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El arrepentimiento en la literatura

El arrepentimiento en la literatura

17 de febrero de 2021

Áurea Camacho

Cuando hablamos sobre el arrepentimiento, por lo general le damos una connotación religiosa. Incluso su etimología nos remite a “sentir pesar por haber pecado”. No olvidemos que la cultura occidental está marcada por el cristianismo y la idea del pecado original, según la cual ni siquiera los niños se salvan de la culpa, a menos, claro, que sean arropados por la Iglesia, los sacramentos y las doctrinas bíblicas. Actualmente, también relacionamos al arrepentimiento con una acción que quisiéramos no haber llevado a cabo. De alguna manera, la culpa también suele asociarse con este término, y en el ámbito religioso tiene que realizarse una penitencia para “borrar” el pecado en cuestión. Pero, para que exista arrepentimiento, primero debe haber memoria.

Los seres humanos hemos fantaseado con borrar la memoria, ya sea para olvidar un viejo amor que no volverá o para desterrar de la mente un crimen cometido, justo como le ocurre al infame Raskólnikov con su eterna lucha moral. Para él, la memoria es una manera de infligirse un castigo: “Unas veces le parecía que llevaba un mes allí postrado y otras que continuaba siendo el mismo día. Pero aquello, aquello lo había olvidado por completo; en cambio tenía la constante sensación de haber olvidado algo que en modo alguno debía olvidar y, por eso, padecía y se atormentaba tratando de recordarlo” (Fiódor Dostoievski, Crimen y castigo).

En Eternal Sunshine of the Spotless Mind, la fantasía de anular la memoria se hace presente de nuevo. La “impulsiva” Clementine decide borrar de su memoria a su pareja, Joel, y él, en venganza, hace lo mismo. Curiosamente, a mitad del procedimiento, se arrepiente y se aferra a los recuerdos que tiene con Clementine. Ese viaje por su memoria le hace ver que, a pesar del dolor, esas vivencias son importantes y preferiría conservarlas. En el desenlace de la historia, pareciera que la aceptación es el remedio contra el arrepentimiento: si supiéramos lo que va a pasar, ¿lo haríamos de cualquier manera? En este caso, tenemos que responsabilizarnos de lo que hicimos y aprender de ello; de otra forma el arrepentimiento es sólo una falsedad, un trámite para conseguir el perdón.

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Pero, ¿por qué nos arrepentimos de algo? Y no me refiero al ámbito cotidiano, en el que esto nos ocurre por haber comido esa porción extra de pizza que nos cayó pesada, ni tampoco al arrepentimiento obligado por la religión, para la cual —si no quieres ir al infierno y deseas que tus pecados sean perdonados— debes arrepentirte y cumplir una penitencia. Hablo de aquellas acciones cuyas consecuencias pueden cambiar la vida de las personas y hacen que nos cuestionemos nuestra condición humana. Viene a mi mente la muerte de Rocamadour en Rayuela. Efectivamente, la Maga le escribe una carta a su pequeño hijo muerto, en la que muestra dolor a su manera, pero también ofrece una justificación para su comportamiento un tanto egoísta: “Horacio tiene razón, no me importa nada de ti a veces, y creo que eso me lo agradecerás un día cuando comprendas, cuando veas que valía la pena que yo fuera como soy.

¿Nos arrepentimos porque en verdad pensamos que lo que hicimos estuvo mal? ¿O porque nos enseñaron que existen pecados imperdonables? ¿Por miedo a las consecuencias de la ley? ¿El arrepentimiento viene de nosotros o externo? ¿La culpa es innata o nos la impusieron? Podría pensarse que la Maga no se arrepiente o que, al menos, se recuperará tan rápido como si sólo se tratara de una anécdota más que contar: “Se va a arreglar perfectamente sin mí y sin Rocamadour. Una mosca azul, preciosa, volando al sol, golpeándose alguna vez contra un vidrio, zas, le sangra la nariz, una tragedia. Dos minutos después tan contenta, comprándose una figurita en una papelería y corriendo a meterla en un sobre”.

Pero […] no sé, porque a lo mejor me equivoco, porque a lo mejor soy mala o estoy enferma o un poco idiota, no mucho, un poco pero eso es terrible, la sola idea me da cólicos”. Pareciera que, a pesar de todo, la Maga se encuentra aliviada de la ausencia de Rocamadour y trata de explicarse ante él.

 ¿Nos arrepentimos porque en verdad pensamos que lo que hicimos estuvo mal? ¿O porque nos enseñaron que existen pecados imperdonables? ¿Por miedo a las consecuencias de la ley? ¿El arrepentimiento viene de nosotros o externo? ¿La culpa es innata o nos la impusieron? Podría pensarse que la Maga no se arrepiente o que, al menos, se recuperará tan rápido como si sólo se tratara de una anécdota más que contar: “Se va a arreglar perfectamente sin mí y sin Rocamadour. Una mosca azul, preciosa, volando al sol, golpeándose alguna vez contra un vidrio, zas, le sangra la nariz, una tragedia. Dos minutos después tan contenta, comprándose una figurita en una papelería y corriendo a meterla en un sobre”.

“Pero lo bailado quién me lo quita…”. Ésta es una frase común en el imaginario mexicano que retrata cierto cinismo, un “no me arrepiento de nada” que se enfrenta a la imposición moral del pecado y la culpa. Y quién mejor que Kerouac para hablar de la vida al límite:

Miré por la ventana. Estaba solo en la puerta, mirando la calle. Amargura, recriminaciones, consejos, moralidad, tristeza… todo quedaba detrás de él; y, delante de él, el gozo irregular y extático de la pura existencia.

