeles en la cinta está profundamente influenciada por la obra de Rainer Maria Rilke, específicamente por sus Elegías del Duino, dónde muestra una concepción metafísica de la realidad en que nos encontramos. Para Rilke, los ángeles son seres que transitan en dos mundos simultáneos: el visible y el invisible. El primero es donde nos encontramos, el segundo dónde se halla la verdad, sea esta una especie de realización o complementariedad con el todo y, de acuerdo con Rilke, el mundo del que provienen los ángeles es al que debemos aspirar como una especie de realización o toma de conciencia de un mundo interior que se complementa en la naturaleza. En otras palabras: para Rilke un ángel es “aquella criatura en que aparece ya cumplida la transformación de los visible en lo invisible que nosotros realizamos”.
En la película, ángeles y humanos coexisten en ambos mundos, pero mientras los humanos son incapaces de percibir a los ángeles, éstos se cuestionan con curiosidad lo que significa una vida como la nuestra, llena de interrogantes, deseos, pesares, memorias y marcas que nacen por el paso del tiempo. Tal vez por esto, en la cinta el punto de vista de los ángeles se presenta mediante una fotografía en blanco y negro, como una perspectiva donde todo es atemporal, donde la percepción de la vida —si bien es pasiva— no obedece a una interpretación terrenal.
En cambio, la perspectiva humana se presenta llena de colores vivos, en un contraste no solo metafórico, sino de lenguaje cinematográfico puro. La curiosidad de Damiel, interpretado por el gran Bruno Gantz, se transforma en un deseo que emana desde la emoción que le despertó Marion, la trapecista, interpretada por Solveig Dommartin. La caída del ángel se da por amor, por amor a Marion, pero también a los humanos, a sus sensaciones, a sus virtudes y carencias, a ese deseo de libertad que se restringe en el infinito y lo separa de lo absoluto; esto en contraparte al deseo humano de habitar en el mundo de los ángeles, ese mundo invisible, inmanente, lleno de paz y donde no se sufre y no se desaparece.
A pesar de ser una historia enfocada en los seres que asociamos con el monoteísmo judeocristiano, es curioso que en ningún momento se menciona o se hace referencia a “Dios”, o tal vez esa sea la misma intención de la obra de Wenders, presentarnos una conexión espiritual mucho más cercana al fuero interno, donde la conciencia de que lo visible y lo invisible son parte del mismo plano y constituyen la verdadera forma de una especie de “vida total”.
El cielo sobre Berlín, comenzó su producción como una historia que evocaría aquellas moralejas de la vida que Hollywood produciría en los años cuarenta, como It’s a wonderful life de Capra o la fantasía de A Matter of life and Death de Powell y Pressburger, para robustecerse de un simbolismo metafísico que conmueve al espectador. Si bien su temática es la sinfonía de una ciudad (con un paralelismo que por momentos nos hace recordar a Fritz Lang y su Metropolis), también es un retrato hablado, a manera de pintura al óleo, de los momentos previos a la caída del muro de Berlín (finalmente la película se estrenó dos años antes de que ocurriera) y, al mismo tiempo, es una exploración de nuestras barreras —llámense emocionales, espirituales o mentales— y las alternativas que se nos permite con el albedrío.
La luminosidad de El cielo sobre Berlín se reprodujo en distintos productos culturales: ganó la Palma de Oro del festival de Cannes en 1987, y en 1993 se realizó una secuela (¡Tan lejos, tan cerca!) dirigida por el mismo Wenders, pero ya sin la pluma de Handke. También se realizaron dos adaptaciones teatrales para el Reino Unido y Estados Unidos, y también influyó en videos musicales como los de R.E.M. en Everybody Hurts, dónde incluso se utilizan citas de la película, de Red Hot Chilli Peppers en Soul to squeeze y, sobre todo, con U2 en canciones como All I want is you y la propia Stay, que la inspiró desde su composición y se utilizó para promocionar la secuela de 1993 antes mencionada. Incluso en la arquitectura de Jean Nouvel se encuentra su marca, lo que me pone a pensar en la conmoción y esperanza que deja la película tras verla.
El cielo sobre Berlín puede ser una reverencia a nuestra más profunda humanidad y a aquello en lo que nos podemos transformar si pasamos de lo efímero a lo perdurable con conciencia. Si pudiéramos transitar a esa comprensión total y consciente de la vida —como la definía Rilke en sus elegías— experimentar el asombro de transfigurar la realidad para vivir, ya que al transfigurar la realidad nos podemos convertir en ángeles, volvernos inmanentes, desde ese mundo interior hasta ese todo que comprendemos e interpretamos como “Dios”, de la misma forma que Damiel, en la mecánica del amor, decide humanizarse para sentirse completo.+