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Columna Niños a ¡leer! "De ida y vuelta y viceversa"

La actividad del ingeniero supone la concreción de una idea en la realidad; arte y técnica de aplicar los conocimientos científicos a la invención. De la actividad del autor de (buena) literatura infantil se podría decir lo mismo, con la debida aclaración de que algunos de los conocimientos científicos aplicados a las obras tienen una procedencia que a más de un ingeniero recién graduado le podrá parecer dudosa, absurda, insolente o deliberadamente caprichosa. Cosa que nadie (en su sano juicio) se ocuparía de negar.

Hay libros que son una verdadera obra de ingeniería. Cualquiera que haya hojeado el Animalario universal del profesor Revillod, de Javier Sáez Castán (fce), estará de acuerdo con esto. Ningún otro libro en el mundo reconstruye de manera tan fiel la imagen de un “Formidable paquidermo de poderoso vuelo de los fondos abisales” o la de un “Antenado común de hábitos omnívoros de la Nueva Zelanda”. Ni qué decir del “Animal desdentado de irisadas escamas de los bosques malayos”. Como lo indica la propia contraportada del libro, se trata de un compendio de ciencia rigurosa y edificante diversión, el cual consiste en la selección de los souvenirs zoologiques del profesor Revillod.

La combinación de veintiún láminas permite al lector conocer cuatro mil noventa y seis especies de animales fantásticos, con la descripción zoológica de la criatura. En sí, una muestra de las maravillas que este mundo reserva para deleite exclusivo de las mentes inquietas que se animen a descubrirlas.

Quiero una mamá robot, de Davide Cali (SM), nos hace caer en la cuenta de que cada persona lleva dentro un pequeño ingeniero que se la pasa ideando maneras de rediseñar todo en el mundo. El niño de la historia se propone construir una mamá robot que no trabaje todos los días, que no deje en la cocina la comida lista, acompañada de una horrible nota que diga: ‘Por favor lávate los dientes, haz la tarea y ordena tu recámara. UN BESO. Mamá’. Mejor aún, una mamá robot que nunca de los nuncas lo regañe, porque de lo contrario la podría apagar con el control remoto. Sí, una idea estupenda —o eso es lo que piensa el niño de la historia. Entonces, su mamá verdadera vuelve a casa, lo abraza, le da un beso y arruina de golpe su gran invento. Las ilustraciones del libro tienen un toque singular; supongo que la pequeña ingeniera que habita la cabeza de la ilustradora, la convenció de echar mano de lo que fuera: fotografías, teléfonos, hilos, encaje, recortes de revistas, escuadras, acrílico, lápices de color… Lo mejor del caso es que ¡funciona!

En Un hogar para Pájaro, de Philip C. Stead (Oceano Travesía), nos enteramos de que la vida puede cambiar en un segundo y que eso, lejos de ser un infortunio, es un regalo. Que para volver a casa, cuando crees que te has extraviado, lo único por hacer es continuar el camino y confiar en los nuevos amigos, porque los giros, los vuelos y las corrientes de agua inesperadas te mantendrán todo el tiempo en la ruta exacta, aunque eso tú no puedas verlo en el momento. Así pues, por asombroso que se escuche, esta fábula consigue ilustrar con plumones, crayones, acuarelas y menos de cien palabras, la gran ingeniería de la vida. Supongo que Philip C. Stead jamás imaginó cuán ambicioso era su proyecto; de haberlo hecho, quizá nunca lo habría concluido. Una ovación de pie para este libro, que además es una golosina visual.

Palabras para nombrar al mundo, de Andrea Fuentes Silva y Alejandro Cruz Atienza (La caja de cerillos), es un libro tan colorido que sirve como recordatorio de la prodigiosa obra de ingeniería que es la lengua —ese curioso instrumento que utilizamos para poner en palabras lo que pensamos y lo que sentimos. Cada pueblo, comunidad o grupo social tiene su propio sistema de comunicación verbal, su propio lenguaje vivo que se modifica y adapta según las circunstancias y las necesidades. Esa frase de “Aprende un idioma y amplía tus horizontes” es más que un mero slogan publicitario: conocer la forma en la que alguien más nombra las cosas que lo rodean implica entender lo que esa persona nos dice y, al mismo tiempo, acercarnos a su muy particular manera de concebir el mundo. En el libro se muestran traducidas al maya, mixteco, náhuatl, rarámuli, tseltal, wixárika y zapoteco cincuenta y dos palabras que todos conocemos y usamos con frecuencia para nombrar al mundo. Qué mejor manera de multiplicar el sentido de un objeto y de un sentimiento que aprender a darles vida con sonidos diversos.

Por Karen Chacek

MasCultura 01-ago-16