–Venga, Helen, y Julie… Vamos a esos tugurios de jazz y olvidemos eso. Neal se morirá algún día. Así que ¿qué puedes decirle? (En la carretera).

La generación beat y su intensidad: vivir una juerga eterna, entre los bares, los prostíbulos y la carretera, como si siempre fuera la última noche. Bukowski dice: “Querida, encuentra lo que amas y deja que te mate. Deja que consuma de ti tu todo. Deja que se adhiera a tu espalda y te agobie hasta la eventual nada. Deja que te mate, y deja que devore tus restos. Porque de todas las cosas que te matarán, lenta o rápidamente, es mucho mejor ser asesinado por un amante”.

En contraste, Gabriel, en “Los muertos”, de Joyce, tras escuchar sobre el joven que murió de amor por Gretta, su esposa, reflexiona amargamente: “Uno tras otros, todos se estaban convirtiendo en sombras. Era mejor pasar valientemente al otro mundo, en la gloria total de alguna pasión, que desvanecerse y marchitarse despaciosamente con los años. Pensó en cómo la que estaba acostada junto a él había guardado en el corazón por tantos años la imagen de su enamorado, cuando le dijo que ya no deseaba vivir” (Dublineses). El dolor y los celos de un hombre que ve de pronto que el amor que le ofrece a su esposa no puede superar aquel que le dio un muchacho a sus 17 años: “De manera que ella había tenido aquel romance en su vida: un hombre que murió por ella”. Se arrepiente ahora de una existencia tan tibia, insulsa, desprovista de pasión. Por su parte, Palinuro y Estefanía pueden estar satisfechos de su vida llena de pasión e incesto, y de nada se arrepienten:

Pura, inocente, impávida como si nada hubiera pasado entre nosotros, como si nunca hubiéramos hecho tantas cosas que habrían obligado a los abuelos a dar de vueltas en sus tumbas de haberlo sabido, y que de verdad les hizo dar cincuenta y dos vueltas al año, pero no en la tumba, sino en la pared, cuando Estefanía, un sábado, volteó sus fotografías para que de allí en adelante nunca más nos vieran hacer el amor los fines de semana: así era mi prima (Fernando del Paso, Palinuro de México).

“No me arrepiento de nada”, pensaría Isabel Moncada justo antes de convertirse en piedra: “Cuando venía a pedirle a la virgen que me curara del amor que tengo por el general Francisco Rosas que mató a mis hermanos, me arrepentí y preferí el amor del hombre que me perdió y perdió a mi familia. Aquí estaré con mi amor a solas como recuerdo del porvenir por los siglos de los siglos” (Elena Garro, Los recuerdos del porvenir). Tal vez sólo la locura causada por el amor podría explicar este tipo de arrebatos: a Isabel no le importan las faltas de su enamorado, su traición, incluso desprecia el perdón divino; se mantiene fiel a su amor, hasta el final, pase lo que pase.

Cuando el cinismo se lleva al extremo, donde no hay arrepentimiento, ni culpa, ni mucho menos aprendizaje, sino una justificación de los hechos más atroces, nos encontramos con personajes como Humbert Humbert, quien cuenta desde la cárcel las peripecias que lo llevaron a volverse amante de Lolita, una niña de 12 años. Toda la apología de su debilidad por las nínfulas, como él las llama, y esa narración que nos atrapa en su mundo tienen el único objetivo de convencernos —como al jurado que está a cargo de determinar su castigo— de que él no es un criminal, de que fue seducido por Lolita y no se arrepiente de sus actos: “Si me recreo algún tiempo en los temores y vacilaciones de esa noche distante, es porque insisto en demostrar que no soy, ni fui nunca, ni pude haberlo sido, un canalla brutal. Las regiones apacibles y vagas en que reptaba eran el patrimonio de los poetas, no el acechante terreno del delito” (Vladimir Nabokov, Lolita).

Y así como Humbert Humbert no muestra ni una pizca de remordimiento, Perry Smith, después de matar junto con Dick Hickock a los cuatro integrantes de la familia Clutter para robarles 50 dólares, confiesa, ya en prisión: “¿Si siento lo que hice? Si te refieres a eso, la respuesta es no. No siento nada. Me gustaría poder decir lo contrario. Pero nada de ello me preocupa lo más mínimo. Media hora después de hacerlo, Dick hacía bromas y yo se las reía. Quizá no somos humanos. Soy lo bastante humano como para sentirlo por mí. Siento no poder salir de aquí cuando tú te vayas. Pero eso es todo” (Truman Capote, A sangre fría). Una confesión brutal que además pone el dedo en la llaga al comparar esos asesinatos con la labor de los soldados o de los propios verdugos que ejecutarán su sentencia: “A los soldados lo que hacen no les quita mucho el sueño. Matan, y encima les dan medallas. La buena gente de Kansas quiere matarme, y a algunos verdugos les encantaría que les tocase el trabajo de colgarnos. Matar es fácil: mucho más fácil que pasar un cheque falso”. En la confesión de Perry hay memoria, mas no arrepentimiento; hay un recuento de los hechos, pero no hay contrición ni redención.

Así, vemos que la literatura nos muestra un sinfín de matices del comportamiento humano, en personajes —entrañables o detestables— que nos hacen vivir en carne propia las aristas de la vida. ¿Nos vemos reflejados en alguno? ¿Nos da cierto confort sabernos distintos de ellos?, ¿o nos causa escalofríos reconocer en nosotros los sentimientos y pensamientos de otros? Lo dejo a su consideración, querido lector; cada quien juzgará y sopesará su arrepentimiento o la ausencia de éste a la luz de lo que considera valioso en su existencia. +