Creemos más de lo que creemos

Creemos más de lo que creemos
Viernes 24 de mayo de 2019
R. de la Lanza

Hace cosa de diez años, cuando entré a esa versión paralela de la realidad que son las redes sociales, me sorprendió que para configurar mi perfil, además de mi nombre, edad, sexo y lugar de residencia, el formulario de Facebook me preguntara cuál era mi ideología política y, más aún, mis creencias religiosas.

Soy un hombre de fe. Lo he sido desde que tengo memoria. Y en esa memoria guardo momentos amargos en los que se me ha visto con desdén, con burla, lástima e incluso en los que el hecho de que se sepa que profeso una fe ha causado que me cierren las puertas, a veces con cordialidad, a veces azotándolas en mi nariz.

Ahora mismo estoy exponiéndome a que quien lea esto, abandone la lectura de este artículo. Además, las agrupaciones e instituciones religiosas, queriéndolo o no, también suelen tener entre sus filas personas y grupúsculos de una militancia intolerante y perniciosa. Y como yo no soy extremista ni fundamentalista, y no quiero que se me tome como tal, pensé mucho en la forma de llenar el espacio dedicado a mis creencias en mi perfil de Facebook.

¿Qué es la fe?

Nuestra palabra española fe proviene del latín fides, que significa confianza, en su acepción más amplia y profunda. Para los romanos de la Antigüedad, la fides era la amalgama de los tratos entre ciudadanos, era esa seguridad que le permitía a cada uno saber que lo pactado, lo dicho, lo asentado, sería cumplido y vigilado por el otro. Tenemos una enorme familia de palabras que derivan de fides en nuestro lenguaje cotidiano: confianza (de confidentia), fidelidad, fideicomiso, fianza

Para los romanos no había vida fuera del derecho, pero para los griegos el asunto de la fe no era solamente de índole jurídica. La palabra en griego para fides es pistis. Aristóteles, al hablar de la retórica, que es el arte y la disciplina ocupada de convencer a los demás a actuar o pensar de determinada forma sobre determinado asunto, dice que la pistis es ese estado de ánimo que se logra en el interlocutor cuando se le persuade, y da la clave para evaluar si la técnica retórica utilizada es adecuada y, por lo tanto, la pistis resultante es buena: como la pistis (fe) no demuestra las cosas verdaderas porque no tiene acceso directo a la realidad, entonces debe tratar su contenido de la forma más verosímil posible.

Entonces nos sale al paso un dato incendiario para la modernidad: la raíz de la palabra epistemología (la disciplina que se ocupa de los procesos cognitivos y, entre ellos, el método científico) es episteme, que tiene a su vez, su etimología en pistis, dado que es un conocimiento que ha llegado a ser partiendo de la analogía verosímil.

Creemos muchas cosas

Hace unos años, cuando era docente de bachillerato, mis alumnos me preguntaron quién creía yo que era el mejor futbolista del mundo. Las opciones eran Lio Messi y Cristiano Ronaldo. Les dije que yo creía que Sergio Agüero era mejor que ambos, pero que él no estaba en un equipo tan bueno para establecer una comparación justa.

Por supuesto, mi declaración fue de lo más impopular. Pero, teniendo la consigna institucional y personal de contribuir a que mis alumnos desarrollaran una mentalidad científica y alcanzaran una madurez metodológica, vi en esa pregunta una oportunidad inmejorable para hacerles ver que cuando ellos consideran que el mejor futbolista sólo puede salir de esas dos opciones, están ejerciendo una modalidad peculiar de la fe: todos los medios de periodismo deportivo dicen que es Messi o es Ronaldo. Y uno les cree.

Explico: los programas emiten videos y los diarios publican fotos y otras pruebas, mediciones y estadísticas, pero al ser imposible efectuar todos esos estudios con toda la gente que juega futbol (bendita falsación, dice la ciencia), lo único que queda es admitir como análoga a la realidad la conjetura de que ellos dos deben ser los mejores futbolistas del mundo.

