‘Cuando vuelva a tu lado’ de Ricardo Zárate

‘Cuando vuelva a tu lado’ de Ricardo Zárate
02 de abril 2020
Cuando vuelva a tu lado
Ricardo Zárate
No me des tregua, no me perdones nunca.
Hostígame en la sangre, que cada cosa cruel sea tú que vuelves.
Julio Cortázar

—Infestación diabólica —dijo Francesc sin asomo de duda.

Sabía que él era psicólogo y tanatólogo, pero que además fuera un estudioso de los fenómenos paranormales, no lo supe hasta esa cena. Tras su diagnóstico hizo una pausa dramática. La vela en el centro de la mesa acentuó la gravedad de sus facciones y le dio una nota de misterio al ambiente. Un recurso muy efectivo, por cierto. Francesc era un buen vendedor.

—No exageres, Panchesc —repuse un poco a manera de broma. Y sonreí. Fue una sonrisa triste. No tenía otra por aquellos días.

Él retomó la palabra. 

—Los muebles se mueven solos, también hay sonidos iguales a los lamentos y pestilencias que provienen de ninguna parte… Esto no es otra cosa más que una infestación diabólica. Conocí un caso similar cerca del Hospital de la Santa Creu i Sant Pau —reiteró y volvió a dar una fumada.

Ahora yo era quien cerraba la boca. Lo hice para escudriñar el secreto de su belleza oculta detrás del humo que flotaba en el aire, dos largos filamentos que se trenzaban como serpientes. Después pensé en mi esposo. Imagino que, al acercarse a los sesenta años, una se pone a pensar mucho, quizá de más.

Era culpa mía. Fui yo quien lo trajo a cuento. Mi marido siempre irrumpía en nuestras conversaciones, pues siempre hablábamos de la muerte. Traté de ahuyentarlo de mi mente distrayéndome con la flama que titilaba dentro del cristal, aferrándose, bregando para no extinguirse. Durante un instante me distraje con el bullicio de los parroquianos del bar al que Francesc estaba ligado por razones emocionales.

Era nuestra tercera cita y la segunda en ese lugar. ¿Quién dará el primer paso?, me preguntaba al tiempo que veía sus ojos. Para dos nacidos a principios de julio es habitual andar hacia los costados como cangrejos. Está escrito en las estrellas. 

Abandonamos la terraza y Francesc me sorprendió mirando los árboles, el viento fresco de otoño me daba en la cara. La estación desnudaba las ramas que eran viejas como yo. Se ofreció a llevarme a mi departamento en su coche (debería decir “piso”, pero no me acostumbro); decliné y preferí regresar a casa en metro, sola.

—¿Segura que estarás bien? —me preguntó acariciándome la mejilla.

—No lo sé —respondí mirando el suelo.

Me tomó del mentón con suavidad para levantarme la cabeza.

—Piensa en la canción para tu funeral, ¿vale? —me dijo.

Confieso que se me enchinó la piel cuando llegué a casa. 

Frente a la puerta me pregunté qué sería capaz de hacerme mi esposo. Estaba convencida de que ansiaría tocarme o, mejor dicho, lastimarme. En más de una ocasión sentí cómo presionaba su mano contra mi pecho mientras dormía. Era una sensación desesperante. ¿Hoy me tirará de los cabellos para arrastrarme por el suelo? En vida lo hizo. Giré la llave para averiguarlo.

Cerré la puerta detrás de mí y decidí no encender la luz. Daba lo mismo. De noche o de día, sé que él pasaba delante de mí con una expresión de ira y maldad. Ahí estaba, lo tenía enfrente aunque no podía verlo. Al final decidí ignorarlo, estaba muy cansada y con la cabeza embotada por el vino. Entré en mi recámara, me derrumbé en la cama con la ropa puesta e intenté dormir sin ayuda de medicamentos. 

Conseguí dormirme cuando despuntaba el día. Al despertar, pasada la una de la tarde, me incorporé con una mezcla de desazón y amargura luego de ver algunos cabellos pegados en la almohada. Me chocaba que, al llegar a mi edad, el mundo entero se convirtiera en un espejo empeñado en reflejar una mujer madura. En fin, había conciliado el sueño varias horas seguidas y eso me confortó. Las bondades del vino tinto.

Después de bañarme, fui a la cocina para prepararme un café. Oí que el televisor del salón se encendía y que una ráfaga de viento se colaba en mi habitación, los cajones se abrieron y mi ropa voló por todos lados. La ventisca dejó el cuarto y salió del departamento por la puerta principal azotándola con furia. Me eché a temblar y pugné por controlarme. Me callé las groserías que pensé endilgarle.

Más tarde, recogí el desorden que mi esposo había dejado. Parecía como si buscara algo con desesperación. Me afanaba en torno a la cama cuando descubrí mi diario en el suelo. Estaba abierto. Lo leí: “Las heridas del corazón no sanan del todo, pero otras vidas pueden crecer a su lado y ofrecerles la sombra que necesitan para aliviarlas. La mort no es porta tot. Francesc tiene razón”.

