Columna Nerd Plus: “Sobre ingeniería y cosas peores”

La escena es así:

En una empresa trasnacional, un ejecutivo estadounidense visita la planta mexicana para hacer una supervisión. Todo transcurre bien, y al final varios de los ingenieros locales llevan al gringo a cenar. En la sobremesa, la plática va de lo profesional a lo trivial hasta un momento en el que el visitante pregunta por Juan Rulfo.

Todos callan, guardando el respetuoso silencio del ignorante, y voltean a ver a uno de sus compañeros.

—Pregúntele a éste… —musita uno.

El joven aludido sonríe y el resto de la velada gringo y mexicano discuten apasionadamente sobre Pedro Páramo y El llano en llamas.

Ese momento pudo significar para el joven ingeniero una mejor posición en la compañía, un aumento y quizá hasta una invitación a mudarse a laborar a los Estados Unidos, pero afortunadamente la pulsión literaria dominó. La industria perdió un buen ingeniero, pero nuestras letras ganaron un brillante narrador. El nombre de ese muchacho es Élmer Mendoza. Léase Besar al detective, la cuarta novela de la serie protagonizada por “el Zurdo” Mendieta, su detective, para más evidencia.

Otra anécdota: en alguna ocasión varios escritores discutían acaloradamente sobre un tema literario. La plática se convirtió en lo que las abuelas llamaban con toda incorrección política “una cena de negros comiendo calamares en su tinta a la media noche”. Uno de ellos volteó a decirle a otro, que estaba muy callado: “¿Cómo ves a estos cuates?”, a lo que el aludido replicó “Yo no sé, mano, yo estudié Ingeniería Química”. Era Germán Dehesa.

Soy hijo y nieto de ingenieros. Mi abuelo materno fue agrónomo y mi papá es ingeniero electricista. El abuelo paterno fue toda la vida periodista tras un fugaz paso por las aulas del Poli para convertirse en ingeniero electrónico. Casi todos mis primos y muchas de mis primas estudiaron ingeniería de cualquiera de sus áreas. Pareciera que mi hermano —músico y cineasta— y yo somos los mutantes de la familia. De modo que toda la vida he padecido la ingeniería, que sin duda es toda una cosmogonía casi religiosa. Muy a mi pesar constantemente descubro en mí el pensamiento estructurado, no pocas veces rígido, propio del ingeniero.

Por ello, al llegar el momento de ir a la universidad busqué lo más alejado que encontré de la ingeniería. Gran ironía, el diseño gráfico, carrera en la que me titulé, es a las artes visuales lo que la ingeniería a las ciencias exactas. Sirva lo anterior para justificar mi fascinación casi morbosa por los ingenieros escritores. Ciñéndome estrictamente a la literatura mexicana contemporánea, la lista es tan enorme como sorprendente (al menos para mí). A vuelo de pájaro…

Tanto Vicente Leñero como Jorge Ibargüengoitia fueron ingenieros, el primero civil (y de sus experiencias en la construcción alimentó su novela Los albañiles) y el segundo, en minas. Gabriel Zaid es egresado del Tec de Monterrey. Enrique Krauze, además de historiador, ostenta el título de ingeniero industrial (que es lo que hubiera estudiado yo, de verme obligado a matricularme en esa área). Entiendo que Hernán Lara Zavala estudió la misma área.

Naief Yehya es ingeniero electrónico, por ello es el más brillante ensayista sobre temas tecnológicos de su generación; lea usted El cuerpo transformado para confirmarlo (y además fue compañero de generación de Guillermo Fadanelli, si bien estoy seguro que a él no le gustaría ser incluido en un recuento como éste).

En mi generación son varios los ingenieros escritores. Gerardo Sifuentes, que aparte de ser un brillante cuentista es el coordinador editorial de la revista Muy Interesante, es ingeniero electrónico. Su libro Planetaria le dará una idea de la riqueza de sus mundos ficticios. Luis Felipe Lomelí es egresado de Ingeniería Física, también por el ITESM. Su última novela es Indio borrado. Antonio Malpica, magnífico narrador tanto de literatura infantil y juvenil como de libros para grandes y colaborador de esta misma publicación (y sobre todo un entrañable amigo) es egresado de la UNAM en el área de Sistemas. No tiene que conocerlo como yo para quererlo, basta leer #Másgordoelamor. Rodolfo J. M., autor y compilador tanto de género policiaco como de literatura fantástica (lea usted Todo esto sucede bajo el agua) es también ingeniero y trabajó varios años para la industria automotriz. César Silva tiene tres oficios: poeta, narrador e ingeniero. Y divide su amor a partes iguales. Al autor de La balada de los arcos dorados y Juárez Whiskey se le ilumina la cara cuando se le pregunta sobre su paso por la industria maquiladora de la frontera norte. Haga el experimento la siguiente vez que lo vea.

No sé de ninguna mujer ingeniera y escritora en México, pero a cambio, Cecilia Pego, una de nuestras mejores novelistas gráficas, egresó de Ingeniería Civil. Si hubiera alguna otra, les agradecería que me lo dijeran.

Finalmente esta lista incompleta cierra con Alberto Chimal, para mí el mejor cuentista de mi generación, maestro de otros escritores y extraordinario fantasista, de lo que da cuenta su novela La torre y el jardín, entre muchos otros títulos que deleitan a sus hordas de lectores.

Como se ve, la lista es abundante; estoy seguro de que dejé fuera a varios (y quizá a varias). Pido una modesta disculpa. A todos los incluidos, vaya la admiración de alguien que pudo ser ingeniero, pero nunca tuvo mente numérica.

El cómic del mes: el legendario historietista Manuel Ahumada era ingeniero agrónomo. Muerto prematuramente, dejó un puñado de álbumes gráficos. Mi favorito, El cara de memorándum y otras historias.

Por Bernardo Fernández, BEF

MasCultura 15-ago-16