La fe es, pues, una certeza, seguridad o confianza. Puede ser en una persona, cosa o divinidad. En todo caso, esa certeza no está sustentada en pruebas empíricas, sólo es verosímil. Por eso en la antigua Grecia, Pistis (la personificación de la fe) siempre está junto a Elpís (esperanza) y Sofrosine (prudencia). Pero también por eso hay mujeres golpeadas que vuelven a vivir con su pareja violenta: creen que quizás esta vez sí cambiará, lo cual no es probable, pero sí verosímil (especialmente si han leído y visto historias así en libros o películas). Y también por eso hay muchos aficionados al futbol que le van al Cruz Azul: aquello es muy poco probable —aunque la estocástica diría que llegará un punto en el que comenzará a serlo cada vez más—, pero sí es verosímil… sólo verosímil.

Ciencia y fe

El conocimiento científico es así. Nadie tiene los recursos ni el tiempo en su vida para ir al inicio de las observaciones de los fenómenos, como para comprobarlos empíricamente en carne propia. Lo diré de un modo muy torpe: Einstein no se sentó bajo un árbol a esperar los manzanazos. Lo que hizo fue, en todo caso, leer a Newton y a todos los demás físicos que trabajaron hasta su momento.

Leerlos y creerles. Confiar en que todo lo que decían era exactamente como lo habían vivido y observado. Lo que viene después, al seguir su propia línea de investigación, dará una certeza empírica, y el avance del conocimiento ocurre cuando esta certeza que surge no es la confirmación.

Fe y religión

Dada su naturaleza análoga a la realidad, la fe sólo puede existir cuando no hay pruebas, aunque sí requiere de verosimilitud en su mecanismo anímico (lo dijo Aristóteles, pues). La religión se sirve de la fe para re-ligar los dispersos elementos de la realidad y la “desfragmenta” en un discurso redondo, concluyente y cabal.

Ahora bien, si una comunidad comunica y comparte los elementos de esos discursos, tenemos una religión más o menos organizada.

Las festividades y las ceremonias son sólo eventos ilustrativos de los contenidos discursivos de una religión, a los que podemos llamar doctrina, dogma, credo o artículo de fe.

Las organizaciones religiosas son, sólo debajo de las etnias, la forma más antigua y sólida de organización humana —la república jacobina es muy reciente en la historia de la humanidad— y todo grupo humano genera mecanismos de poder.

No quiero hacer la condena pormenorizada de la religión organizada, por cuya causa se ha perpetrado tanto dolor y sufrimiento —la secta de Charles Manson también es religión organizada—, ni su apología —hay una cantidad inmensa de ayuda humanitaria brindada por religiosos de todas partes del mundo—.

Pero la ayuda humanitaria no llega sólo de manos devotas. Hay un océano de buenas acciones que llegan de personas que no practican ninguna religión. Sin embargo sí tienen fe: brindan ayuda porque tienen la convicción no empíricamente probada de que su acto mejorará, elevará o salvará la vida de otra persona y hará de éste un mundo mejor.

Cuidar y preservar la fe

Los incendios en Nôtre Dame y Al-Aqsa, y los ataques a centros religiosos en Ceilán han generado muchas reacciones en las redes sociales, y una frase rescatada de otra postura radical (que es otra forma de llamar al fanatismo) me causa preocupación: “La única iglesia que ilumina es la que arde”.

No tener o no compartir una creencia religiosa es algo perfectamente válido. Se ha luchado por siglos para garantizar ese derecho. Pero a veces se nos olvida que los egipcios, los mayas, los aztecas, los romanos y especialmente los griegos, eran pueblos religiosos: y su conocimiento, su arte y su legado son invaluables, no a pesar de su religión, sino a veces gracias a ella. Sea que compartamos su mitología como dogma de existencia o que la miremos como producto cultural, no festejamos la destrucción o el deterioro del Partenón, ni deseamos el derrumbamiento de la pirámide de Kukulkán o Stonehenge.

Esos monumentos representan la esperanza más que la desesperanza. Y son testimonios del tremendo poder creador y constructor de la fe.

Cuando por fin terminé de llenar mi perfil en Facebook, sólo escribí: “Sí, creo”. +