Supuse que sus sospechas estaban despejadas. Ya sabía su nombre: Francesc.

Suspiré, cerré el cuaderno y lo escondí en un lugar diferente. Lo mejor era dar un paseo para despejarme.

 

Mi esposo murió en un accidente. Lo rescataron con vida, pero falleció en el hospital. Otras dos personas también murieron. De acuerdo con los peritajes, él provocó la colisión. No lo dudé. Por ridículo que parezca, hasta ese día caí en cuenta de que yo también podía morir. Ninguno de los dos estaba listo para lidiar con los costos que implican perder la vida, y menos con él desempleado, por lo que fue complicado planificar su funeral.

Como mi suegra era de un pueblito aragonés perdido entre las colinas, tuve que ir hasta allá en un viaje de más de ocho horas en autobús para llevarle las cenizas de mi esposo. Incinerarlo fue mi capricho, por eso tuve que ceder en todo lo demás. Su madre, una anciana postrada en una cama de latón, recibió la urna en sus manos esqueléticas y se la llevó al pecho. Mis cinco cuñadas estaban ahí, dolidas, ceñudas y aún solteronas. Nunca me quisieron. Y cuando se enteraron de que era una mujer seca que no podría darles sobrinos, me quisieron menos. Esa tarde caminamos en procesión por las estrechas calles del pueblo con rumbo a la iglesia donde depositaríamos sus cenizas. Andábamos en silencio hasta que una de mis cuñadas me preguntó en tono áspero: “¿Qué harás ahora?, ¿te volverás a México?” 

La verdad es que no lo sabía. Lo que sí tuve claro era que mi funeral no sería como el de él. Lo primero que hice fue regresar a Barcelona para buscar un funeral planner. Lo encontré en la calle Passatge de Flaugier. Ahí conocí a Francesc, el dueño del negocio que me habló en español como si reconociera mi extranjería al verme. Sin ser invasivo, me presentó un muestrario de ataúdes, me dijo que el servicio completo rondaría los cinco mil euros y que haría lo que estuviera en su mano para mejorarme el precio si elegía una bonita canción para mi funeral. 

Congeniamos de inmediato. Fue tan natural que ese día nos tomamos un café. Me dijo que su pareja había muerto y que desde ese momento se propuso profesionalizar su interés por el duelo. Yo le conté que recién había enviudado, que estuve casada casi veintiocho años, que solía trabajar en una editorial, y que mi esposo y yo nos habíamos amargado la existencia hasta que llegamos a un estado de sedación que nos condujo a ignorar que morir cuesta, y mucho. 

No le conté que él me golpeaba. Para hacer la charla más ligera, le dije que en México a un Francisco se le suele llamar Pancho. Francesc, en cambio, me hizo notar que hablaba de mi esposo como si estuviera vivo. 

Era cierto. Me ruboricé.

No et preocupis —me dijo en catalán, sin advertirlo—. La mort no es porta tot.

 

Quedamos de vernos en un café que estaba atestado de gente. Me propuse arribar unos minutos antes de la hora fijada para aclararme: titubeaba si decirle o no que mi esposo había montado en cólera después de leer mi diario. Para mi asombro, al llegar vi que Francesc ya me esperaba.

—Quiero compartirte una buena noticia —me dijo con ánimo—. He decidido dejar de fumar.

—¡Qué bien, Panchesc! —exclamé.

Esa noche conversamos, sobre todo de su propósito de tener una vida más sana. No hablamos de la muerte. Me contagió su entusiasmo y sonreímos, gozando que se nos arrugara el rostro como los viejos que éramos. 

Afuera de mi edificio nos besamos. Había aceptado su ofrecimiento de llevarme en su coche. No supe quién de los dos dio el primer paso. En realidad, no había sido un paso. Habíamos saltado el uno hacia el otro y nos encontramos en un beso. Me acarició el cabello y paseó sus manos por mi cintura y mis caderas. Lo dejé hacer porque me apetecía y porque quería que supiera que avanzaba. Nos despedimos con la promesa de vernos pronto.

Entré en mi habitación sin encender la luz y me tiré en la cama. Olvidé decirle a Francesc que me debatía entre dos canciones para mi funeral: No soy de aquí ni soy de allá, de Facundo Cabral, y una de María Grever, Cuando vuelva a tu lado. La segunda me gustaba más. Quizá porque extrañaba México.

El contacto con su cuerpo me dejó vibrando. Si mi difunto marido estaba viéndome entre las sombras o tal vez no lo hacía, me daba lo mismo. Estiré mis brazos cual endebles ramas para buscar ese afecto escondido en mi cuerpo leñoso.

No me desnudé. El otoño ya lo había hecho por mí. +