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Editores y autores, secretos de alcoba

Editores y autores, secretos de alcoba
14 de marzo de 2020
José Luis Trueba Lara

Detrás de los libros existe una historia secreta, la relación entre el autor y su editor no siempre es tersa. Cuando nos asomamos a la correspondencia de algunos escritores, los pleitos y las palabras afiladas nada se tardan en aparecer: Gustave Flaubert, por ejemplo, no se tentaba el alma para acusar al dueño de la Revue de Paris —quien por cierto ya se había dado un agarrón con Balzac— de que sus libros estaban pésimamente cuidados, pues las erratas en sus páginas eran mucho más que una legión de demonios y torpezas. Además de esto, sin ningún miramiento le reprochaba que sus obras tenían una malísima exhibición en las vitrinas y, para acabarla de amolar, los beneficios pecuniarios que recibía eran insuficientes. En sus cartas, la posibilidad de que el editor se lo estuviera tranzando se asoma en más de una ocasión.

Contra lo que pueda suponerse, el autor de Madame Bovary no era el único quejoso que escribía pestes, Goethe hacía exactamente lo mismo y le reclamaba al responsable editorial de su gran éxito: Las desventuras del joven Werther. A la distancia, todo parece indicar que —por lo menos en estos casos— la relación no era precisamente de miel sobre hojuelas, y poco o nada importaba que los editores enfrentaran las tormentas y las acusaciones de inmoralidad por los libros entregados a la imprenta, justo como sucedió con la Bovary que traía con el Jesús en la boca a muchos de los críticos y lectores.

Esta historia secreta ha cambiado muy poco: en la mayoría de las ocasiones los reclamos siguen siendo los mismos, y los mails flamígeros van y vienen sin que los consumidores de los libros se enteren de su contenido. Es más, en algunos casos, los dimes y diretes llegan al extremo de convertir una obra en viruta, gracias a las guillotinas que terminan con ella, para volver a iniciar el proceso editorial después de que a su autor le dio un patatús de pronóstico reservado. Evidentemente, en estos hechos hay un poco de todo.

En más de una ocasión he tenido en mis manos un libro en cuya portada el nombre del autor no corresponde a quien lo escribió y que, luego de una justificadísima pataleta, se tuvo que desencuadernar. En otros casos, he visto libros donde se anuncia un prólogo inexistente y, por supuesto, también sé de algunos que no tuvieron una buena distribución o no les tocó una campaña publicitaria adecuada. Y, por si todo esto no bastara, también existe la posibilidad de que el editor no sea capaz de darse cuenta del valor de un manuscrito.

La historia de cómo André Gide rechazó En busca del tiempo perdido es conocidísima y, como resultado de ella, Gallimard perdió la obra que terminaría publicando Grasset gracias al pago realizado por Proust al dueño. Es cierto, a veces los editores meten la pata, pero también existen algunos autores a los que da miedo mirar y pánico editar. Cuando alguno de estos personajes llega a la editorial absolutamente convencido de que —desde el poema de Gilgamesh para acá— no se ha escrito nada más importante que su obra, las desgracias están anunciadas. La posibilidad de sugerir un mejor título, de darle una ayudadita a una redacción sobradamente pedregosa, de cambiar la estructura narrativa o de atreverse a recomendar una portada distinta de la propuesta por su autor sólo despierta una ira incontenible.

El desenlace de esta historia todavía es peor: si los lectores ignoran la obra maestra y no se dignan a verla en la mesa de novedades, y si los periódicos no consagran sus entregas a comentarla de una manera justa, objetiva y elogiosa, la sangre llegará al río. En estos casos, para el autor sólo existe un culpable: el editor.

La idea de que este también pierda dinero y blasones no le pasa por la cabeza al escritor de la supuesta obra maestra. Todos los editores tienen una historia parecida a la que he contado; yo también tengo las mías y prefiero callarlas. El recuerdo de un joven talentoso que estaba dispuesto a hundir su obra —y que terminó hundiéndola irremediablemente— no se ha salido de mi cabeza. Ese desperdicio de talento me sigue pareciendo un crimen. Tal vez por esto, mientras más viejo me hago, me gusta más editar a los muertos. Ellos —en medida que ya están consagrados— me dan la oportunidad de establecer un diálogo con el más allá para darle brillo a sus palabras. Prefiero tener a mi cargo la edición crítica del México a través de los siglos y no la novela de alguien convencido de que cambiará la historia de la literatura.

En el fondo, la causa de estos problemas es fácil de comprender: los editores no son impresores y los autores tampoco escriben libros. El camino desde el manuscrito hasta el objeto que el lector tiene en sus manos es complejo y, para ser satisfactorio, tendría que ser recorrido por el autor y el editor, en sincronía. La razón que explica esto es clara: ambos quieren lo mejor para esas páginas. El recuerdo de las marcas que Alí Chumacero hizo en el manuscrito de Pedro Páramo son un ejemplo de esta maravilla.

