PANTITLÁN EN BUENOS AIRES

Ocho de la mañana. Bajo corriendo las escaleras del subete. Hay prisa por llegar al trabajo. Aún no se va el tren. Me subo. No se va y no se va. Comenzamos a impacientarnos. Miramos continuamente la hora que dicta el celular. Más gente llega corriendo. En medio de la impaciencia se escucha el reguetón que sale de los audífonos del chico de al lado. Por fin arranca. Estación tras estación nos hermanamos a partir del contacto forzado. Después de siete estaciones ya no distinguimos si esta mano es nuestra o de alguien más y la presión de los otros cuerpos sobre el de nosotros hace que los pies se despeguen del piso, provocando una ligera levitación. No tenemos miedo de caer porque no hay dónde caerse. Somos una masa informe. No hay distinción entre los peinados y los despeinados, ni entre las recién bañaditas y las que salieron a la carrera sin tiempo para la ducha. Ahora todos tenemos un mismo olor y lo único que nos interesa es llegar. Llegar a tiempo. Pero en la siguiente estación se oye la voz del conductor. Este tren no continúa más, favor de descender. La puta que te parió, exclaman algunas personas. Nos bajamos muchos, derrotados ante el sonido de la voz etérea. Otros se aferran a su sitio dentro del vagón. Una mujer corre desesperada desde la parte de atrás del andén hasta donde se encuentra el conductor. Qué hacés, loco. Dejá de hincharme las pelotas y avanzá. Boludo, sólo quiero ir a trabajar, arrancá ya. El conductor gesticula enojado, le dice que él no puede hacer nada y se mete en la cabina. La mujer se sube al vagón con la misma determinación. La mujer nos inspira y muchos, desesperados igual que ella, volvemos a subirnos. El tren no continúa más, favor de descender, insiste el conductor. Algunos vuelven a bajar, pero otros continuamos en pie de vagón. No continúa más, señoras y señores, favor de bajar. La concha de la lora, gritan los que quedan en el andén. Yo también maldigo con boludo, con dejá de hincharme las pelotas y con la concha de la lora, aunque no sé qué tienen que ver la concha y una lora con esta situación. Pero igual que ellos voy tarde y maldigo, sólo que muy quedito, porque esas maldiciones se sienten aún extrañas y se alternan siempre con el me lleva la chingada o que su pinche madre.

Así que no bajamos y el conductor amenaza con dejarnos parados en el túnel si no lo hacemos. No bajamos. Arranca. Antes de llegar a la siguiente estación, el tren se detiene. Después de unos minutos, una chica comienza a mandar mensajes de voz por su celular. Che, te digo que nos amenazó y nos tiene en medio del túnel. Y qué sé yo, se volvió loco el chabón. Yo lo que quiero es salir pronto de aquí, vos sabés que tengo problemas de claustrofobia. Una señora se altera al escucharla y se abanica con un papel que tiene a la mano. Y porque es un pelotudo, está enojado porque no nos bajamos del tren cuando nos dijo, continúa la chica. Otra hace comentarios tranquilizadores, porque la señora del abanico de papel cada vez se abanica más fuerte. El chabón tiene que avanzar, dice, no nos puede dejar aquí, atrás vienen otros trenes. Pero no avanza y las gotas de sudor nos empapan la ropa antes cuidada para una mejor apariencia laboral, el uniforme más o menos planchado, o la chamarra con perfume ya

imperceptible. Verano es una mala época para hacer enojar a un conductor del subte. Desde que empezaron las imprecaciones había apagado el aire acondicionado, dejando que los grados centígrados sofocaran nuestra protesta. Una muchacha que inicialmente guardaba compostura, rabiosa ahora que su alaciado había quedado en ruinas, comienza a golpear con la palma de la mano en la pared del vagón. Ehhh, loco, arrancá ya, dejá de hacerte el boludo, grita mientras sigue golpeando. Otra gente la secunda. Favor de no golpear el vagón, dice socarronamente la voz. El abanico de papel de la señora está completamente empapado y desvencijado como ella, que no se mueve más y mira fijamente el piso. La gente sigue golpeando y gritando. Yo también doy unos golpecitos a la pared, nomás por no dejar.

Después de otros tantos minutos que el conductor nos deja ahí sólo para castigar las injurias proferidas contra él, finalmente avanza. La mujer del abanico empapado alza la cara animada. Todos siguen golpeando, pero esta vez con emoción. Se oye una alternancia entre risas y maldiciones. La gente continúa subiendo en cada estación. Se sigue acortando el aire, nuestras extremidades se comprimen cada vez más ante la falta de espacio. Al llegar a la última parada, bajamos del tren, nos arreglamos la camisa, el pantalón y el cabello. Nos preparamos para comenzar   realmente el día. Y yo, yo me siento, ahora sí, como en casa: Pantitlán, te llevo en el corazón.

Mariana Brito Olvera Ciudad de México. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la unam. marianabritolvera@gmail.com

MasCultura 10-julio-17