Hasta aquí todo parecería simple; sin embargo, también es necesario asumir que no todos los editores tienen la virtud de serlo, algunos están más interesados en las cédulas de Excel que en las páginas de sus autores. Los estados de pérdidas y ganancias —junto con los reportes de ventas y las existencias en almacén— son lo único que les permite sobrevivir en una chamba más cercana a la administración que a la edición.

Confesiones y chismes

A pesar de todo lo contado aquí, les confieso, la relación con mis editores es —y ha sido— muchísimo más que buena. Ellos son los dueños de mis secretos, los poseedores de las palabras capaces de aclarar mis ideas, los cómplices que me ayudan a mirar el futuro. Y, en más de una ocasión, nos hemos sentado para fraguar un manuscrito aún inexistente y que sólo me revolotea en la cabeza. Sin sus afiladísimas miradas ninguno de mis libros sería lo que es: ellos descubrieron sus puntos flacos, sus inconsistencias y, de pilón, me abrieron los ojos ante mis errores. La mayoría son lectores temibles y expertos, pueden mirar todo lo que me enceguece. Ellos, sin duda alguna, son los mejores compañeros de la creación. Para acabar pronto, merezco como autor una estrellita en la frente, como los niños mejor portados del kínder.

Un ejemplo no viene de más. En alguna ocasión —cuando estaba seguro de haber terminado un manuscrito que me parecía una maravilla—, comencé a platicar con dos de mis editoras. Los ojos de Paola y Pilar lo habían diseccionado sin clemencia. Y así, después de conversar con ellas me di cuenta de que estaba muy lejos de haber terminado: un año entero lo estuve reescribiendo y hoy reconozco que, si algo puede brillar ese libro, se debe a ellas. Es más, en alguna ocasión tuve la curiosidad de volver a leer el primer manuscrito y las críticas hacia este relucieron con más fuerza. Esa circunstancia no fue la única, los encuentros con Margarita —así como con Huberto hace años— me han permitido repensar mi quehacer.

Sin embargo, esto no implica que absolutamente todos mis editores tengan un lugar en mi corazón. Algunos podrían freírse en el infierno sin provocar lástima en mi alma. Una de ellas, cuyo nombre quiero olvidar, tenía algunas costumbres absolutamente insoportables: cada vez que hablaba de uno de mis manuscritos me contaba una historia absolutamente distinta a lo escrito por mí. Para ella, bastaba y sobraba con un título conveniente a los caprichos de su imaginación desbocada. Por fortuna, alguien piadoso se casó con ella y se la llevó a vivir a otro país, donde tal vez se ha alejado de los libros y de los autores que suspiran aliviados por su ausencia.

Por si estas monerías no fueran suficientes, la editora en cuestión tenía otras costumbres sobradamente escalofriantes: en alguna ocasión le reclamó a un autor el no haberle entregado la obra con la que había ganado un premio importante. El escritor — sin duda, con las mismas virtudes del Santo Job— sólo alcanzó a responderle: “la tuviste un año en tu escritorio y nunca me contestaste el teléfono”. Otro día, ridículamente memorable, acusó a un autor de que sus libros se vendían muy poco. “Apenas han comprado 500 ejemplares”, le dijo muy oronda y con cara de “eres un fracaso por los cuatro costados”. Este autor la miró y, con muy buena educación, le respondió que esas ventas no estaban nada mal para ser la vigésima edición de su novela.

Además de esta mujer, sólo he tratado con otro editor repulsivo: este personaje —cuyo nombre guardo por un dejo de pudor— tenía la finísima costumbre de no pagar. Él pensaba, supongo, que sus chistes eran suficientes para hacer sentir contentos y satisfechos a los autores. Cuando acudíamos a cobrarle, BEF y yo salíamos con los bolsillos vacíos; después de ir a tomar un café, la reflexión nos llevaba a imaginar todo lo que nos podríamos comprar cuando él cubriera sus deudas. Jamás nos pagó, su editorial quebró y, cada vez que me topo con él, prefiero mirar para otro lado. El resto de mis editores jamás han tenido este problema: los reportes de regalías llegan a mi mail con una puntualidad inglesa y su pulcritud sonrojaría a quien los pusiera en duda.

Hace casi cuarenta años publiqué mi primer librín y los editores siempre han estado a mi lado. Jamás les he escrito una carta como las de Flaubert o las de Goethe, y —salvo aquellos dos personajes— he tenido el privilegio de escucharlos. El recuerdo de las noches en que me paraba cerca de Huberto y su bicolor casi chato, es fundamental en mi vida. Él me enseñó lo que significaba ser un editor con todas las barbas. Está tatuado en mi cuerpo cuando me ponía del asco y no me daba cuenta de las barbaridades que escribía. Algunas de mis arrugas son las marcas que su voz me dejó. Él era un editor durísimo y me curtió a fuerza de latigazos. Huberto tenía razón, hoy lo sé, alguien debe sentarse junto a la persona que llena las planas y es incapaz de mirar sus errores; aún más, gracias a él descubrí que los editores son los creadores de una conversación donde las distintas voces conviven bajo el amparo de sus alas.

Metan la pata o no, existan o no las relaciones tersas, ellos son indispensables.+